La crónica aludida en nuestro titular, no se enmarca en las latitudes tropicales del Macondo imaginario que inspiró a García Márquez sus Cien años de soledad. Y tampoco responde a un remedo de la magistral narrativa que en 1982 le llevó a la gloria del Premio Nobel.

Estamos a mucha distancia, histórica y vital, del realismo fantástico que caracteriza la genial obra de ‘Gabo’. Pero en nuestro tiempo y espacio sí que tenemos una reproducción muy semejante del ineludible destino que acompaña la suerte de los perdedores, recogido con tanta sobriedad como precisión en otra de sus originales obras: Crónica de una muerte anunciada.

Porque aquí y ahora, y enmarcada en el ajetreo político de esa vertiente un tanto ‘macondiana’ que también pervive en España, la fatalidad aparece de nuevo como hecho inexcusable, como la metáfora suprema del infortunio en el que a menudo quedan atrapados nuestros políticos más conspicuos.

 En la crónica literaria genuina, el narrador advierte que los asesinos de marras, los hermanos Pedro y Pablo Vicario, “de catadura espesa pero de buena índole”, no quieren matar a Santiago Nasar, aunque deban hacerlo. Y también que todos sus convecinos, aún deseando impedir el crimen, no lo hacen. O, aún peor, que sólo la víctima propiciatoria desconocía el porvenir inmediato que le aguardaba.

Pues bien, como expresión del juego político más inimaginable pero cierto, en estos momentos estamos viendo como Rajoy -presidente en funciones- se consume en su particular ‘muerte anunciada’, sin percibir que ya es un cadáver amortajado entre otras cosas por no atajar la corrupción interna del partido y por su desidia para afrontar la regeneración política, al igual que el Nasar descrito por García Márquez ignoraba su insoslayable destino.

Todo un esperpento político nacional, marcado en efecto por el desmedido afán personal de aferrarse al poder, acompañado además por el desprecio del daño que tal actitud produce al PP y al sector conservador de la sociedad española que representa. Algo más enraizado con el peor hacer caribeño que con las prácticas democráticas consolidadas en Europa.

El desgaste y la mala imagen social de Mariano Rajoy y de su Gobierno, poco tienen que ver con el respeto ciudadano hacia el PP como fuerza política consolidada en el juego de la política nacional (aunque sin duda necesitada de una revisión profunda). Pero su esfuerzo por seguir titulando de forma contumaz un liderazgo de partido que en realidad nunca se ha visto claro, perjudica al conjunto del país tanto o más de lo que podrían hacerlo esos eventuales gobiernos llamados ‘de perdedores’ que en su opinión quieren arruinarlo; derivado en todo caso del mal balance político de la X Legislatura y que le rebasaría ampliamente en votos obtenidos: el PP sólo obtuvo un 28,72% frente al 71,28% restante…

Aunque, a mayor abundamiento, y en la misma línea equívoca del análisis realizado por los dirigentes del PP, no dejan de sorprender sus continuas referencias a la izquierda ‘perdedora’ de las elecciones del 20-D, cuando el mayor fracaso ha sido el del partido en el Gobierno. De hecho, lo que Rajoy presenta como una victoria indiscutible, es una derrota electoral sin parangón en la historia de su partido: ha perdido la mayoría absoluta de 186 escaños y nada menos que 63 (un tercio sobre la marca anterior), frente a los 20 perdidos por el PSOE también sobre los preexistentes.

Pero ¿cómo puede hablar entonces Rajoy de un Podemos ‘perdedor’, si es un partido que ha pasado de cero diputados a 69…? ¿Y es que, siendo ésta una formación de izquierda que compite con el PSOE, no suma con él ya 159 escaños, que son 36 más que los del PP…? Lo que haga o deje de hacer Ciudadanos, que en principio sólo podría pactar con el PP una minoría de 163 escaños y con el PSOE otra aún más exigua de 130 (la abstención es otra cosa), poco tiene que ver con la aspiración marianista de conjurar su merecida soledad política.

En el caso que nos ocupa, la elucubración de Rajoy, sobre-actuada al estilo macondiano, también le conduce a una irremisible defenestración, aunque quizás él tenga más asumido su futuro que el Nasar descrito en la trágica narración de García Márquez. Desde que se auto impuso como candidato presidencial del 20-D, sin abrir su razonable sucesión, el cadáver viviente de Rajoy ya no ha tenido quien le escriba ni quiera contaminarse apoyando su investidura; hasta el punto de verse obligado a declinar el ofrecimiento del Jefe del Estado para intentar formar el nuevo Gobierno que tanto ansía.

Pero, aunque él no lo quiera ver, han sido los propios votantes quienes han impedido ese aferramiento al poder de estilo tercermundista. Porque, frente a sus críticas a un Gobierno progresista y reformista (bien de coalición o sólo con apoyos de investidura o de legislatura, como los que tuvo Aznar en 1996 cuando pactó con los nacionalistas catalanes, vascos y canarios), lo cierto es que quienes le han apeado del poder han sido un tercio de sus votantes previos, que se han sentido traicionados por su gestión política.

De esta última, de la traición sin paliativos, Friedrich von Schiller, literato, filósofo e historiador alemán poco sospechoso de veleidades indignas o inmorales, decía que “disuelve todos los vínculos”. Y, en corte más popular pero no menos sabio, el refranero español, recuerda que “no puede uno servir bien a dos amos, y contentarlos a entrambos” (las bases electorales y la elite del establishment), que es lo pretendido por Mariano Rajoy.

Finalmente, subrayamos este aviso a navegantes: si cuando se sufre la primera traición la culpa siempre es del traidor, de la segunda es más responsable el traicionado. Y, cuando la traición (la corrupción política es una de sus expresiones) se asienta como impronta de un partido o como imperativo habitual de un estilo de gobierno, denigrando ostensiblemente la vida pública, la última culpa recae en el electorado que la respalda, que es el que ha sancionado el fracaso electoral de Mariano Rajoy.

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