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El milagro de Lucas

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análisis

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Disfrazarse de pastorcillo no era lo que más le apetecía a Lucas, pero para complacer a su abuela era capaz de todo. Con quince años, la cara repleta de espinillas y un look entre Freddy Mercury y el Príncipe Eduardo de Inglaterra, no estaba de acuerdo con nadie, excepto con la yaya, que le había cuidado cuando los hornos de sus padres no estaban precisamente para bollos.

Y eran bollos lo que le había dado Elisa para merendar cuando le llevaban a su casa. Bollos con nata, de chocolate, con almendras, con helado… Bollos para saciar sus ganas de comer dulce, para quererla más. Casi tanto como a su madre.

Por eso el día que la yaya le dijo que había un auto de Navidad en la parroquia y que tenía que ir vestido de pellico, aunque al principio le pareció una tontería, a los dos minutos aceptó.

Y ahí vemos a Lucas buscando un chaleco de borreguillo, unas alpargatas y un jubón. Pantalones cortos, el pelo bien peinado y una sonrisa sarcástica en los labios que le salía cuando pensaba en lo que dirían sus amigos del Instituto, si alguno llegaba a verlo. Cara de “no podérselo creer”, mientras fumaban canutos de hachís. O de algo parecido de algo que habían cultivado en macetas sin que sus familias se enteraran.

Los niños del coro de la iglesia de Santo Jesús del Santo Sepulcro, ensayaban con voces angelicales villancicos del mundo, mientras el cura iba de un lado para otro, enloquecido, procurando que todo estuviera a punto.

A las ocho de la tarde, del día veinte de diciembre, había convocado en la parroquia a los numerosos feligreses de Torreznos, un pueblo perdido de Albacete, en medio de La Mancha. Es decir, en medio de la nada.

Todo adornado a base de cestas de mimbre con flores de plástico sobre delicados pañitos de ganchillo, tejidos por las abuelas del lugar.

-¡A ver! Esos chicos que se quiten del medio. Tú, Javi, ponte en esa fila y mantén la boca callada. Iván… creo que tienes que ir a por musgo para ponerlo debajo del muñeco que hace de niño Jesús, unos periódicos viejos ya te dije que no sirven y menos esa revista de Interviú llena de señoras desnudas. ¡Eres un pervertido! ¿Dónde habéis puesto el manto de San José? Pedro ¡no vale la capa de tuno de cuando tu padre estudió aparejadores en Salamanca! ¡Niñas! ¿Dónde se ha metido la Virgen María? ¡Elena! Los ángeles no mascan chicle…

Entonces Lucas apareció en escena.

Lo había intentado. Su pelo rizado y ensortijado era muy navideño. Los ojos azules como los de su abuela, habrían ayudado pero los había tapado con gafas oscuras. Las alpargatas eran de su hermana, y tenían bastante tacón, y el chaleco de borreguillo encima de una camiseta negra con una hoja de cannabis, junto con una bota de vino que portaba y un poco de maquillaje.

¡El pastorcillo se había convertido en una verdadera dragt queen!

Los miró a todos y desde sus altos tacones comenzó a cantar sin más miramientos un rap navideño que había tardado horas en componer:

Campana, sobre campana

No tengo perro ni tengo marihuana 

Y sobre campana una

Te bajo las estrellas, te bajo la luna

Asómate a la ventana

Hace frío, se escucha el croar de las ranas

Verás al niño en la cuna

Los ángeles cantan como canta la tuna

Belén, campanas de Belén

Que a los yonquis les toca

Que pedo os traéis

Y así…Ante el asombro de la multitud que, después de los momentos iniciales, comenzó a dar palmas y a bailar acompañada de panderetas y zambombas.

El cura nunca había visto tanta felicidad en la cara de sus feligreses. Y él mismo se contagió de tanta alegría y se le oyó cantar también el pegadizo rap mientras la parroquia estallaba como nunca.

La luna llena, aburrida, perezosa y cómplice, guiñó a los hombres de buena voluntad su hermoso ojo-cráter en esa tarde fría de diciembre.

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