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El salariado nos permite posponer la pregunta

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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No hace tanto tiempo, cuando conocíamos a alguien, todavía resultaba natural preguntarle:

“Entonces, ¿qué es lo que haces en la vida?” Y la respuesta llegaba también de forma bastante natural. Uno todavía podía decir qué posición ocupaba en la organización general de la producción.

Desde entonces, la sociedad salarial ha colapsado hasta tal punto que ahora se evitan este tipo de preguntas, que tienden a generar incomodidad. Todo el mundo hace un poco de todo, se las arregla, lo intenta cambia de profesión, hace una pausa, se reengancha, El trabajo no solo ha perdido su brillo y su centralidad socialmente sino también existencialmente.

Quienes quieren hacernos añorar la edad de oro del salariado clásico, sean marxistas o liberales, acostumbran a mentir sobre su origen: aseguran que el salariado nos habría liberado de la servidumbre, de la esclavitud y de las estructuras tradicionales; que habría constituido, en suma, un “progreso”.

Cualquier estudio histórico un poco serio demuestra, por el contrario, que nació como prolongación e intensificación de las relaciones de subordinación anteriores. Hacer de un hombre el “detentador de su fuerza de trabajo”, y que esté dispuesto a “venderla”, es decir incorporar a las costumbres la figura del trabajador, es algo que requiere no pocas expoliaciones, expulsiones, pillajes y devastaciones, no poco terror, medidas disciplinarias y muertes. Es no comprender en absoluto el carácter político de la economía, no ver que de lo que se trata en el trabajo es menos de producir mercancías que de producir trabajadores; esto es, una determinada relación con uno mismo, con el mundo y con los otros.

El trabajo asalariado fue la forma del mantenimiento de un cierto orden. La violencia fundamental que contiene, esa que hace olvidar el cuerpo molido del obrero en cadena, el minero fulminado por una explosión de grisú o el grave deterioro de los empleados sometidos a una presión empresarial extrema, guarda relación con el sentido de la vida.

Para el economista su respuesta a la pregunta ¿cuál es la función del trabajo? es absolutamente desoladora. Trabajamos por un salario, no hay otro motivo. En los libros de economía el trabajo es un mal por su falta de utilidad, que se soporta porque está compensado por un salario. Al vender nuestro tiempo, al convertirnos en súbdito de eso para lo que se le emplea, el asalariado pone el sentido de su existencia entre las manos de aquellos a los que esta deja indiferentes, de aquellos cuya vocación consiste incluso en pisotearla.

El salariado ha permitido a generaciones de hombres y de mujeres vivir eludiendo la cuestión del sentido de la vida, “siendo provechosos”, “haciendo carrera”, “sirviendo”. Al asalariado siempre le ha sido lícito dejar dicha cuestión para más tarde (hasta la jubilación, digamos), mientras lleva una honorable vida social.

Y como, según parece, una vez jubilado ya es “demasiado tarde” para planteársela, ya no le queda más que aguardar pacientemente la muerte. De tal modo se habría conseguido pasar una vida entera sin haber tenido que entrar en la existencia. El salariado nos aligeraba así del pesado fardo del sentido y de la libertad humana. No en vano El grito de Munch esboza, todavía hoy, el verdadero rostro de la humanidad contemporánea. Lo que ese desesperado no encuentra sobre su rompeolas, es la respuesta a la pregunta: ¿Cómo vivir?

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