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Empatía, política y juzgados

Carles Castillo Rosique
Carles Castillo Rosique
Diputado del PSC
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análisis

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Próximos los días en que se celebre la vista que juzgará a miembros del anterior gobierno de la Generalitat, de la mesa del Parlament y a dos destacados miembros de la sociedad civil, se me viene a la cabeza esta palabra -empatía-.

Hay términos que parecen ponerse de moda. Los leemos y escuchamos por todas partes: resiliencia, asertividad, sororidad

Empatía no es tan novedosa como las voces reseñadas pero tampoco ha estado ahí siempre. No recuerdo ni una sola ocasión en que ese término se haya deslizado en esa imagen de nuestra propia vida que es el cine, más allá de los últimos, digamos, diez años. Ningún protagonista cinematográfico de nuestra juventud decía ser empático. Quizá sí lo era pero nunca se ponía nombre al concepto.

Llevo veinticinco años en el PSC. Es difícil poner un lema que resuma la actitud de tantos años de militancia. Sé de más de cuatro que destilarían sus años de activismo partidista en la palabra «lucha». Es encomiable. Aquel célebre poema de Bertold Brecht acababa diciendo que «los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles». Admiro sinceramente a quienes compendian su trabajo como una forma de lucha constante en aras de lograr un mundo más justo. Pero en mi caso concreto debo decir que no entiendo ningún tipo de lucha política sin empatía, pues creo que es la clave de nuestras relaciones humanas.

El hecho de militar en el PSC ­–y antes en la JSC­– tiene mucho que ver con la empatía. Como me explicó una vez un señalado militante, «el PSC nació para que no hubiera que elegir entre papá y mamá; entre un sentimiento de pertenencia y otro. Para compatibilizar ambos.» ¿No es eso también una expresión de empatía? ¿ser capaz de sentir ambos a la vez? Sentimientos concéntricos y yuxtapuestos de pertenencia. Esa es la realidad de una parte todavía importante de Catalunya. Y empatía es lo que necesitamos, ponerse en el lugar del otro, intentar saber por qué defiende lo que defiende y no otras cosas, ¡jamás despreciar la opinión del cincuenta por ciento de la población! Y menos decir que son un cáncer.

Eso, lógicamente, no significa ni mucho menos estar de acuerdo con todo el mundo. Y el respeto por el punto de vista del prójimo siempre ha de sobreentenderse, pero no es suficiente, también hemos de esforzarnos por entender.

Echo en falta en la política catalana esa empatía, esa voluntad de intentar entenderse con el contrario. Asumir que, incluso desde la discrepancia más absoluta, ¡el otro también cree que sus propuestas son lo mejor para Catalunya!

Quizá esto se ve mejor si trasladamos esta idea a las relaciones personales. Tratar como a apestados, como se ha reivindicado desde distintos sectores, a los presos y las presas, a quienes hasta hace unos meses eran nuestros compañeros y compañeras de Parlament, Govern o sociedad civil aporta poco a la imprescindible normalización de nuestra realidad política.

Mucha tinta (y mucha bilis) se vertió a propósito de mi visita a Estremera, realizada, lo dije muchas veces, en términos estrictamente personales. Luego ha habido más visitas de otras personas, también de mi partido. Esto siempre es así. No me duelen las pedradas que me cayeron, desde todas partes, si aquel ejercicio de algo que no era sino empatía ha servido para que otras personas, de manera natural, hayan seguido esa misma senda.

Mantener una postura de acercamiento y entendimiento con aquel que no opina como uno mismo siempre aporta más que el encastillamiento en la propia trinchera. La empatía, en el fondo, no es una actitud moral sino práctica: es más útil para arreglar las cosas.

Por ejemplo, cuando una compañera, emocionada, te explica en sede parlamentaria una experiencia traumática de acoso sexual, no reclamo ni tan solo una actitud feminista ante tal situación… solo empatía…

Y hablando de feminismo, en esta especie de ceremonia de la confusión que vamos sufriendo y que tendrá su punto álgido en la próxima vista, reclamo y me reclamo especial empatía hacia dos personas, hacia dos mujeres: Carmen Forcadell, encarcelada en Mas d’Enric, y Dolors Bassa, presa en Puig de les Basses. Cuando se escriben estas líneas, ya en Madrid a la espera de juicio.

La expresidenta del Parlament y la exconsellera de Trabajo sufren la doble pena que supone ser presas y mujeres. Ambas, además, han debido escoger cárceles lejanas a sus domicilios para poder disponer de algo tan elemental como una celda o una ducha individual. A diferencia de sus compañeros hombres, clasificados en módulos según tipo de preso, han compartido espacios comunes con narcotraficantes, asesinas o ladronas. Sé a ambas mujeres fuertes y que serán valoradas por sus compañeras pero esto no era necesario.

¡Empatía!

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