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En femenino

Mercedes Peña
Mercedes Peña
MP Abogados de familia
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análisis

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Sólo puedo escribir al dictado del corazón, sólo puedo escribir si no me sostienen la mano, no puedo hacerlo con la caligrafía de otro. Por este motivo tengo gran dificultad para asumir encargos concretos, sobre todo si tengo la sensación de que el feminismo o la igualdad son tratados como una ideología, y más aún cuando percibo que son los políticos los que mueven los hilos, y lo hacen a costa de nosotras, las mujeres.

Tantos años servimos a los hombres para cocinar y auparlos para alcanzar sus objetivos, que ahora se me hace insoportable la absoluta manipulación que, con fines arribistas y para alcanzar el poder, se hace de la mujer. Y aquí englobo a algunos, algunas, todos, todas y todes, la izquierda y la derecha. Porque miren a su alrededor, miren las estadísticas y miren el día a día de miles de mujeres. ¡Hay tanto por hacer!

La dedicación como abogada al derecho de familia te convierte en espectadora privilegiada de los cambios sociales, y de la forma en que afectan a la mujer. Como abogada y como mujer, me pregunto constantemente cómo es posible que, con la profusión legislativa que tenemos, con leyes de hondísimo calado para proteger a la mujer, con la aparente concienciación social, con más de cuarenta años de democracia, con la existencia y proliferación constante de movimientos y asociaciones, no exista una traducción práctica.

En el día a día, en el gesto, en lo esencial, en lo cotidiano, la evolución, el cambio, no se percibe, y no sólo en España, creo que en Europa y algún que otro continente está igual o peor. La secretaria de Estado para la Igualdad francesa, Marlene Schappa, anunció el pasado verano la aprobación por la Asamblea Nacional Francesa de una Ley que, a partir de otoño, multaría la “ofensa sexista”. Una normativa elaborada en plena oleada del movimiento feminista Me Too, y que, en palabras de la política francesa, pretende no sólo endurecer la respuesta legal a la violencia contra las mujeres, sino también cambiar la mentalidad de la sociedad.

Con esta ley, Francia pretende terminar con el “fatalismo” que siempre ha regido el debate de la violencia contra las mujeres, transformando esta lucha en un auténtico combate cultural en el que debe participar toda la sociedad. Estaba terminando la lectura de este proyecto legislativo francés, tumbada en la playa, cuando me interrumpe el ruido de un mensaje en un móvil que proviene de la familia que disfruta del día de playa a mi derecha, una pareja de 50 años con dos hijas adolescentes. El marido le pregunta a la mujer que quién le ha escrito al verla sonreír, y ella lee el mensaje, un compañero con el que ha participado en un trabajo puntual la felicita por su profesionalidad; el padre pregunta que quién es el compañero, y la hija responde: “Alguien que querrá tirársela”. La madre, ante el más que impertinente comentario de su hija, se ve obligada a dar una explicación, y se excusa con una diferencia de edad de más de 20 años que la separan del compañero.

Acto seguido miro al frente, y un padre anima a su hijo de no más de diez años a hacer fotos a una guapísima chica que pasea en bikini por la orilla, la madre lo encuentra gracioso sentada en la toalla. Al día siguiente, un señor le comenta a su acompañante, al ver una foto de María Teresa Fernández de La Vega en el periódico: “Esta mujer tenía que estar encerrada en una jaula”. Asisto por la noche a una cena donde la conversación gira en torno al lenguaje corporal y la forma de vestir de las mujeres. Los hombres hacen una directa traducción: escote igual a provocación, pero la situación les gusta, y algunas de las mujeres –esto más increíble aún– opinan que ciertos escotes se lucen a conciencia. No sé si estas personas, cuando pasan por una obra en verano, en la que algún trabajador –para soportar los 40 grados– se ha quitado la camisa, piensa que lo hace a conciencia, piensa que es porque tiene calor, piensa que es porque le da la gana, o sencillamente no piensa nada, que es lo más sano. Dejar de calificar a los demás, porque cuando lo hacemos, es porque nos sentimos seres superiores.

Y entonces me viene a la mente el llamamiento que hace Francia al combate cultural, y la sensación de que, con todo lo que se ha hecho, falta aún todo por hacer. Falta la gran revolución cultural y educativa desde la escuela, se hace necesario elevar el problema que sufre nuestra sociedad a la categoría que se merece, esto no es ya una lucha contra el machismo y a favor del feminismo, estamos ante una cuestión de orden público, estamos ante lo que tiene que ser la defensa, no de uno de los principios esenciales, sino el más importante después del derecho a la vida, el principio de igualdad. Y es aquí donde nuestra sociedad no evoluciona, de forma que la profusión legislativa es y seguirá siendo inútil, hasta que este principio, la igualdad, no cale en la sociedad y lo haga de una forma tan rotunda y palpable, que cualquier menosprecio a la igualdad sea concebido como una auténtica aberración. Así como el racismo es hoy, en su versión moderna, clasismo, hay una parte de la sociedad a la que le molesta tremendamente el salto que los subsaharianos hacen a nuestro país, y aboga a favor de la devolución en caliente, pero que estarían encantados de recibir en su casa a comer a la familia Obama; el machismo no es otra cosa que el desprecio a otro ser humano, a otra persona de la que uno no se siente igual, se siente distinto y por supuesto superior.

 

El gran combate cultural tiene que ir precedido por la humanización. La batalla por la igualdad hay que elevarla de rango, hay que hablar de protección de derechos humanos. Claro está que esta revolución cultural pendiente ha de hacerse desde la base. Las escuelas y la familia son los nidos donde nuestros hijos tienen que educarse y formarse, debe existir una traducción en nuestras instrucciones, de forma que existen órganos o instituciones que mejoran cualitativamente con una composición paritaria.

La apuesta por una participación equilibrada de los distintos sexos en las instituciones tiene beneficios constatados. Pese a ello, nos perdemos discutiendo en el debate “cuota femenina si, cuota femenina no”, cuando los que alientan esta polémica, bajo la defensa de la elección de los mejores, suelen encubrir deseos absolutamente endogámicos. Y algo peor: presuponer que esa cuota va a ser cubierta por personas menos capacitadas que ellos, por mujeres que no son iguales a ellos y que son, en definitiva, peores que ellos.

Sin ir más lejos, en una materia como el derecho de familia, sorprende que no exista una participación más paritaria en los organismos que resuelven en esta materia. La Sala Primera del Tribunal Supremo, encargada de unificar toda la doctrina en un ámbito de tan marcada trascendencia social como es el derecho de familia, de los diez magistrados que la integran, sólo hay una mujer, de forma que, funcionando como órgano colegiado, la mayoría de las resoluciones judiciales se dictan bajo la interpretación que el prisma masculino proporciona.

En cualquier caso, seguimos hablando de igualdad y reivindicando este derecho en el siglo XXI. La igualdad entre seres humanos, por encima de cualquier hecho diferenciador. La igualdad elevada a la máxima categoría dentro de los derechos humanos, como forma de erradicar el sufrimiento inútil que produce el hecho de que unos seres, o un sexo, se sientan superiores a otro. La igualdad, como forma también de eliminar el sufrimiento que históricamente se le ha infligido a los que son diferentes. Y también, por qué no, la igualdad en femenino, porque es así como yo la siento.

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