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Elogio del candil

Braulio Llamero
Braulio Llamero
Escritor. Su última novela, recién publicada, “Lo que nunca se contó de Artemio”. Su último libro para niños, “¿Puedo borrarme de vampiro?”. También es periodista y ha trabajado en medios locales y regionales de radio, prensa y televisión. Fue columnista diario durante décadas en La Opinión de Zamora (donde también fue director) y Tribuna de Salamanca, entre otros. Más información en www.brauliollamero.com
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análisis

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Me fui hace un mes hablando de la luz y cuando regreso me parece imprescindible seguir hablando de la luz. Es poderosa la sensación creciente de que muchas familias están teniendo que elegir entre comer y encender velas, o no comer y usar la electricidad. Una necesidad básica e imprescindible se ha transformado en artículo de lujo. ¿En serio?

Voy teniendo una edad. Más de la que me gustaría. Y recuerdo que mis padres se criaron sin luz eléctrica. Se calentaban con el fuego, se alumbraban con velas y candelas. Hasta que el invento empezó a llegar a los pueblos. Y de pronto tuvieron una bombilla, una sola, que cagaban las moscas sin parar, no sé por qué. A esa primera  bombilla de la cocina (aún no se había inventado el salón o sala de estar; ni el retrete, por cierto; ni tampoco la basura: todo era aprovechable); a esa primera bombilla, decía, no tardó en añadirse otra, en la cuadra, para los animales, parte imprescindible de las familias campesinas.

Poco a poco, se fueron añadiendo más y empezaron a inventar aparatos que se enchufaban a la electricidad. En los pueblos se miraba con desconfianza todo eso.

-La leña está en la campo y es nuestra. Esta luz a saberse de dónde viene y cuánto nos acabará costando cuando nos acostumbremos.

La radio y la tele fueron los aparatos, luz aparte, que más hicieron por popularizar la energía eléctrica en los pueblos. Las cocinas eléctricas, en cambio, nunca se aceptaron. La gente siguió con su fuego y sus lumbres bajas de chimenea ancha. Y algunos, los más modernos o acomodados, acabaron poniendo cocinas de gas. Pero nunca, ni mis padres, ni la gente del campo en general, se fiaron demasiado del milagro aparente de la luz que llegaba, decían, de inventos ajenos a su comprensión.

-La luz igual que vino se puede ir. Mejor no tirar leña, velas ni candiles. No hay que fiarse de lo que llega sin saber de dónde o de quién.

Y algo de esa desconfianza he heredado yo, pese a huir del pueblo cuando aún vestía pantalón corto. De hecho, en mi casa guardo un viejo candil. No es que piense usarlo, ni me veo capaz. Pero me gustar mirarlo y recordar que no hace tanto eso era la luz más potente que tenían en mi lugar de origen. Bueno, pues va llegando lo que temían aquellos pioneros de la primeras y débiles bombillas. Ahora que nos tienen atrapados, con todo conectado a la electricidad, incapaces de vivir sin ella, han empezado a apretar y apretar. Y como quienes deberían defender a los más frente a los menos se declaran incapaces, cunde la desesperación. ¿Comemos o nos alumbramos? ¿Vivimos o vemos la TV?

Creo recordar que la revolución francesa arrancó por la insoportable subida del pan. Y con eso lo digo todo y no digo más.

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