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Elizabeth Strout y el último rincón del alma humana

La escritora estadounidense explora en ‘Ay, William’ la búsqueda de la identidad de nuestros seres queridos más cercanos gracias a la exploración de nuestros ascendentes directos

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análisis

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El escritor con mayúsculas trasciende verdaderamente cuando hay personajes novelescos que se elevan por encima de las páginas de los libros y se nos quedan adosados a la parte última de la corteza emocional del cerebro sin poder despegarnos de ellos. La escritora estadounidense Elizabeth Strout (Portland, Maine, 1956) lo ha conseguido sin duda por partida doble, con dos mujeres de armas tomar y carnes de diván que nos enamoran y emocionan. En primer lugar, Olive Kitteridge, que llegó incluso a saltar a la televisión en una miniserie memorable protagonizada por la oscarizada Frances McDormand. Y esta que nos ocupa en la última novela de Strout, Lucy Burton, llevada a las tablas del teatro.

La autora de obras como Los hermanos Burgess, Me llamo Lucy Burton o Todo es posible vuelve a rescatar en Ay, William a la escritora consagrada Lucy Burton, residente en Nueva York y nacida en el seno de una familia pobre de la América profunda. Y lo hace para llevarnos en primera persona hacia la relación que mantuvo, y mantiene, con su ex marido William Gerhardt. Strout no se queda en el intento de reflejar qué quedó de aquel matrimonio roto por mil y un motivos además de las infidelidades de él, sino que lleva al lector con un mimo detallista a adentrarse en el modo en que nuestros padres marcan nuestros destinos desde muy pronto, desde la infancia. Pero no sólo ellos y sus actos son los que nos modelan para la posteridad. También el entorno en el que crecemos nos sirve de abono fundamental para crecer de un determinado modo u otro.

Trayectorias entrecruzadas

Los seguidores de Strout saben que la escritora estadounidense es única en su capacidad de entrecruzar trayectorias vitales de sus diferentes personajes a través de sus sucesivas novelas, ya sean dotándolos del protagonismo o simplemente con un papel secundario según donde ponga el foco en cada ocasión. Así, aquí es William, el ex marido de Lucy Burton, con quien ha tenido dos hijas, el que la llama para que lo ayude a desvelar un misterio familiar que no deja de rondarle la cabeza tras sufrir varios ataques nocturnos de pánico.

Ambos vienen de sufrir separaciones traumáticas de sus últimas parejas: él, parasitólogo frustrado, es abandonado por su actual mujer; ella, escritora de éxito, ha enviudado recientemente. Los dos protagonizan una majestuosa road novelque los llevará por distintos enclaves del Estados Unidos más profundo que sólo un puñado de escritores sabe plasmar en toda su dimensión sin caer en los consabidos lugares comunes que sólo retratan una América de cartón piedra. Elizabeth Strout es indudablemente uno de ellos, porque su hiperrealismo literario se recrea con precisión de entomóloga en los pequeños detalles que dan la dimensión de lo que somos en su totalidad.

Strout lleva al lector con un mimo detallista a adentrarse en el modo en que nuestros padres marcan nuestros destinos desde muy pronto, desde la infancia

En ese periplo por distintos enclaves en demolición verán de qué manera la madre de William, Catherine, es a priori el origen de todos sus desvelos y pesadillas, aunque la novela trasciende mucho más allá hacia una temática superior: la capacidad del ser humano para ser un desconocido para el propio ser humano, aunque mantenga vínculos familiares supuestamente inquebrantables. Lucy Burton llega a decir: “Pero cuando pienso: ¡Ay, William!, ¿no quiero decir también: ¡Ay, Lucy!

”No quiero decir: ¡Ay, todo el mundo, ay, todos en este ancho mundo!? Porque no conocemos a nadie, ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos”, concluye. “Puede que esto sea lo único en el mundo que sé que es cierto”, concluye Lucy. 

Y de todo ello va Ay, William, de esos lugares insondables de nuestro pasado que nos han hecho mirarnos al espejo y descubrir un buen día que estamos ante un completo desconocido y necesitamos ayuda urgente para desvelar el misterio. Y, claro está, recurrimos siempre a los seres queridos, que son realmente quienes más nos conocen… O desconocen.

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