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¿El trabajo es la esencia de la vida?

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Los miembros de la clase dominante han llegado a la conclusión de que una población feliz y productiva, con tiempo libre, es un peligro mortal. Por ello, resulta muy conveniente para los sectores dominantes implantar la creencia de que el trabajo es un valor en sí mismo y de que todo aquel que no esté dispuesto a someterse a los valores de la disciplina laboral durante la mayor parte de su vida útil, no merece nada.

Según la teoría económica clásica, el ser humano toma decisiones basándose, sobre todo, en un cálculo de costes y beneficios. En base a esto, las personas elegirían invariablemente el camino que les proporcione mayor cantidad de lo que desean, a cambio del menor gasto posible en recursos y esfuerzo. La mayor parte del discurso sobre el trabajo se basa en esta idea de costo-beneficio: razón por la cual la gente tiene que ser incentivada para trabajar. Y que, si se concede a los pobres una limosna, debe hacerse de la forma más humillante, ya que de otro modo se volverían dependientes de la ayuda y no tendrían razón para buscar un trabajo.

Las clases medias hicieron propia esta mirada y comenzaron a considerar que la causa principal de que los pobres fuesen pobres era de qué carecían de disciplina temporal. En la misma sintonía, los trabajadores comenzaron a exigir mejores salarios por horas, reducción de las horas de trabajo, horas extras y reclamo de tiempo libre, lo cual, en los hechos, no fue más que reafirmar la idea instalada de que lo que están haciendo es vender su tiempo y que, cuando un trabajador está en su trabajo, su tiempo realmente le pertenece a la persona que le paga.

La perversa moralidad que sostiene el mantra «estás en mí tiempo» se ha convertido en algo natural: todos adoptamos la mirada del mundo que tienen los jefes y patrones, y por eso nos sentimos indignados cuando, un empleado público, trabaja de manera relajada o indolente, y más si no está haciendo nada. Las economías de todo el mundo se están convirtiendo a marchas forzadas en enormes fábricas de producción sin sentido.

Al fin hemos decidido que es preferible que millones de seres humanos pasen sus vidas fingiendo trabajar en hojas de cálculo o preparando diagramas para reuniones de personal: existen muchas oficinas en el mundo que, si se desvaneciesen de repente, harían que el mundo fuese menos desagradable. Aunque paradójicamente, en estas oficinas trabajan las personas con salarios más elevados: existe una tendencia a confirmar que efectivamente hay una relación inversa entre utilidad y salario.

Esto viene a confirmar, también, la idea de que cuanto mayor valor social produce un trabajo, menos salario se cobra; incluso la ley de oferta y demanda se invierte ante la evidencia de que un abogado corporativo gana, muchas veces, más que un enfermero, cuando abundan los abogados corporativos y escasean los enfermeros.

Por otro lado, hay una idea instalada de que las actividades que favorecen el bien común ya cuentan con una gratificación moral por su utilidad; por ende, no requerirían de una gratificación económica mayor. Ya que si un trabajo puede hacerse como afición o por vocación, merece menos recompensa material y hasta podría ser realizado gratuitamente.

Según esta perspectiva, un trabajo que se hace con compromiso y placer, pareciera no ser un trabajo: así, la Biblia en el Génesis dice que Dios condena a los hombres a ganar el pan con el sudor de su frente; mientras que Aristóteles insistía en que el trabajo no hace mejores a las personas, sino que las envilece, ya que les resta tiempo a sus obligaciones sociales y políticas.

Es recién tras la revolución industrial cuando se glorifica al trabajo aún más en los sectores de clase media, impulsando la idea de que el trabajo es la esencia de la vida, que el trabajo es un valor en sí mismo y es el único productor real de valor. Se ha producido un espectacular cambio en la conciencia popular: ¿Cómo van a hacer los trabajadores para darle sentido a sus trabajos si se los considera meros robots intercambiables para las empresas, consideradas ellas las verdaderas creadoras de riqueza? No existen lápidas que digan: «Aquí yace un cajero de supermercado».

La sensación que flota en el ambiente es la presión de tener que «valorar a nosotros mismos y a los demás en base a lo mucho que trabajamos»: ésta es la sensación dominante en el sentido común de nuestra sociedad, más allá de la posición social que lo piense. Los mensajes de los medios de comunicación insisten en vilipendiar a los pobres, los desempleados y aquellos que son objetos de ayudas públicas; y la mayoría de la población piensa que está asediada por aquellos que «pretenden algo a cambio de nada», y que, por lo tanto, los pobres son pobres por su falta de disciplina y voluntad para trabajar. Solo aquellos que trabajan más de lo que les gustaría en algo que preferirían no hacer merecen el respeto y la consideración de sus iguales. Debemos optar entre «hacer un trabajo útil pero escasamente remunerado» o aceptar trabajos carentes de sentido que destruyen mente y cuerpo, sin otra razón que la extendida idea de que, sin ese sufrimiento, uno no merece vivir.

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