Resulta incomprensible que en la tormenta desatada por los procesos de corrupción que han llevado a la cárcel al ex Presidente de la Comunidad de Madrid, ninguno de los comentaristas, políticos y periodistas que han intervenido en los debates explique que el planteamiento que se hace de este fenómeno está pervertido.

Llamarle corrupción al sistema que implantaron los partidos políticos a partir de 1978 es un eufemismo que no sólo desvirtúa el término sino que encubre la verdadera naturaleza de los hechos. Decir corrupción significa que se ha producido una anomalía perversa en un sistema correcto, que es lo que quiere demostrar el régimen político que se implantó con la Constitución. 

La imposición de la Monarquía, el sistema de partidos políticos, las elecciones rituales y preconcebidas, la ley electoral, la financiación de los partidos, la multiplicación de Asambleas y Parlamentos en las 17 Comunidades, este complejo entramado que lleva a mantener a una quincena de partidos políticos con representación parlamentaria –los otros no importan-, a celebrar elecciones cada año, y a veces a duplicarlas, significa en su propia esencia que hay que sostener unas interminables campañas electorales donde todo gasto es insuficiente. 

Pero aceptar que los partidos son imprescindibles e insustituibles no puede significar que su mantenimiento y su competición electoral exija lograr su financiación a coste de lo que sea. Que es lo que se ha producido desde la Transición. Con el perverso resultado de que el que dispone de más medios gana las elecciones.

Es indignante comprobar que la propaganda continuada, convertida en goebbeliana, que han utilizado los poderes reinantes ha convencido a la ciudadanía de que este sistema es el verdaderamente democrático. La democracia que se ha asentado en esta Europa tan adelantada sigue siendo, como en la Roma antigua, la de las oligarquías. 

Desde la Transición en que UCD, el PSOE y Alianza Popular  se repartieron los espacios de influencia, con la entrada más tarde del PP, el poder está repartido entre las élites económicas y políticas. No descubro nada nuevo después de varias décadas en que desde IU se denuncia esta situación, y ahora Podemos. Esta es la verdadera corrupción. 

Para ganar elecciones es preciso disponer de los aparatos de propaganda y adoctrinamiento más poderosos: televisiones generalistas- las públicas pertenecen al partido que ha logrado gobernar- radios,  periódicos de gran tirada, revistas. La escuela, los institutos y las Universidades se han convertido en el gran granero de votos de los partidos dominantes. Y como traca final una campaña electoral que comienza mucho antes que los plazos oficiales, en la que los partidos tienen que invertir las fortunas que nunca obtendrán por las cuotas ni las donaciones de los afiliados, en este país tan tacaño y acostumbrado a ser subvencionado. A estas efemérides hay que añadir las campañas internas de los partidos que han puesto de moda las primarias, en patética imitación del sistema estadounidense, y que a su vez consumen infinitos fondos.

Ni las aportaciones de los militantes, ni las del Estado cubren nunca esos gastos. Poco sabemos de los préstamos bancarios que hipotecan para siempre a los partidos, muchos de los cuales han sido perdonados por las entidades sin que conozcamos a cambio de qué contrapartidas. 

El gran saqueo de los fondos públicos tiene su principal origen en el mantenimiento y la competición de los dos partidos políticos que se han repartido el poder político en los últimos cuarenta años. Tasadas las áreas de influencia, permitidas por los grandes poderes internacionales: El Departamento de Estado de Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Central Europeo, sostenidos todos por el consorcio industrial militar, como nos explicó hace más de medio siglo Eisenhower. 

Cierto es que al sistema de exacción de fondos públicos para sostener el infinito despilfarro de los partidos, se suma una corrupción individual, mucho menos importante aunque escandalice más a la crédula ciudadanía. Es la que cometen políticos y empresarios, siguiendo el ejemplo de sus jefes, es la consecuencia lógica cuando se conoce el sistema. Si la Monarquía es la cúpula de la corrupción, corrupción que ha llegado al extremo de no poder evitar que se hagan públicas algunas de sus tramas, ¿cómo no van a serlo Presidentes de Autonomías, diputados, gobernadores, ministros y otros cargos? Y si éstos exigen mordidas, cohechos, comisiones, ¿por qué los empresarios no van a ser cómplices de los delictivos negocios que aquellos proponen?

Con esta repetición de hechos ya conocidos, aunque sea tardíamente, no descubro ninguna información novedosa y relevante, pero las consecuencias si parecen ser desconocidas, incluso para los críticos que desde la izquierda están acusando duramente al Partido Popular. Porque lo verdaderamente demoledor de las tramas organizadas por ese partido para hacerse con los bienes públicos no es que Ignacio González y los demás compinches consiguieran hacerse con millones para su peculio particular, sino que la mayoría de esos fondos les permitieron ganar las elecciones. A ellos y a todos los de su partido. De la cosecha de comisiones continuadas se beneficiaron no solo los procesados y condenados en los procesos, sino fundamentalmente los que ganaron las elecciones y nos gobernaron durante decenas de años como Rita Barberá,  Esperanza Aguirre, Alberto Ruiz Gallardón,  Ana Botella, Mariano Aguirre, y todos los diputados y senadores y alcaldes y concejales del partido que consiguieron sentarse en sus escaños, gracias a la abundancia de recursos económicos con los que lograron convencer a la ciudadanía.

Denunciar esta organización espúrea a la que llaman democracia es la primera cuestión que ha de plantear la oposición, porque el Partido Popular no ha ganado las elecciones: las ha robado.  Nadie conocemos en realidad las preferencias políticas de nuestros electores. Nunca ese partido hubiera obtenido los resultados de que presume –y eso que ahora está de baja- sino hubiese dispuesto sin límite de recursos económicos para mantener sedes, pagar empleados, gastar en viajes, mítines, eventos múltiples, comprar voluntades desde las más pequeñas, como los beneficiados por subvenciones múltiples, a las grandes complicidades de bancos y empresas. Y organizar unas campañas electorales de escandaloso dispendio.

Hora sería de que tanto Izquierda Unida como Podemos pusieran en cuestión no sólo la capacidad para gobernar de ese partido sino también la legitimidad de su gobierno. 

Porque lo peor no ha sido que nos robaran el dinero sino la democracia. 

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