A pesar de que mi familia nunca llegó a sospechar nada, yo estuve en San Petersburgo gran parte de mi último año en el colegio. En aquel entonces yo formaba parte de una de las últimas promociones de la EGB, y tal y como marcaba la ley, mis compañeros y yo debíamos tener nuestro primer contacto con la Historia Contemporánea, una materia que -aún ignoraba-, iba a acabar marcando toda mi vida profesional. He de reconocer que lo mío con aquella asignatura fue amor a primera vista, y ya antes de empezar las clases había quedado fascinado de ella. La culpa en gran parte la tuvo sin duda el que el libro de texto de Sociales no podía haber estado más logrado. Era un libro de la editorial Vicens Vives, de color verde y con un ferrocarril en la portada que simbolizaba la importancia que iba a tener en el temario la Revolución Industrial. También recuerdo que era tan grande que hoy mis alumnos del curso equivalente se habrían quedado escandalizados sólo con verlo. Entre sus páginas, centenares de ilustraciones, textos y personajes nos sumergían en las guerras, descubrimientos y revoluciones que habían acabado determinando nuestra vida, y que habían hecho que en ese momento estuviésemos en un colegio estudiando, en vez de haciendo cualquiera sabe qué otra cosa. Ojear el libro de Sociales se convirtió en una actividad cotidiana para mí, en una especie de pasatiempo que me divertía en esa edad en la que todo aburre con demasiada facilidad.

En la introducción del tema correspondiente a la Revolución Soviética había una pintura representando el asalto al Palacio de Invierno de Petrogrado que muy pronto llamó mi atención. Tanto me impactó, que en ese curso seguramente pude haber pasado horas, y quién sabe si días enteros, perdidos en aquel cuadro. En él, se veía cómo decenas – ¿o quizá centenares?- de personas que yo identificaba como fuertes y valientes obreros rusos, se dirigían a la carrera a tomar el Palacio que se había convertido en sede del Gobierno Provisional. Aquel Gobierno traidor no había sabido satisfacer las necesidades del pueblo; un pueblo hambriento que ansiaba pan, paz y tierra, y que había llegado al límite, y que por eso mismo había decidido perder el miedo ese día, para demostrar al mundo que sí que era posible romper las cadenas que nos ataban a la explotación. Iluminados por el fuego y dirigidos por la ira, esos hombres me parecían la representación más avanzada de una humanidad, que había despertado por fin para inaugurar un nuevo periodo de su historia. Tanto me entregué a la contemplación de cada detalle de la pintura, que ese año pillé hasta una pulmonía, que yo atribuí sin dudarlo al haber estado tanto tiempo abstraído en el frío noviembre ruso.

Casi sin darme cuenta, me encontré dibujando en el cuaderno hoces y martillos rudimentarios, mientras soñaba despierto con el cañonazo del crucero Aurora que informaba del comienzo de la Revolución. Por mi mente se cruzaban con frecuencia los anónimos marinos del Kronstadt y de la Guardia Roja, pero también personajes célebres como el cruel  Zar Nicolás II, el fariseo Kerenski, el menchevique converso Trotsky, la genial Aleksandra Kollontái, Stalin, Zinoviev, Kornilov… y Lenin. Sobre todo pensaba en Lenin del que, aunque entonces poco o nada sabía de su pensamiento, sabía que era indiscutiblemente el artífice de aquella gloriosa gesta que me obsesionaba. Así, sin querer, es como empecé a hacerme comunista de la manera más ortodoxa que se pudiera imaginar, y apenas un año después, con catorce años todavía, solicitaba mi ingreso en las Juventudes Comunistas de Andalucía.

La casualidad quiso que la primera actividad de la que tomé parte como militante fuese salir a hacer pintadas para conmemorar el ochenta aniversario de la Revolución que me había llevado hasta allí. Una noche que jamás olvidaré, los militantes sevillanos nos dividimos en pequeños grupos para dejar grabado en las paredes y muros de la ciudad nuestro homenaje al Octubre Rojo, en una acción completamente inútil, que sin embargo a mí me pareció en ese momento vital para el futuro de la clase obrera. Una vez pasada la emoción de “la primera vez”, algo llamó mi atención respecto a aquella efemérides tan pobremente celebrada, y es que no entendía cómo unas sencillas pintadas era lo único que se iba a hacer para celebrar tan magnífico acontecimiento… y eso hablando de las Juventudes, porque el Partido no hizo absolutamente nada.

En muy poco tiempo descubrí que a los comunistas se les había caído el muro de Berlín encima. Las hoces y martillos se escondían o quedaban relegadas a las sedes o la fiesta anual del PCE en la Casa de Campo. El carrillismo, tan profundamente antisoviético, ya había hecho un trabajo previo en ese sentido, y aunque supuestamente el Eurocomunismo había sido vencido, su metástasis continuó. No había elegido un buen momento para hacerme comunista desde luego. Los leninistas éramos repudiados  incluso en el partido que se fundó para seguir a Lenin, al que sólo se le permitía aparecer de manera folclórica en momentos muy puntuales. El postmodernismo se empezó a hacer fuerte, y encima el sistema parecía funcionar gracias al espejismo del crecimiento económico que vivimos en los primeros años del nuevo siglo. A la izquierda transformadora sólo le quedaba reconocer que la Guerra Fría había acabado, y que debíamos adaptarnos a los nuevos tiempos. Fukuyama nos hizo creer que la Historia había llegado a su fin y que el capitalismo era inevitable y perfecto. Pero no fue así.

Tras los años de desarme ideológico que sobrevinieron a la caída de la Unión Soviética, el sistema colapsó, y cuando eso ocurrió supimos que no teníamos manera de hacerle frente. Algunos incrédulos desempolvaron los libros de los clásicos del marxismo que dormían en aburridas estanterías, y se dieron cuenta de que la profecía se estaba cumpliendo. Así, descubrieron que el capitalismo es un sistema insostenible y condenado a desaparecer por sus propias contradicciones, pero no iba a caer solo, y antes de hacerlo se iba a llevar todo lo que pudiese por delante. Los platos rotos de la crisis los iban a pagar los trabajadores y las mal llamadas clases medias, que iban a ver cómo se deshacían los restos de un estado del bienestar que en realidad nunca tuvo otro sentido que el de hacer frente a la URSS. Ahora, desarmada y cautiva, la izquierda real que había asumido el discurso del enemigo. No eran necesarias concesiones que limitasen los beneficios del sistema, y por eso se podían poner en cuestión salud, educación, pensiones… Todo aquello que nos pareció llovido del cielo, pero que en realidad fue cedido por miedo a que un día tomásemos el poder.

Pero por muy débil que llegasen a parecer las bases que sustentaban el sistema, más débiles aún fueron las respuestas. Nadie cuestionó el capitalismo ni mucho menos estaba dispuesto a sustituirlo. La clase trabajadora explotaba frecuentemente en movimientos de rabia casi espontáneos, pero ni ella ni los partidos o sindicatos de izquierda se atrevieron a poner en cuestión el sistema. Como mucho, sólo se pedía volver a la añorada socialdemocracia, siendo inconscientes de que aquello era imposible ya que no formaba parte del plan del capitalismo, y sólo se llegó a ella en un momento determinado por miedo a que pudiésemos ganar. Pero ahora no nos temen porque ni siquiera nosotros pensamos en ganar. La izquierda está perdida. Olvidando las lecciones de Octubre de 1917 se ha convertido al menchevismo y tan sólo quiere conseguir alguna mejora, pero cediendo el poder a los mismos que nos han llevado a esta situación. ¡Pero cómo vamos a cambiar algo si no somos valientes y empezamos a señalar al enemigo!

La situación no es esperanzadora. La izquierda socialdemócrata sigue empeñada en salvar al sistema, aunque en algunos casos sea a costa de su propia desaparición. Mientras, la izquierda comunista, todavía sigue en una lucha interna por superar el debate de las dos almas que la componen desde los tiempos de Carrillo, y que al final se manifiestan en la interposición de un discurso rupturista con unas prácticas reformistas. Y así, mientras el secretario general del PCE empieza a hablar en algunos ámbitos de la necesidad de construir un partido leninista, a la vez incumple los acuerdos de su propio Congreso apostando por la reforma de una Unión Europea que ya ha demostrado no ser más que un instrumento de dominación… Y eso por no hablar del papelón que jugaron algunos en Andalucía, aprobando recortes mientras cínicamente se llamaba a la resistencia al capital. Lo que se dice llamar idiota a la gente a la cara vamos.

Ahora que nos acercamos al centenario de la Revolución, creo que empezar a analizar lo sucedido en Rusia debería ser una tarea obligada para todo aquel que se plantee luchar por una alternativa al capitalismo. Si una utilidad práctica tiene la Historia, es  precisamente aprender de los sucesos del pasado, y las enseñanzas que se pueden sacar de la Revolución Rusa en los tiempos que corren son de vital importancia. Guardando las diferencias históricas, hoy se dan ciertos paralelismo con las circunstancias objetivas que se dieron en Rusia 1917, pero a diferencia de lo que ocurrió allí, el descontento social ahora no es capaz de ser dirigido a ningún fin. La izquierda debe tomar el papel que le corresponde en esta lucha, y ser consciente de que no hay cambio posible en este sistema, un sistema que ya no está dispuesto a hacer concesiones, y que es capaz de todo para que una plutocracia siga ganando lo máximo posible en el menor tiempo. Como Lenin en abril de 1917, deberíamos empezar a pensar que la derrota del capitalismo no sólo es posible sino necesaria, pero para ello habrá que empezar a dar respuesta a las necesidades de la gente. Una gente que se está viendo huérfana de referentes políticos, y que así puede ser fácilmente víctima de quedar atrapada por el fascismo como única alternativa a su situación. Esperemos que antes de que eso ocurra, hayamos despertado aprendiendo de las experiencias del Octubre Rojo.

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Docente en educación secundaria e historiador. Especialista en historia del movimiento obrero andaluz. Es autor de numerosos artículos de investigación y ha publicado las monografías históricas José Díaz, una vida en lucha (Almuzara, 2013); ¿De qué se nos acusa? (Utopía Libros, 2014); y La lucha por la unidad (Utopía Libros, 2015), además de la novela "En el panel derecho de El jardín de las delicias" (Leibros, 2017) El autor escribe habitualmente en prensa escrita y digital y ha colaborado en medios como Viva Sevilla, Cuarto Poder, El Correo de Andalucía, Infolibre, Tercera Información o eldiario.es. Actualmente es jefe de opinión de El Común.

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