En tiempos de postverdad

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Ahora que la azul era del Facebook nos dona el imperdonable eufemismo post verdad, inventado por alguien que tenía vergüenza de decir que eso se llama mentira, me parece pertinente contar esta historia:

Bruno nació cerca de Napoli. Se convirtió en sacerdote a los diecisiete años y comenzó un interminable peregrinaje.
En Italia fue católico y, aunque era doctor en teología, fue acusado de despreciar el culto a la Virgen María y a los santos. Las denuncias y el descubrimiento de libros Erasmo de Rotterdam en su habitación, prohibidos por el Santo Oficio, lo obligaron a escaparse de Napoli. Así deambuló por Torino y Venezia, dando clases de filosofía, mnemotécnica, geometría, astronomía.

Al llegar a Suiza se convirtió formalmente al calvinismo para poder dar clases en la universidad. Allí publicó un breve volumen con veinte errores que el titular de la cátedra de filosofía habría cometido en una sola clase: el librito le costó el arresto, un proceso judicial y el destierro de Ginebra.
Fue profesor en Francia y en la universidad de Oxford. Enseñó cosmología y defendió las tesis de Copérnico, ganándose nuevos seguidores y nuevos enemigos.

Más tarde, Bruno viajó al Imperio Germánico, sede del luteranismo. En Frankfurt recibió la invitación de un comerciante veneciano, Vincenzo Mocenigo, quien le ofreció casa y protección a cambio de clases de mnemotécnica. Aislado académicamente y excomulgado de prácticamente todas las ramas del cristianismo, Bruno aceptó.

Luego de unos pocos meses, Mocenigo acusó a Bruno de blasfemar contra María contestando su virginidad, de negar la trinidad y de practicar artes mágicas. La Inquisición veneciana lo detuvo y Roma pidió su extradición. Después de un rechazo inicial, el senado veneciano terminó por aceptar y Bruno fue depositado en las comodísimas instalaciones del Santo Oficio en 1593.
Durante los siete años de arresto en celdas heladas y posiblemente habiendo sido torturado, Bruno se negó a desmentirse, a abjurar, a cualquier forma de arrepentimiento, aunque esto posibilitase su liberación.

Bruno tenía una notable facilidad para despertar antipatías en todos los ámbitos: académico, teológico, científico y personal. No obstante, proponía la infinitud del universo y la existencia de innumerables mundos. Sostenía que Moisés había simulado los milagros e inventado la ley y negaba la transustanciación del cuerpo de Cristo en pan y vino.
Sucedidos múltiples interrogatorios, donde los inquisidores no lograron quebrar la defensa intelectual de Bruno, el papa Clemente VIII decidió que ya era suficiente, y el diecisiete de febrero del año 1600, a las seis de la mañana, Bruno estaba desnudo, atado a una estaca y una mordaza le impedía gritar. Rechazó la imagen de la cruz, donde se representaba una escena similar a la suya, y comenzó a arder en Campo de’ Fiori, uno de los entonces patíbulos de Roma.

Quizás tiemblan más ustedes al pronunciar esta sentencia contra mí, que yo en escucharla.

Giordano Bruno prefirió morir antes que volver sobre sus pasos, porque entendía que la verdad valía más que su vida.
Quizás recordarlo sea útil en estos momentos de ficciones oficiales, de engaños masivos, de referencias perdidas.
De ojos cerrados.

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