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El sueño de México: El último héroe bohemio

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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El mallorquín Bartolomé Seguí es toda una referencia del cómic nacional. Curtido en las páginas de Madriz, Cairo y El Víbora, supo ganarse un nombre en la explosiva escena editorial de los ochenta. Y ahora, consagrado por la crítica y respetado por el público, mientras se dedica plácidamente a sacar para Norma adaptaciones al cómic de las novelas de Pepe Carvalho, le ha dado por rescatar del olvido una novela gráfica que publicara allá por el 2004 en la hoy desaparecida Edicions de Ponent y reeditarla, en esta ocasión con Disset. Se trata de El sueño de México, con guión de Ramón de España, otro agitador cultural de aquella generación. Más que una reedición, Seguí ha querido hacer, según él mismo dice, “una remasterización” en toda regla: ha cambiado la tipografía y ajustado el color para dar a sus páginas una imagen más fresca. Y es que no es extraño que, dentro de su carrera, el dibujante le tenga un cariño especial a El sueño de México, pues fue la obra que le abrió las puertas al mercado francés: Paquet Éditions se interesó por ella y se la publicó al lado umbrío de los Pirineos. Gracias a este viraje, pudo sacar bajo el venerable sello Dargaud Las serpientes ciegas, con guión de Felipe Hernández Cava, obra con la que recibió una avalancha de galardones, entre ellos nada más y nada menos que el Premio Nacional del Cómic en 2009. Aun así, ¿ha merecido la pena sacar El sueño de México del baúl de los recuerdos? Veamos.

Mirar una página de Seguí es un festín para la vista. Sus trazos vigorosos, su dibujo sintético, sus composiciones dinámicas, delatan el talento de un gran profesional que ya entonces había encontrado la madurez de su estilo. Su pulso secuencial es descaradamente cinematográfico, y en El sueño de México aún más, pues está basado en el guión de una película que no llegó a rodarse. Ramón de España había escrito una road movie que llevaría al espectador de Barcelona a Menorca siguiendo las aventuras de dos amigotes que huyen de sus vidas al volante de un descapotable, como una versión masculina y cañí de Thelma y Louise. Cuando el guión llegó a manos de Seguí, le entusiasmó y lo convirtió en un road comic. La adaptación conserva mucho de cinematográfico, inclusive la banda sonora: mientras los viajeros comen carretera, suenan las casetes de Flaco Jiménez en la radio del coche cantando un florido repertorio de corridos y rancheras.

Ha dado la casualidad, mira por dónde, de que he leído El sueño de México apenas un par de semanas después de ¿Me estás escuchando? de Tillie Walden, una novela gráfica excepcional que redefine el subgénero del road comic. Los paralelismos entre ambas obras son tan significativos como sus diferencias. ¿Me estás escuchando? transcurre en Texas, El sueño de México a orillas del Mediterráneo. Ambos están protagonizados por un tándem de personajes que tratan de escapar carretera adelante de las heridas de su pasado. En ¿Me estás escuchando? son dos jóvenes lesbianas, ahogadas por la vida rural texana, que huyen en un humilde cochecito con remolque; en El sueño de México son dos hombretones con pelos en los huevos que tratan de curarse de sus desengaños y huyen en un flamante descapotable robado. En ¿Me estás escuchando? la carretera se interna en el plano onírico, en un paisaje en el que se materializan los fantasmas interiores de sus protagonistas; en El sueño de México nada hay de realismo mágico: lo único que hay al final del camino es cruda realidad, aderezada con alguna persecución y el tiroteo de rigor. Pero el caso es que mientras ¿Me estás escuchando? se experimenta como una historia tan actual como atemporal, hay algo en El sueño de México que choca frontalmente con la sensibilidad de los tiempos que corren, a pesar del impecable ritmo de la narración y del contundente grafismo de Seguí, que con cada página nos da una lección magistral de cómic. Lo que falla son los personajes, que aunque hayan pasado apenas dieciocho años desde la publicación original del cómic han envejecido mal.

Aunque en los tebeos los personajes planos funcionan de maravilla, hay autores que, en su ambición por dignificar el medio (supongo que por justificar la maldita etiqueta de “novela gráfica”), se meten en camisa de once varas al tratar de construir personajes complejos. En este caso los años no han hecho sino empeorar las cosas. El cliché de héroe bohemio que presenta El sueño de México en el personaje de Óscar quizás resultara creíble y atrayente entonces. Hoy no. Óscar es el estereotipo de tiarrón fornido, guaperas, retostado por el sol, echao p’alante, una mente inquieta e indomable que ha hecho de todo en la vida: músico, pintor, escritor, yonqui, camarero de playa, ladrón de guante blanco, padre de familia; que, insatisfecho en el fondo de su alma, decide abandonarlo todo, hacerse marinero en un barco mercante y dar la vuelta al mundo como un Corto Maltés cualquiera: “Ya sabes, camaradería de la buena, un amor en cada puerto y demás topicazos”. Óscar está de vuelta de todo, es el prototipo del canalla heroificado que aúna las cualidades de hombre de genio y hombre de mundo, de hombre de letras y hombre de acción, pero siempre hombre, tan hombre que es superhombre de lo hombre que es. Se me llena la boca de testosterona con tanta masculinidad mediterránea. Este marinero del asfalto personifica una sensibilidad que en pocos años ha quedado desfasada; podríamos estar ante una especie extinta: el último héroe bohemio.

También se las trae el otro protagonista, su amigo Carlos, el creativo de publicidad que se ha dado al alcohol, pobrecito él, y echa su vida por la borda porque le ha dejado la novia; el único dato que necesita saber el lector sobre este personaje femenino ausente es que era modelo y estaba buenísima. En fin, que los tipos humanos plasmados en El sueño de México resultan obsoletos porque están en las antípodas de la sensibilidad woke que se ha convertido en nuestros días en esperanto ideológico, y por eso se nos aparecen tan discordantes. Y hoy nos chirrían, como quizá dentro de veinte años a los críticos culturales les chirriarán les héroes [sic] tan forzadamente LGTBI que protagonizan hoy la mitad de las novelas gráficas que salen al mercado. A lo mejor en el futuro son las frágiles texanas tomboy de Tillie Walden las que nos resultan impostadas, y reivindicamos a Óscar y Carlos como estandartes de un romanticismo vintage, del de “antes de la Olimpiada, del SIDA, de la globalización, de internet” (son palabras de Óscar). Quién sabe. “O tempora, o mores”, como decían Cicerón y los romanos de Astérix.

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