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El señor de Valsolano

Alejandro Martín Carrero
Alejandro Martín Carrero
Doctor en medicina y escritor.
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análisis

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Para mis nietos Miguelito y Daniela con el deseo de que guarden siempre en sus corazones el espíritu de la Navidad. Para mi tío abuelo Don Severino, eternamente en mi recuerdo cuando escribo, en la certeza de que allá donde esté, este relato le arrancará una sonrisa

Rondaba la frontera de los setenta años. Se llamaba Nicolás, aunque desde siempre todos le llamaban Nico, sobre todo en su pueblo, Valsolano de las Cornejas, un desconocido enclave escondido en las estribaciones de la Sierra Morena.

Hijo único de unos pequeños agricultores, Nico era un artista. Desde niño le costaba mucho estudiar, pero mostraba una inmensa habilidad con las manos. Dibujaba con la misma soltura con que manejaba la arcilla o tallaba el tocón viejo de un viñedo o un olivo con su navaja.

Tenía Nicolás una sensibilidad a flor de piel. Sobre todo, por lo bello, que enseguida tomaba como modelo, pero también era capaz de descubrir la hermosura dentro de cualquier trasto al que otro que no fuese él no encontraría mayor utilidad que tirarlo a la basura.

Fue pasando su infancia y los primeros años de su juventud con más faltas que asistencias a la escuela, ayudando a su padre en las labores del campo y cerrado, los más de los días, en el taller que había ido disponiendo bajo un viejo cobertizo con paredes de adobe donde antaño se guardaban los carros de la familia, ahora en desuso. Allí podía encontrarse de todo. La primera impresión al abrir la puerta era tan chocante como topar, sin previo aviso, con el ordenado desorden de una cacharrería de la que desde su infancia siempre le dejaron sus padres disfrutar.

Aquella estancia se había convertido en el pequeño mundo de un niño un poco esquivo por su timidez, aunque nada huraño, al que le encantaba ver los “santos”, imágenes, en los libros desde antes de aprender a leer, disfrutando de las formas, la belleza, el color y, poco a poco, de la perspectiva.

Raro era el día en que no salía del taller con algún nuevo dibujo, una pequeña talla, e incluso, a medida que fue creciendo, con una llamativa lámpara realizada con la leña de un viñedo reseco y lleno de nudos, al que salvó de la lumbre en la leñera, y que gustó tanto a sus padres que no dudaron en instalarla en la salita de estar.

Con el devenir de los años llegó el momento en que, no sin dificultades por su especial carácter, terminó los estudios elementales, y después de muchas horas de dialogo con sus padres Nico, que no quería seguir estudiando, pero tampoco se veía dedicado a la agricultura, preparó su maleta y marchó a Madrid.

Los primeros días permanecía ojiplático, como un niño en la mañana del día de Reyes, en alerta permanente ante la norme caja de sorpresas que se abría ante él. Encontró acomodo en una fonda, en un vetusto caserón del viejo Madrid de los Austrias y poco a poco su vida y su carácter fueron cambiando.

 Comenzó a florecer un Nicolás más abierto, inquieto por el arte y las cosas que más le gustaban. Recorrió la capital de cabo a rabo rodeándose de un pequeño grupo de amigos como él, con los que un día hacía caricaturas o retratos al carboncillo en El Rastro, Recoletos o la Plaza Mayor, otro visitaba un museo o una galería de arte y los más pasaban hambre, pero jamás renunciaban a una cerveza. Era más fácil para un joven como él dejarse llevar por una vida bohemia que matricularse en Bellas Artes como había prometido a sus progenitores.

Llevaba, sin embargo, tal potencial artístico dentro de sí que, unido a la sencillez y simpatía que le había regalado Madrid al encontrarse sin la protección sus padres, le iba a ayudar mucho.

Permeable como una esponja, fue aprovechando las oportunidades que le facilitaba el tipo de vida que llevaba, aún sin matricularse en ninguna escuela de arte. Cada día conocía a nuevas personas y se esforzaba en relacionarse con aquellas que, por su afinidad con el círculo de las artes plásticas podrían aportarle algo, desde amistades a nuevas técnicas de expresión artística.

Todo le hacía disfrutar. Le daba igual la escultura que la pintura. Leía todo cuanto sobre arte caía entre sus manos, visitaba talleres de artistas consagrados indagando sobre todo aquello que llamaba su atención. Se interesaba por todo, hierro, oleo, madera, acrílico, bronce, piedra, dibujo, acuarela, carboncillo…nada en el arte le era ajeno.

Mansamente la esponja se iba llenando gracias a su permeabilidad, sus enormes cualidades, su colosal voluntad, sus habilidades sociales y una mente tan universal que invitaba a recordaba a los maestros del Renacimiento italiano. Así, sin prisas y de la mano de la vida misma, se había ido forjando un brillante autodidacta.

Con la misma cadencia, como algo natural tal que el buen vino madura, había ido cambiando los carboncillos y acuarelas en la Plaza Mayor, el Rastro y los alrededores de El Prado, por algunas participaciones en exposiciones múltiples para artistas noveles con algún premio no esperado por él.

A medida que mejoraban sus conocimientos y perfeccionaba sus técnicas crecía su fama de creador autodidacta que aportaba un soplo de aire fresco al amplio, aunque ya un poco vetusto, catálogo de pintores y escultores nacionales.

De la mano de ese reconocimiento creciente llegó su primera exposición individual en una céntrica sala de Madrid. Fue tal éxito, en crítica y en ventas que, además, le regaló el encargo de pintar dos retratos más adelante.

Sin embargo, para él, lo más importante de aquel momento fue poder compartir con sus padres el día de la inauguración. Jamás olvidaría la satisfacción emotiva que sintió al poder contar con su presencia en un momento en que se  comenzaba a vislumbrar el comienzo de su éxito. Sólo por aquel instante compartiendo con ellos, orgullosos, su alegría, pensó Nicolás, merecía la pena haberse venido a Madrid para dedicarse en cuerpo y alma a lo que le gustaba.

Aquel verano, realmente cansado, después de su primera exposición, pasó unos días con sus padres en Valsolano de las Cornejas e inició un viaje por Italia. Aprendió Arte, se empapó de Historia, hizo fotos y tomó apuntes de mil rincones que llamaron su atención, disfrutó de la “cucina italiana” cuando descubrió que detrás de la pizza había un sinfín de olores, sabores…y mucha gente interesante con quien compartir una agradable sobremesa.

Disfrutó de Roma y Pisa. Visitó Lucca mientras que con la ayuda de Spotify las óperas de Puccini, La bohème, Turandot, Tosca y Madama Butterfly, le acompañaban en sus oídos. Dedicó la última semana de su viaje a recorrer Firenze para dedicar muchas horas al aprendizaje y la inspiración en la Galeria degli Uffizi.

El primer día de su estancia en Florencia, entrada ya la tarde, al salir de la Galería, tomo asiento en la terraza de un cafetín próximo a la Fontana del Porcellino. Mientras aguardaba a ser atendido por el camarero se fijó en una atractiva joven morena de pelo negro que, mientras aliviaba su calor con un refresco, ojeaba un libro de arte en la mesa de al lado.

Cuando il cameriere se disponía a tomarle la comanda, un chispazo de esa exigua intuición masculina le hizo cambiar la cerveza Peroni que pensaba pedirle por una botella de Chianti con dos copas.

Nunca pudo imaginar cómo iba a cambiar su vida aquella botella de vino. No bien terminó el camarero de depositarla sobre el velador, se levantó de su asiento y, con la botella en una mano, las dos copas en la otra y haciendo gala de su gracejo habitual, enmarcado en la más agradable de sus sonrisas, se acercó a la mesa de al lado. Con la más absoluta normalidad, como si la conociese de toda la vida llenó las dos copas, ofreció una a Beatrice, que así se llamaba la morena italiana, y realizó un brindis cargado de simpatía en un macarrónico italiano que provocó en ella una expresiva carcajada.

Beatrice resultó ser una recién licenciada en de Historia del Arte en Padua que aprovechaba sus primeras semanas de descanso en disfrutar de uno de los muchos museos al aire libre que se puede visitar en Italia sin necesidad de pagar entrada.

Después de aquel encuentro no volvieron a separarse. Nunca. Pasaron juntos una semana fantástica. Mientras Nico tomaba bocetos al carboncillo, o sacaba fotos para recordar mejor sus ideas y trabajarlas en su estudio al volver a Madrid, ella no dejaba de ofrecerle sugerencias que inevitablemente, habida cuenta de sus conocimientos y su sensibilidad femenina, siempre contribuían a mejorar la visión primigenia del artista.

Vivieron aquellos días de descanso con alta intensidad emotiva adornándola, sin embargo, de una naturalidad tan sorprendente que se diría que llevaban años juntos. Así de la mano fueron recorriendo aquella ciudad que, sin proponérselo, estaban convirtiendo en un referente para el resto de sus vidas. No dejaron durante aquellos días un rincón por explorar. Desde il Ponte Vecchio hasta il Duomo, sin olvidar…jamás olvidarían ni un solo instante de aquel regalo que les había hecho la vida, envuelto en el mágico celofán de la Toscana.

Meses después Beatrice y Nicolás se establecieron en Madrid, en un enorme y luminoso ático junto a los jardines del Retiro donde cabía su vivienda, un estudio para ella, que poco después comenzó a dar clases en la Universidad Complutense, y un amplio taller donde Nico continuó trabajando, luego de una boda intima, acompañados tan solo de los padres de ambos en la iglesia de Valsolano de las Cornejas.

Claro que, aunque en ciertos momentos la vida parezca una rosaleda, conviene tener presente que aún la más bella de las rosas tiene también espinas. Sin embargo, cuando tienes veintitantos y la vida te ofrece la mejor de sus sonrisas es muy complicado ver la línea del horizonte más allá del “carpe diem”, y así les ocurrió a nuestros amigos.

El paso de los años, entre los lógicos altibajos en la inquieta creatividad del artista y el tranquilo éxito docente de su esposa, fue fortaleciendo a la pareja y, sin embargo, los hijos deseados por los dos nunca llegaron, y es que la naturaleza en ocasiones es imprevisible y como las espinas de las rosas, cuando menos te lo esperas te juega una mala pasada.

Aunque aceptaron serenamente las oportunidades que la vida les ofrecía pensando que, si bien Dios les ponía aquella prueba, también les ayudaba cada día a superar las dificultades con que se iban enfrentando, y así con una resignada sonrisa, continuaron caminando de la mano por el sendero de la vida.

Con el devenir del tiempo fueron quedándose solos. Al faltar los padres de los dos decidieron no desprenderse de la sencilla casa de Valsolano, donde acostumbraban a pasar los meses de estío.

Allí, en ocasiones, en las largas conversaciones que solían mantener ya caída la tarde hablaban de las dificultades que les traería una vejez sin hijos y sin más familia que ellos mismos, y que siempre terminaban con una serena sonrisa sabiéndose cada día más unidos.

A principios de un verano, rondando ya la sesentena, Beatrice comenzó a mostrar signos de cansancio, perdía peso y apetito sin entender por qué. El médico del pueblo les recomendó regresar cuanto antes a Madrid, donde había más posibilidades de obtener un diagnóstico certero, y así lo hicieron.

Digan los políticos lo que digan, si hay algo de calidad en Madrid, es una magnífica medicina. Los hospitales, los medios de vanguardia de que disponen y el prestigio de sus médicos y sanitarios son un valor añadido de la capitalidad pese a quien pese. Siguiendo el consejo de su médico de cabecera se pusieron en manos de los mejores especialistas.

En pocas semanas les informaron de que Beatrize tenía un linfoma. Como era de esperar, el diagnostico cayó sobre ellos como una losa. A partir de ese instante Nico se olvidó del taller. No tenía ganas de pintar ni de esculpir. Había decidido dedicarse a Beatrice en cuerpo y alma. Entró de lleno en una dura batalla médica.

No la dejó sola ni un instante, mientras que en su interior dirimía un perverso combate. Conocía por los médicos que se trataba de un linfoma muy agresivo con un elevado riesgo de un desenlace fatal, y sin embargo él tenía que mantenerse animoso, y se obligaba cada mañana a sonreír y proponerle cada día planes nuevos para cuando ella se recuperase, pero ella no mejoraba a pesar de la quimioterapia y los cuidados que recibía.

Nico se sentía como un actor de tragedia griega, tapándose el rostro con una careta alegre mientras estaban juntos. Sin embargo, Beatrice, continuaba perdiendo peso, más agotada cada tarde y su piel cerúlea recordaba el color de una vela que se extingue, hasta que una mañana los médicos le dijeron que ya no podían hacer más y él tan solo les pidió que no sufriese.

A partir de entonces, mientras el tiempo volaba Nico no se apartaba de su lado, aunque sin perder la sonrisa no dejaba de preguntarse ¿qué haría el solo?, ¿cómo podría llenar el vacío emotivo en que estaba sumergiéndose? No pudieron tener hijos, ¿cómo afrontaría ahora el futuro en soledad?

Cuando más confuso se encontraba dando vueltas a su existencia sentado en un sillón junto a la cabecera de la cama, y con las manos de ella entre las suyas, pudo ver como dos lágrimas se deslizaban por las mejillas de Beatrize y cómo ella trataba de enjugarlas a hurtadillas. Con la mirada perdida a través de la ventana, en parte para disimular sus lágrimas y en parte para para disimular la tristeza que reflejaban sus ojos, le dijo con un tembloroso hilillo de voz, desvaído por el miedo: “Nico me estoy muriendo”.

A partir de aquel momento todo cambió, y aunque Nicolás jamás se desprendió de su máscara griega para darle ánimo, los dos sabían que la batalla estaba perdida. Los últimos días de Beatrize estuvieron marcados por esa brillante lucidez precursora de la muerte que les permitió, no sin tristeza, despedirse y que Nico recibiese sus últimos consejos y voluntades que él fue escribiendo en una libreta humedecida por las lágrimas para no olvidar detalles.

Una madrugada, dulcemente, el pábilo de la vela se fue apagando mientras que el espíritu de Beatrice volaba hacia el éter. Aunque Nicolás rompió a llorar, lo hacía sin sufrimiento. No pudo por menos que agradecer la serenidad con que habían transcurrido sus últimos días y el alivio que le produjo que ella no sufriese.

Pasadas las primeras semanas tras la falta de su musa, Nico se sentía cada vez peor. Irritable, solo, sin ánimo, sin ganas de trabajar ni de comer. Consciente de que ni podía, ni debía continuar así, cerró la casa de Madrid y partió rumbo a su Valsolano de las Cornejas natal, en la esperanza de que la casa familiar, aún en su soledad, le ayudase a encontrarse de nuevo consigo mismo.

Después de unos meses como noqueado, sin ánimo, vencido, desorientado, sin rumbo, en fin, una tarde se topó con la ajada libreta deformada por las lágrimas en que había escrito los últimos consejos y voluntades de Beatrice. Hasta aquel día, en que la abrió envuelto en una nube de nostalgia, nunca  había acumulado suficiente valor para releerla.

Como no podría haber sido de otra forma, al abrir el cuaderno sus ojos, tan tristes como aquella tarde otoñal, comenzaron a empañarse. A medida que leía, una ráfaga de recuerdos comenzó a martillear su mente sin piedad alguna, hasta que al comenzar un nuevo párrafo sus ojos mudaron. Miraba al vacío mientras que los últimos rayos de sol de la tarde, teñidos del ocre otoñal aportado por las hojas agonizantes que componían la alfombra del abandonado jardín, iluminaban su cara con una dulzura privativa del cariño de Beatrice.

Retomó la lectura de algunas frases que no conocía, y que ella había escrito meses antes de morir con su puño y letra, “me gustaría, cuando ya no esté contigo que, aunque nunca dejaré de estar a tu lado, no te entierres en vida. Ni me idealices ni me santifiques, conserva siempre encendida nuestra vela en lo más profundo de tu corazón y vive de nuevo, enriquece tu vena artística y, aunque no hemos podido tener hijos, ayuda constantemente a los demás, que siempre hay personas que nos necesitan y que tienen que vivir con mucho menos de lo que nosotros disfrutamos. Vive, pinta, dibuja, cincela, esculpe, enseña y, sobre todo crea, amor mío, pero jamás te enclaustres entre los recuerdos, y allí donde de nuevo volveremos a encontrarnos, ti aspetterò, e intanto io vivirò con i tuoi occhi”

No bien estaba terminando de leer, la compuerta de sus ojos fue doblegada por sus lágrimas deslizándose sin remanso hasta empapar sus mejillas. Chapoteó compungido entre un mar recuerdos, entre nostalgia, hipidos, lamentos, ansiedad, aceptación, añoranza y…soledad.

En aquel instante, en el viejo caserón que entrambos habían ido acomodando durante los últimos años, había tomado conciencia de su realidad. Por primera vez se encontraba solo y se sentía vacío, únicamente acompañado por los múltiples retratos de Beatrice que había ido pintando a lo largo de sus vidas.

Mansamente la ansiedad se fue serenando hasta permitirle hablar consigo mismo bien caída la tarde. Sabía que tenía que hacer algo para salir de aquella madriguera y, sobre todo que, con Beatrice viendo a través de sus ojos, no iba a gustarle aquel paisaje. Ya con la penumbra se abrigó para salir al jardín para despejarse tomando el fresco.

Al claroscuro de la penumbra el jardín parecía tapizado por una mullida alfombra de hojas con mil tonos de ocres crepitando a cada paso. De repente, Nico se trastabilló al tropezar uno de sus pies con un objeto duro que a punto estuvo de hacerle rodar por tierra. Arrastrando su pie dolorido fue a mirar con qué había tropezado yendo a dar con el tocón del tronco de un viejo abeto talado hacía años. Se sentó sobre él, y mientras masajeaba su dolorido pie tuvo una idea. Lo miró desde diferentes ángulos y realizó un boceto nada más entrar en casa.

Después de varias semanas, aquella noche durmió confortablemente. A pierna suelta. Tan es así, que despertó ya bien entrada la mañana, cuando un rayo de sol al que se coló por la persiana, al percatarse de tan anómala situación se entretuvo bailando sobre los parpados de nuestro artista.

Como era su costumbre nada más despertar se dirigió aún en pijama a la cocina, puso en marcha la cafetera y, después de poner una cápsula de su café favorito, encendió su portátil para leer la prensa. Pensó, mientras se llenaba su taza, con que rapidez iba cambiando todo.

Recordaba con cariño aquellos cafés de antaño, en casa de sus padres, hervidos en agua, que desaparecieron en su juventud víctimas de la ilusión por las innovadoras cafeteras italianas. ¿Cómo iba a pensar entonces que tan solo unas décadas más tarde prescindiría de la italiana y el molinillo de café para comprar unas cápsulas donde ya venía envasado?

En un impulso, su corazón de último romántico le empujó a buscar, en un rincón del desván su vieja cafetera que apareció, con su molinillo eléctrico y sus filtros de papel, perfectamente embalada en una caja. Ahora tendré que buscar un buen café del Quindío colombiano se dijo, mientras saboreaba el de cápsula al tiempo que echaba un vistazo a los titulares, tan manipulados como aburridos, de la prensa digital.

Con un rictus de añoranza vino a su cabeza Campoamor. “Cada cosa es del color del cristal con que se mira”, y es que hay cosas perennes, que no cambian de generación en generación como las cafeteras, se dijo sonriendo.

Al tropezarse con un anuncio, “DESEARÁS QUE SEA NAVIDAD TODO EL AÑO”, se arquearon sus cejas con asombro mientras que en sus ojos aparecía una luminosidad especial. Mira, se dijo, estos piensan como yo. Sin embargo, como si de un espejismo se tratase, aquella imagen de satisfacción desapareció de inmediato su cara permitiéndole fruncir desabridamente el ceño.

¡Toma ya! ¡lo que faltaba!, manifestó en alto su sorpresa con la vista clavada en la publicidad, “UNA NAVIDAD, CINCO MANERAS DE VIVIRLA”, “ENCUENTRA LA TENDENCIA DECORATIVA QUE MEJOR VA CON TU ESTILO: CHRISTMAS, NORDICA, MÁGICA, ROMÁNTICA, RÚSTICA”, “LA MEJOR DECORACIÓN DE NAVIDAD A TU ALCANCE”.

Malhumorado y refunfuñando en su interior cerró bruscamente el ordenador y, después de dar varias vueltas a la cocina, como un animal enjaulado, se acercó de nuevo a la mesa para recoger su café y se dirigió al salón para sentarse en su sillón favorito.

Ya más tranquilo, con el café aun calentándole las manos, comenzó a pensar mientras canturreaba aquello de “Como han pasado los años, como han cambiado las cosas…” que con tanta elegancia como sentimiento cantaba en su día la añorada Rocío Dúrcal.

A poco más de un mes de Navidad, los alféizares de las ventanas se auto decoraban con los mil tonos entre ocres y dorados que aportaban generosamente las hojas agonizantes del jardín otoñal. Con un mohín agridulce en su rostro y cargada de ironía la recámara del fusil de su cerebro se preguntó si aquel espectáculo gratuito de la naturaleza con el que Dios nos sonreía cada año se correspondería con una decoración rústica, mágica o, por el contrario, nórdica.

Aquel día, como nunca, tomó conciencia de su edad. Aunque llevaba años jubilado no paraba de hacer cosas y siempre se mantenía ocupado. Quizás esa actitud actuaba como el árbol que le impedía ver el poblado bosque de sus canas y sus años. Sin embargo, aquel día otoñal y relajado, un mensaje publicitario le había sorprendido tanto que le invitó a pensar mientras que tras los cristales disfrutaba de una grata puesta de sol, envuelto en una amorosa manta, después de encender la chimenea.

En su soledad, pudo cavilar a raudales desde su episodio publicitario de aquella mañana. Era cierto que todo había cambiado, ¡y mucho! Nada, o muy poco quedaba ya del mundo feliz de su niñez.

A pesar de esforzarse cada jornada en sentirse útil, le costaba más cada día. Su sociedad estaba cambiando de la mano de generaciones nuevas, los conocimientos más profundos de la naturaleza y de las técnicas le iban orillando cada día de una forma casi imperceptible mientras él, como un hámster dando vueltas a la rueda, se sentía tan válido como en su juventud hasta aquel día en que se había dedicado a pensar.

Recordó a Heráclito, “Nada es, todo cambia. Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río, porque no es el mismo río y él no es el mismo hombre”. Rememoró entonces los años del colegio cundo la Filosofía le aburría y osó escribir en su libro de texto que la asignatura era la historia de todas las idioteces que se habían pensado a lo largo de la Historia de la humanidad. No pudo por menos que sonreír ante semejante patochada juvenil.

Menos mal, pensó que, al llegar la madurez tras el tamiz de la Universidad, aunque él no lo había pasado, la experiencia y el tiempo colaboran para dotarnos del equilibrio y la mesura necesarios para tomar conciencia de nuestras carencias y, de esa forma, ayudarnos a corregir, o cuando menos a atemperar, algunas de nuestras asperezas, consecuencia regularmente de la fogosidad de la juventud.

Cuando en estos pensamientos se entretenía mientras su delicioso tintico del Quindío se templaba, de pronto, y como si de una estrella fugaz se tratase, el recuerdo del incidente de la tarde anterior con el tocón inundó su cerebro. Abandonando su café sobre la mesa de la cocina se llegó al salón para recoger los esbozos de la noche anterior. Terminó su café mientras revisaba los dibujos y salió al jardín. Sacó de la caseta de los aperos de jardinería una potente motosierra que con habilidad y paciencia le ayudó a segar el tocón casi a ras del suelo. Con la ayuda de una carretilla trasladó el muñón a su estudio, depositándolo en su mesa de trabajo.

Después de mirar y remirar la madera como si fuese la primera vez que la veía comenzó a señalar puntos midiendo las distancias entre ellos y, auxiliado de un compás, fue trazando sobre el madero diferentes líneas a lápiz que iban conformando la forma de los tarugos sobre los que, una vez cortados quería trabajar.

Mimaba la madera. Sirviéndose de un serrucho que manejaba con la misma suavidad y delicadeza, con que se cuida a un ser vivo, iba desapareciendo el tocón del viejo abeto dando paso a una informe pirámide de tarugos de distintos tamaños. Cuando terminó esa tarea despejó el serrín y el polvo acumulado, cerró el taller y, una vez en la casa, encendió la chimenea.

Cuando al cabo de un rato comenzó a caldear el salón se preparó un aperitivo y abrió una cerveza. Mecánicamente puso en marcha el aparato de música con la idea de escuchar las noticias y en su lugar surgió la guitarra y la inconfundible voz de Michael Kiwanuka cantando una balada. Sin mediar más gesto que un rictus entre el dolor y la pena, venció el primer impulso de apagar el aparato y se dejó caer sobre el sofá. Mientras oía Cold little heart, uno de los temas favoritos de los dos. No pudo dejar de llorar abrumado entre recuerdos, pero consiguió recordando los ojos de Beatrice, mitigar su nostalgia hasta acompañar con una tímida, pero serena sonrisa, el final de la canción.

Aunque Nico no tomase conciencia, aquel conmovedor momento iba a actuar como un mágico revulsivo, como un cariñoso tirón de orejas que le llegase del más allá para hacerle recordar aquel enigmático “te esperare y mientras tanto yo viviré con tus ojos” A partir de entonces, suavemente, comenzó a modificar su actitud ante la vida.

Como si un trozo del estribillo, aquel que repite “tú crees en ti y en mí”, de la canción de Kiwanuka, retumbase permanentemente en su cabeza arrullando el recuerdo de Beatrice mientras le impulsaba a vivir con sus ojos, en menos de veinticuatro horas se aposentaron en el taller una legión de formones, gubias, sierras, cepillos, lijas, limas y escofinas, de diferentes formatos, tamaños y utilidades para tallar madera, acompañadas de un aparato de música similar al de la casa.

Cada día pasaba más tiempo en el estudio donde, sin renunciar al ordenado desorden que su espíritu de artista le imponía, se iban percibiendo modificaciones importantes que hacían percibir, como vino a demostrar el paso de los días, que no volvería nunca más a Madrid.

Mientras se continuaba acomodando a la tranquila vida de Valsolano, entre la música y su arte, había terminado de dar forma a los tacos del tocón del viejo abeto.  Con aquellas manos toscas y maltratadas por los años y su trabajo había dado forma a un maravilloso Misterio en el que la talla del Niño, en madera tratada únicamente con cera, era de tal calidad y seducía la mirada tan profundamente que, sin el más mínimo demérito para el resto de las figuras, todas ellas conformaban un respetuoso segundo plano junto a la imagen del Niño.

Dos semanas antes de Navidad, después de proteger cuidadosamente las imágenes y envolver primorosamente la caja en que las había guardado, se abrigó bien y se presentó en la Parroquia en busca de Don Justo.

El Párroco, amigo suyo desde la niñez, compañeros en la escuela y en aventuras, se habían distanciado cuando la marcha de Nico a Madrid fue acompañada de la del Cura al seminario. Desde entonces no habían vuelto a encontrarse hasta el regreso a Valsolano después de la muerte de Beatrice.

Normalmente, las amistades de la infancia duran toda la vida, y así fue en este caso. Desde su llegada, Nico se había convertido en un asiduo de la casa cural, donde los dos amigos acostumbraban a departir un rato cada tarde. Ni que decir tiene que la labor de Don Justo había actuado como un importante rodrigón con que sostener al artista en tan doloroso trance.

Después de un abrazo de bienvenida, le dijo a su amigo “son mi regalo de Navidad, para que lo estrenes en la Iglesia el día de Nochebuena”. Había que ver la cara de felicidad del Párroco mientras despojaba a las figuras de sus envoltorios, tan solo eclipsada por la del Niño. El cura, asombrado, no sabía cómo expresar su alegría ni demostrar su agradecimiento. Ni que decir tiene que aquella noche hablaron mucho, pero mucho, en tanto apuraban una generosa copa de vino. Al despedirse quedaron en preparar una reunión con el alcalde.

Fueron pasando los días hasta que en la mañana de la Nochebuena apareció Nico en la Iglesia con varias cajas de materiales y otra con las herramientas necesarias para montar el pesebre. Lo ensambló a la derecha del altar, donde pudieran disfrutarlo todos los fieles asistentes. Cuando terminó su trabajo pasadas unas horas, lo cubrió solícitamente con un lienzo blanco cuidadosamente asegurado para que nadie que no fuese él pudiera descubrirlo.

Aquella noche Don Justo y su amigo Nico cenaron temprano. Una cena, tan sencilla como clásica, en casa del artista sin alcohol y sin más alharacas que un poco de turrón, algunos polvorones y un villancico tradicional, “Hacia Belén va una burra”, que entonaron a dúo, como en los viejos tiempos, camino a la iglesia para celebrar la Misa del Gallo y al que se fueron agregando algunos vecinos en el trayecto.

El viejo templo de Valsolano lucia esplendoroso fruto del esfuerzo del cura y las damas de la Cofradía de Nuestra Señora de las cornejas, una preciosa talla de imaginería andaluza del siglo XV, de la Virgen Dolorosa rodeada de negras cornejas en señal de luto por la muerte de Jesús, y que procesionaba por el pueblo cada viernes santo desde hacía más de quinientos años.

La Nochebuena es siempre una celebración tan alegre y emotiva como triste la Semana Santa. La emotividad es similar, y aunque en las dos celebraciones el corazón se inunda de ternura, mientras que la congoja de la Pasión de Cristo se refleja en la tristeza de las trompetas, el afligido batir de los tambores y el llanto de las saetas, la alegría del nacimiento del Niño Dios se dispara entre petardos, villancicos, zambombas y panderetas. Ambas son la más sublime expresión de la fe y la profunda esperanza de un pueblo con firmes convicciones que lucha por no perderlas.

Al final de una Misa del Gallo, aderezada con los villancicos de los niños de la escuela, y a la que asistió todo el pueblo con el Consistorio y las fuerzas vivas a la cabeza, pero con la ausencia temporal del médico que hubo de atender el nacimiento prematuro de un varón que, sin duda, habría de llamarse Jesús. Don Justo, después de darles su bendición se dirigió a sus feligreses para decirles:

“Antes de despedirnos para que disfrutéis en la paz vuestros hogares de la alegría por el Niño que acaba de nacer, que es el regalo más grande y generoso que podemos recibir en un mundo que se empeña en alejarse de Dios, os quiero comunicar que nuestra Parroquia ha recibido hoy un maravilloso regalo que debemos agradecer y contribuirá desde ahora a alegrar, aún más si cabe, los corazones de todos nosotros. Estoy seguro de que todos conmigo daremos las gracias a nuestro amigo Nicolás que lleva a Dios en sus manos y en su arte”

De repente la iglesia quedó a oscuras y por la megafonía comenzó a escucharse una suave versión de Noche de Paz, a coro y orquesta, mientras que un haz de luz blanca mostraba a los presentes las preciosas tallas del Niño, la Virgen María, San José, el buey y la mula, dentro de un establo en ruinas al más puro estilo napolitano. Inmediatamente pudo escucharse un ¡hooooo! generalizado mientras todos se arremolinaban en su entorno para ser los primeros en admirarlo.

Tenía aquel Belén una particularidad que únicamente su autor podía descifrar y jamás desvelaría a nadie. Sería su más íntimo secreto. Carecía de la habitual estrella que siguen los Reyes Magos, a cambio, nuestro artista había sentado sobre la clave del arco mayor un angelito con las piernas cruzadas bajo su túnica, el codo derecho apoyado sobre la rodilla y su carita femenina y sonriente enmarcada por sus manos. Se trataba sin duda, de una licencia del imaginero al ver con los ojos de Beatrice.

Después de cantar unos villancicos al Niño, panderetas y zambombas en mano, los vecinos se fueron retirando después de ofrecerles Don Justo besar la rodilla del Niño, aquella noche más sonriente que nunca. Nico fue el último en hacerlo. Después, tomándolo en sus brazos se lo ofreció al cura, para depositarlo luego entre las pajas del pesebre. Mientras lo hacía unas gruesas lágrimas, entre la ilusión y la tristeza, surcaron las mejillas del artista mientras el Niño le guiñaba uno de sus ojitos y el ángel le regalaba la mejor de sus sonrisas, Después de cerrar la iglesia los dos amigos se fundieron en un largo e intenso abrazo.

Por primera vez después de muchos meses, nuestro personaje durmió plácidamente. Una noche tan cargada de emociones requería un sueño reparador. No salía de su asombro cuando miró el reloj, pero se encontraba pletórico. Encendió la chimenea para caldear la casa, se aseó y, después de engañar el estómago picoteando algo, recordó que había quedado en tomar café con el cura en casa del alcalde. A punto estuvo de llegar con retraso.

Nadie podría imaginar en Valsolano de las Cornejas que aquel día de Navidad daría tanto de sí, que contribuiría tanto a engrandecer un pueblo que venía perdiendo habitantes y recursos desde hacía años, como tantos otros, a causa del éxodo a las ciudades.

Aquel veinticinco de diciembre, fue como un choque de trenes. Reunidos tres soñadores, se pusieron a pensar y con el paso del tiempo, el cariño de sus vecinos, la ilusión, la ayuda de Dios y…lejos de los políticos, fueron haciendo realidad sus ilusiones de transformar y revitalizar el lugar.

Nico se comprometió a realizar cada Nochebuena un nuevo grupo de imágenes para, poco a poco, ir transformando el Belén en un Nacimiento que llegase a ser, con el paso de los años, un referente turístico para Valsolano, de la mano de la creación de una Escuela de oficios artísticos que él quería responsabilizarse de planificar y orientar. Comenzarían con pintura, escultura, imaginería y alfarería. Después, dijo nuestro artista, Dios proveerá, pero habremos abierto una puerta para los más jóvenes de la comarca.

Por su parte Don Justo y Manuel, el alcalde, mano a mano, se enfrascaron en la creación de una Residencia rural para los ancianos más necesitados de la comarca con preferencia para aquellos jubilados que quisieran regresar a su pueblo desde la ciudad y para ello crearían una Fundación, la Fundación Cornejas, bajo la tutela del Ayuntamiento y el Episcopado a través de la Parroquia. Para hacer este sueño realidad comenzarían por conseguir la cesión de las viviendas que estaban inutilizadas o abandonadas para reformarlas con ese fin, y el Ayuntamiento se encargaría de la creación de un equipo sociosanitario para prestar atención a los mayores.

Aquello más parecía un Plan de Desarrollo que una celebración de Navidad. Ciertamente que, sin más inspiración que la buena voluntad y el amor al terruño, se podría revitalizar Valsolano. Terminó tan fructífera reunión ya bien entrada la noche con un brindis por el éxito de los proyectos y una oración dirigida por el Párroco. Después, adecuadamente abrigados, se retiró cada mochuelo a su olivo.

A medida que pasaba el tiempo, los sueños de aquella noche se fueron plasmando en realidades y, paso a paso, cual Ave Fénix, el pueblo comenzó a resurgir de sus cenizas gracias al espíritu mágico de la Navidad, que no es otro que la buena voluntad.

Quince años después, el Niño Jesús, que le había devuelto la ilusión, llamó a Nico para siempre. Fieles a las instrucciones que dio a Don Justo, fue enterrado junto con las cenizas de Beatrice, que siempre custodió amorosamente en su casa, bajo una escultura que él mismo había esculpido en mármol de Carrara, un angelito de formas femeninas con una sonrisa en los labios y un Niño Jesús en los brazos.

Años más tarde el Municipio convirtió en museo la casa de Nicolás, donde se expone toda su obra artística.

Todas las mañanas de la Nochebuena desde que Nico se marchó, niños y mayores se reúnen en el cementerio para cantarle “a capela” Noche de Paz.

Para todos, ¡Feliz Navidad!, y no olvidéis guardar todo el año la Navidad en vuestro corazón

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