El trumpismo arraiga hasta en el último pueblo de Murcia

El asalto al Ayuntamiento de Lorca demuestra que las ideas que propaga la ultraderecha tienen nefastas consecuencias para la convivencia

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Los asaltantes entran por la fuerza en el Ayuntamiento de Lorca, en Murcia.
Los asaltantes entran por la fuerza en el Ayuntamiento de Lorca, en Murcia.

Hace tiempo que venimos advirtiendo de que Murcia se está trumpizando hasta límites peligrosos. ¿Qué quiere decir esto? Pues que en la sociedad murciana ha calado una suerte de corriente ideológica radical mezcla de ciego patriotismo españolista, victimismo contra el establishment, confusión entre cultura y tradición (no es lo mismo, por eso hay más corridas de toros que bibliotecas), orgullo panocho (Murcia first), defensa de las esencias patrias y rechazo visceral a la izquierda podemita, que suele identificarse con el enemigo a batir y con el independentismo catalán en un preocupante retorno del guerracivilismo que parecía felizmente superado. Todo ello bien aderezado con el bulo y el odio debidamente propagados a diario por las redes sociales controladas por la extrema derecha local. Trumpismo a calzón quitado, o sea.  

Tal batiburrillo político demagógico populista ha cautivado a no pocos murcianos, tal como estamos viendo estos días con el delirante asalto al Ayuntamiento de Lorca protagonizado por un grupo de fanáticos ganaderos a los que alguien convenció de que formaban parte de una especie de grupo salvaje de irredentos vaqueros a las órdenes de un John Wayne de turno dispuesto a expulsar de sus tierras a los malvados pieles rojas sanchistas. Lo fácil sería atribuir el mal de la violencia ultra murciana a la influencia de las películas baratas del Oeste que la televisión de la caverna da a tragar a sus espectadores casi a diario, a los telediarios manipulados por las cadenas locales al servicio del régimen o a la irrupción en política del partido emergente Vox. Pero eso sería faltar a la verdad, ya que la cosa viene de lejos. De mucho más lejos.

Durante décadas de gobiernos del PP se ha ido creando en Murcia un ambiente extraño, antinatural, hostil. Se ha fomentado la perniciosa creencia de que el PSOE y otros partidos de izquierdas trabajan en la sombra para arruinar a la Región, algo absurdo y estúpido por otra parte, ya que ningún político gana nada sumiendo a su propio pueblo en la miseria. Recuérdese, por ejemplo, cómo los gobiernos de Valcárcel declararon la guerra del agua a los socialistas (en defensa del trasvase Tajo-Segura) y cómo fletaron decenas de autocares repletos de regantes enfurecidos a los que enviaban a ruidosas manifestaciones en Madrid. “Agua para todos”, ese fue el lema surrealista que se propagó como la pólvora desde Yecla hasta Águilas, desde Caravaca de la Cruz hasta La Manga del Mar Menor. Les dijeron a los murcianos que Zapatero quería robarles el líquido elemento vital para la vida, esquilmar sus tierras, arruinar sus cultivos. Se llegó a decir que el PSOE quería matar de sed a las buenas gentes de Murcia. En definitiva, se convenció a la opinión pública de que la izquierda española era radical y visceralmente antimurciana. Al final, buena parte de la ciudadanía terminó por tragarse el cuento, la propaganda goebelsiana germinó e hizo crecer la semilla del odio en pueblos como Lorca que siempre fueron ejemplo de crisol de culturas, de paisanaje noble y alegre, de cultura milenaria y de convivencia pacífica.

Obviamente, toda esa bazofia de discurso victimista, falaz y manipulador de la realidad y del pueblo, propagado durante décadas por un régimen omnímodo labrado en sucesivas mayorías absolutas que lo controlaban todo –desde las instituciones a los medios de comunicación amaestrados con jugosas subvenciones–, no podía caer en saco roto. Y de aquellos polvos hídricos, estos lodos granjeros. La violencia política o social no surge de la noche a la mañana, tiene un proceso, una dialéctica histórica, una causa. Hoy podemos decir que los vientos delirantes de antaño sembrados por el PP han cuajado en una fuerte tempestad.

La bomba de Murcia tenía que estallar en algún momento y así ha sido. Solo faltaba el combustible que hiciera carburar el motor del odio puesto a punto por el PP desde hace años. Esa chispa la proporciona Vox, la sucursal de Trump en España. El partido de Santiago Abascal ha adelantado por la derecha al PP en sus postulados políticos y eso que parecía imposible ir más allá en el reaccionarismo ultra. Los voxistas han reducido a los populares a la categoría de hermanitas de la caridad en asuntos como la defensa de las tradiciones nacionales, el pin parental en las escuelas, la xenofobia, la batalla cultural contra el feminismo y el odio al rojo. El harakiri definitivo del PP murciano ha venido de la mano del actual presidente popular, Fernando López Miras, que no ha dudado en abrir las puertas de las instituciones a Vox para pactar con ellos. Invitar a los ultras a los salones del poder ha sido tanto como meter el Caballo de Troya en casa. Un suicidio a largo plazo para el Partido Popular, ya que la historia nos enseña que una vez que el fascismo se ha instalado en el sistema, anida, arraiga, desplaza al conservadurismo tradicional y ya es imposible sacarlo de ahí.

Lo que ha pasado en el Ayuntamiento de Lorca no es sino puro trumpismo hirviendo en las cabezas de la gente. Totalitarismo, manipulación, desinformación, bulo y sentimientos antidemocráticos ocultos bajo el falso disfraz de patriota. ¿Quién agitó a toda esa masa? PP y Vox deberían dar muchas explicaciones sobre las consignas que vienen lanzando últimamente y los discursos peligrosos que promueven. En Estados Unidos el odio cristalizó en el asalto al Capitolio. En un pueblo de Murcia acaba con un furibundo ataque contra el ayuntamiento.

Pedro Giner, un quesero de Lorca, confiesa en una cadena de televisión cómo vivió el triste episodio: “Fui allí desinformado, nos dijeron cosas que no coincidían con la realidad”. Esa manipulación de todo un gremio profesional explicaría la presencia de agitadores que nada tenían que ver con la ganadería y la presencia de otros misteriosos personajes, como el uniformado con casaca militar que al más puro estilo de los Proud Boys de Trump hizo las veces de líder abriendo paso a los asaltantes, entre los agentes de policía, en las escaleras de la casa municipal. Un tipo que seguramente no había visto una vaca, una oveja o un cerdo en su vida. Un animador friqui de la esperpéntica revolución libertaria ultraderechista que recuerda mucho al “chamán de QAnon”, aquel tipo que, semidesnudo, coronado con unos cuernos de bisonte y con la cara pintarrajeada, lideró a las horas trumpistas que tomaron el Congreso estadounidense el fatídico el 6 de enero de 2021. La misma mirada fanatizada, parecida indumentaria de carnaval, calcada irracionalidad primitiva. Hay quien ha definido el asalto al consistorio lorquino como “una estampida de búfalos”. Eso es precisamente la ultraderecha antisistema: una manada (de macrogranja o de la otra) que embiste violentamente en lugar de emplear medios pacíficos, civilizados y democráticos para resolver problemas. Ya lo dijo Mark Twain: “La guerra es lo que ocurre cuando fracasa el lenguaje”.

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