Es una pregunta a la que le vengo dando vueltas desde hace un tiempo. De vez en cuando, algún acontecimiento mediático como el de la visita de Puigdemont a Harvard, el tema del Brexit o alguna manifestación de patriotismo español a la antigua usanza la sacan a relucir desde mi subconsciente. Nacionalismo es nacionalismo: una teoría decimonónica que surgió como forma de contrarrestar el anarquismo y el socialismo que estaba cogiendo tanta fuerza entre los trabajadores y campesinos. Y está inevitablemente asociada a una cierta xenofobia, a una generalización respecto a lo que se atribuye a alguien de cierta nacionalidad por pertenecer a la misma. Y generalmente suele ser algo malo frente a lo bueno de la propia.

Creo que una de las consecuencias inevitables de toda crisis social y económica como la que estamos experimentando es el surgimiento de nacionalismos y xenofobia. Ocurrió tras el crack del 33 y está ocurriendo. Está ocurriendo en EE.UU, donde se pretende alzar un nuevo muro (de cemento y legal) a inmigrantes para “hacer América grande otra vez” y “volver a ganar”. A ganar ¿qué?

Está ocurriendo en toda Europa, donde los fascismos y los movimientos xenófobos cada vez consiguen más apoyos. Y también en España. No pretendo equiparar racismo y nacionalismo, aunque están innegablemente interrelacionados. Sólo hay que echar un vistazo a la raíz ideológica del nacionalismo, a su configuración a lo largo del siglo XIX a partir de textos que proclamaban la supremacía de una raza o nación particular.

Y este resurgimiento de afán por construir fronteras me preocupa, y mucho. Me importa un bledo la unidad de España. Lo que me interesa, lo que me preocupa, es la humanidad, es este planeta que todos compartimos. Y la historia ha demostrado que las fronteras, o el anhelo de su construcción, sólo han generado conflictos, muertes y dificultades para la sociedad. Los beneficios de una frontera son, en realidad, muy limitados, y circunscritos a un grupo pequeño de personas. Gobernantes elegidos, y gobernantes de bambalinas. A la ciudadanía lo que le beneficia es su empoderamiento, la construcción de derechos y vías institucionales para su expresión y protección. Algo que bien puede construirse desde cualquier marco institucional, siempre que haya voluntad para ello.

Nacionalismos, os lo pido de corazón. Paraos y comprended que vivimos inmersos en un mundo lleno de maravillas, de culturas de las que aprender y con la que compartir conocimientos, de problemas comunes a los que enfrentarnos, y valores universales y recursos naturales a los que proteger.

¿Cuándo conseguiremos superar la manía humana de establecer límites artificiales donde no los hay? ¿cuándo empezaremos a realmente emplear los recursos tecnológicos de los que disponemos para construir un espacio común?

Sé que es un tránsito demasiado inmediato, un cambio que no se puede construir de manera drástica, sino que necesita, como los peces cuando cambian de pecera, acostumbrarse gradualmente al nuevo entorno. Pero lo que no podemos consentir es retroceder de nuevo hacia un mundo de pequeños países. Apostemos de una vez por una democracia mundial. Cambiemos los mapas hacia un mundo con cada vez menos fronteras, en lugar de pretender alzar nuevos muros invisibles pero de efectos reales.

Es legítimo y maravilloso tener raíces culturales, y querer protegerlas. Pero el nacionalismo implica presuponer que nuestra cultura es mejor que la del resto. Y esto es falaz, porque todas las culturas tienen maravillas y errores de los que todos podemos aprender. Y debería ser perfectamente compatible que esas culturas convivieran en un mismo sistema político inspirado en las universalidades que nos conectan a todos los seres humanos: en la democracia y los derechos humanos.

Mi pregunta nace de un sentimiento genuino e inocente. La formulo sin prejuicios, con la mente y el corazón abiertos. Mi pregunta nace de la incomprensión y de la voluntad de comprender qué mueve a algunos a desear más fronteras de las que ya nos restringen. 

 Y creo que todos aquellos que luchan por esas fronteras que tendrán importantes consecuencias para todos deberían, por un momento, y formularse a sí mismos seriamente esta pregunta: ¿De verdad necesitamos más fronteras?

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