Todo hombre aspira a poseer un castillo y desde Montaigne sabemos bien cómo debe ser. No será con almenas defensivas donde colgar cualquier estandarte ni tendrá, tampoco, escudos ni blasones. El castillo al que aspira el hombre es el lugar a donde se retira de tiempo en tiempo, cuando el ruido arrecia, cuando siente que la vida pasa. Allí están sus libros, sus amigos, sus silencios, y es donde deposita sus recuerdos. Fresco en verano y cálido en invierno, su arquitectura es variable. A veces cabe en él toda la familia incluyendo niños que corren y chocan con las mesas; otras, se llena sólo con la presencia de su dueño y un libro, una música, una copa. De noche una luz tenue ilumina la oscuridad que le rodea: las fieras saben que allí habita un hombre y el caminante perdido, un amigo. He visto unos cuantos castillos así, algunos ocupaban sólo una habitación en un piso cualquiera de una ciudad. Incluso los hay que son, a veces, un solo libro y su lector fiel. Es suficiente.

Conozco uno que está rodeado de un paisaje con montañas al fondo y riachuelo que desciende amable desde la ladera. En él habitan los recuerdos del pasado que no abruman a los que vendrán y dejan el espacio justo para que la melancolía no entorpezca y las sombras se ocupen solo de los rincones. En este castillo se reúnen a veces los amigos. Son los compañeros que van quedando después de la batalla. Beben, conversan, escuchan y comparten silencios y miradas, planifican nuevas partidas y se despiden hasta la próxima. Salen renovados y, sin rencor, lucharán de nuevo contra el ruido, tratando de ser mejores, esperando encontrarse todos de nuevo en ese lugar donde han depositado lo mejor de cada uno, la amistad.

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