El encargo era claro: ante todo, un vestido que se ajustase tanto, que a la vista pareciera concebido únicamente para forrar al vacío las carnes de la señora. Un vestido de noche, recortado de muslo, de sisa y de manga; recortado en un friolero ventanal –era para un cotillón de fin de año– a todo lo ancho de la espalda; un uniforme anticrisis para encontrar amante, con carácter urgente. De guarrona, se decía Manuela mientras enhebraba torpe sus nervios. Que me pilla el toro, resoplaba, porque debía rematar aquello antes de irse, en el treinta y dos, camino de Aluche.

Y ya daban las ocho en punto.

La señora no se lo tendría en cuenta a final de mes, ni aunque pescara aquella noche al propio Antoñito Banderas. Porque la señora era supernumeraria de la hermandad del puño cerrado. De las de toda la vida. De modo que Manuela desatinaba la hebra, sin remedio. Por eso y por la rabia y la envidia y la prisa y las ganas de tirar ya para ese condenado autobús, que le iban a cerrar no sólo ya el supermercado, sino hasta el chino de enfrente. Para colmo, en casa, tenían a la suegra.

Y es que a la señora le había dado aquella mañana por meterse a diseñadora de modas, precisamente ahora, haciendo que Manuela se ocupara así de todo el patronaje, sólo porque una vez le oyó decir que tenía una Singer, y que sabía un poco de dobladillos y de coser botones, y hasta que se zurcía las medias con laca de uñas. Manuela, pero qué bocaza tienes, se repetía.

A los veinte minutos paró la máquina. Abrió la cajita redonda, de metal azulón, y se echó una galleta al gaznate. De las inglesas, se dijo, que se joda. Luego miró un rato al camastro. Aquél en que había vivido los tiempos en que la señora, aún sin enviudar, la reclamaba como interna. Pero esos tiempos fueron peores, no le cabía duda. Porque aunque el señor pagara menos remolón y más generosamente, una criada interna en casa ajena es como un guante perdido. Da igual si se es joven y soltera. La cosa no compensa.

La señora volvió entonces, escrutándola por la claraboya como un alférez antes de empujar la puerta.

–¿Qué nos queda?

–Una migaja. Coser bien esta cremallera y luego ya cruzar los dedos.

–¡Qué poca fe, Manuela!

La señora se persignó entonces, antes de ponerse en cueros, haciendo de la ropa un ovillo sobre el camastro. Se enfundó el vestido por la cabeza, tras apurar el carril de la cremallera. Y así se retorció de sofoco, la señora, aunque a pasitos lo fue ganando. Manuela sonrió entonces, pasmada con los lunares (rojos-pardos-negros) que tenía la señora salpicados en una constelación de cachas. Luego, entre las dos, subieron la cremallera a paso de hormiga; al paso exacto de una hormiga que trepara por una barrica. Pero al final lo consiguieron.

Después, la señora se desfiló el pasillo entero. Aunque se vencía un tanto a la derecha, logró llegar sin volcarse al espejo del fondo. Y así, cuando hacía ya el camino de vuelta –vencida ahora a la izquierda­– recriminó la poca fe de Manuela.

–Luego dirás que no te lo dije. Aún podías ajustarlo otro poco –y mirando a su dibujo, sentenció–: “yo creo que lo he bordado”.

Manuela se encogió de hombros, empezó a recoger sus cosas y pensaba ya en el treinta y dos, y en sus rostros de siempre, tal vez por no pensar durante un rato en la suegra. Sin embargo, a pesar de que ya estaba en la puerta con el bolso y el abrigo dispuestos, le acabaron por cerrar el supermercado y hasta el chino de enfrente.

Porque la señora –en fin–, la señora es mucha señora.

 

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