Alberto Rodríguez tenía todas las papeletas para ser el siguiente en la imparable caza de brujas de Casado, Vox e Inda contra los diputados de Unidas Podemos. Su peinado rastafari, su barba jamaiquina y su indómito rechazo a ponerse el falso traje de hombre de negocios le granjeó desde el principio la bilis de las derechas patrias. Para colmo de males es canario, un guanche irredento que provoca sarpullido en la Península Goda. Baste recordar aquel episodio con la entonces presidenta del Congreso de los Diputados, Celia Villalobos, quien le tiró una puya malagueña envenenada cuando le dijo aquello de “a mí con que lleven limpias las rastas para que no me peguen un piojo, me parece perfecto”. En la aparente tolerancia estaba el insulto de la controvertida líder andaluza experta en matar el tiempo de los tediosos debates parlamentarios jugando al Candy Crush.

Tampoco la periodista Pilar Cernuda dejó pasar la ocasión de menoscabar al honrado Bob Marley de la política española, un hombre respetuoso y pacífico, trabajador y cumplidor, que se gana el sueldo de diputado (cosa que otros no hacen) y a quien ahora pretenden convertir en el nuevo Rasputín o enemigo público número 1 solo porque viste como un guiri de botellón en la playa de las Teresitas. Sin pudor, la Cernuda se refirió a los “malos olores” que desprendía la bancada de Podemos en el Congreso, tratando de comparar el sector morado con una especie de manada o establo en un claro ejemplo de discriminación por razón de la indumentaria. Susana Griso tuvo que poner en su sitio a la tertuliana al aclararle que “ir con traje y corbata no te asegura que seas más limpio” (ni en lo corporal, ni en lo ético, ni en lo político, y a los escándalos recientes nos remitimos, habría que añadir).

En cualquier caso llama la atención cómo a las élites conservadoras de este país se les agudiza la napia y el olfato cuando pasan junto a un rival político directo que amenaza sus privilegios ancestrales mientras que el hedor insoportable de la corrupción les parece Chanel Number Five y no solo no les molesta sino que se embriagan con él a placer. Pablo Casado, por ejemplo, es un ilustre traje dandi al que el republicanismo de la izquierda le produce arcadas mientras el pestazo de las cloacas del Estado se le antoja una fragrante y depurada brisa marina entre romeros y azahar.

Desde que llegó al Parlamento, a Alberto Rodríguez los rostros pálidos o yanquis de la derecha española lo han tratado como a un Cochise o Gerónimo de la política, un apestado, un apache o pies negros al que es preciso exterminar o devolverlo de nuevo a la reserva india canaria en un claro caso de xenofobia no tanto por la etnia como por la economía (ya se sabe que el racismo es solo cuestión de dinero y uno puede ser negro o morito pero respetado siempre que sea un jeque y amigo del rey emérito).

A Alberto Rodríguez no le perdonan que haya sido coherente con su imagen sincera y con su ideología, dejando de lado los disfraces habituales que lucen los impostores del Parlamento. Como tampoco se le pasa por alto que haya militado, desde abajo, en Izquierda Unida (que para “Cachetana” Álvarez de Toledo debe ser algo así como un terrorista del FRAP), ni que haya ejercido el tan necesario activismo político en la calle, que es donde se defiende la democracia cuando las instituciones colapsan o petan, como ocurre ahora con el Consejo del Poder Judicial bloqueado por Casado. Como buen militante de base, Rodríguez estuvo integrado en diferentes movimientos sociales, como el estudiantil Sindicato de Estudiantes Canario, muy activo en el “no” a la guerra y en otras manifestaciones por los derechos civiles. Ese compromiso social le llevó a ser detenido en 2012 durante las manifestaciones del 15M, aunque salió absuelto.

Ahora​ la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo vuelve a abrir una causa sumarísima contra él al considerar que existen indicios de que pudo cometer delitos de atentado contra la autoridad y lesiones por agredir presuntamente a un policía durante una protesta contra la Lomce en 2014, es decir, cuando probablemente el diputado aún tenía acné juvenil. El asunto no es ninguna broma, ya que Rodríguez se enfrenta a un año de prisión y lo que es todavía peor: a la hoguera del titular tendencioso de Eduardo Inda. Así son las cloacas del Estado: cuando se proponen hundir a alguien le fabrican un montaje que ni Orson Welles. Y ya que hablamos de películas, la historia del bueno de Rodríguez recuerda bastante a la de aquel personaje encarnado por Victor Mature en El beso de la muerte, la obra maestra del cine negro de Henry Hathaway en la que un hombre es procesado años después de cometerse el delito, cuando ya ha rehecho su vida, está casado, tiene un trabajo y se comporta como una persona decente y honrada perfectamente integrada en la sociedad.

Cuando la ciega y politizada maquinaria judicial se pone a hurgar en el libro de familia, en la infancia y en el pasado de la disidencia, su poder resulta implacable y es capaz de llegar hasta las primerizas faltas cometidas por el investigado rojomasón en sus años de guardería, si es preciso. Se trata de buscarle un pelo manchado a la víctima y en ese aspecto el diputado canario no hace sino seguir los pasos de otras compañeras como Isa Serra y Rita Maestre, a las que la Inquisición de Lesmes también les puso la lupa en su momento para encontrarles un renuncio y arruinarles la carrera política. En esta ocasión, el gran delito que ni el caso GAL no es enseñar los pechos en una capilla ni gritar aquello de “sacar vuestros rosarios de nuestros ovarios” durante una manifestación antiabortista. A Rodríguez se le acusa del horrible crimen de soltarle una coz a un madero, pero habrá que esperar al juicio para saber qué ocurrió en realidad. El macartismo a la española practicado por las derechas ibéricas es tan chapucero que todo lo que venga de él hay que cogerlo con pinzas. Como las rastas del gran Rodríguez.

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