Los terribles atentados que ha sufrido la ciudad de Bruselas vuelven a sacar a la luz el debate sobre las consecuencias del terrorismo internacional, sobre qué hacer contra el fanatismo de unos pocos que no toleran las diferencias entre los hombres. El problema es que las medidas que se toman siempre van en contra de los derechos de los ciudadanos y, estarán de acuerdo conmigo, esa es la primera victoria de los asesinos. Bruselas, Madrid, Nueva York, Londres o París son algunas de las ciudades occidentales que han sufrido el azote de organizaciones terroristas yihadistas. Antes era Al-Qaeda, ahora es Estado Islámico. Da igual el nombre, las consecuencias son las mismas: muerte, dolor, miedo y restricción de derechos en aras de una mayor seguridad. Como pueden comprobar, esos cuatro términos son el éxito de los fanáticos.

Es normal que la gente se atemorice cuando sufre en su ciudad o en su país un ataque terrorista despiadado como los ocurridos en las ciudades citadas anteriormente. Como se suele decir, el miedo es libre. Sin embargo, lo que no es muy normal es que a ese temor natural comience por parte de las autoridades la implantación de la doctrina del miedo con la colaboración de los principales medios de comunicación.

Este hecho lo vimos en Estados Unidos tras los atentados del World Trade Center. Recordarán los lectores cómo unió al impacto sufrido por los norteamericanos por los aviones estrellados en las Torres Gemelas y en el Pentágono una campaña de amedrentamiento total con constantes amenazas de ataques biológicos, con subidas y bajadas de los niveles de alerta nacional, que tenían dos fines: por un lado, buscar la coartada para que la Administración Bush pudiera llevar a cabo la estrategia bélica contra Iraq; por otro lado, tener la excusa para reducir los derechos civiles de sus propios ciudadanos porque, de ese modo, estarían más seguros.

Hagamos una pequeña remembranza de lo que ocurrió en los meses posteriores al 11-S. Apenas mes y medio después de los atentados del 11 de septiembre, el gobierno de George W. Bush promulgó la USA Patriot Act, una ley que ampliaba la capacidad de control ciudadano del Estado con el fin de frenar la amenaza terrorista y dar a las diferentes agencias de seguridad e inteligencia norteamericanas más poder de vigilancia y acción. Esto confrontaba con las libertades de los americanos que tenían que elegir entre su seguridad y sus derechos constitucionales. A pesar de que la USA Patriot Act tuvo un respaldo mayoritario en las dos cámaras legislativas, muchos sectores de la sociedad norteamericana criticaron la Ley Antiterrorista, lo que aprovecharon los medios mamporreros del Partido Republicano para acusarles de favorecer a los terroristas por defender los derechos humanos y las libertades civiles. ¿Les suena este discurso? ¿Les suena esta reacción de los medios?

Sin embargo, una de las mayores irresponsabilidades que puede cometer un gobierno cuyo país ha sido golpeado por un atentado terrorista como el del pasado martes es poner más miedo sobre el miedo, generar un estado de terror que justifique las medidas tomadas. Manuel Valls, un personaje tétrico que se esconde en el socialismo a pesar de ser un político que nada le tendría que envidiar a Mariano Rajoy o a Margaret Thatcher en su conservadurismo, hizo eso al hablar de riesgo de ataques bacteriológicos en Francia tras los atentados de noviembre. Exactamente igual que hizo Bush con las alarmas de ántrax después del 11-S.

Lanzar constantes alertas a los ciudadanos lo único que hace es generar desconfianza y atemorizar a la población y, de paso, que estos acepten como normal la derogación sus derechos en aras de la seguridad. ¿Es que el derecho de reunión, manifestación o de reunión son peligrosas y atentan contra la sociedad? ¿Prohibir manifestaciones está pensado para proteger a quienes acudan a esas concentraciones o para evitar que el pueblo salga a la calle? ¿Por qué Francia no tomó esas medidas en enero de 2015 cuando se atentó contra la población judía o contra los trabajadores de Charlie Hebdo?  Da la sensación de que aquellos que ocupan el poder no saben compatibilizar la libertad democrática con el hecho de garantizar la seguridad de los ciudadanos. Parece que quieran dar a entender que los dos conceptos son antitéticos, cuando, en realidad, no es así, sino todo lo contrario.

La seguridad de los ciudadanos se logra a través del trabajo incansable de las fuerzas del orden y de los servicios de inteligencia (civil o militar) de los países. Ante la amenaza yihadista es fundamental que todas y cada una de las agencias se coordinen y compartan toda la información que sea necesaria, incluso la que pudiera ser sensible para su seguridad nacional. Todo el mundo es consciente de que contra este tipo de terrorismo es muy complicado luchar porque es complejo controlar a elementos individuales. Sin embargo, si a esta complejidad le añadimos la descoordinación entre los diferentes países tanto a nivel de acción policial como de agencias de inteligencia, lo que se logra es precisamente lo que los terroristas quieren: la total impunidad en sus acciones y tener demasiados campos libres para actuar. Esa coordinación entre los distintos Estados es lo que da seguridad a los ciudadanos, no la derogación de sus derechos.

La seguridad de los ciudadanos no tiene nada que ver con el mantenimiento o la restricción de sus derechos. Un líder débil o un líder conservador utilizarán siempre el miedo como arma para poder retirar derechos a la ciudadanía, derechos que, evidentemente, son incómodos para el poder. No se trata de garantizar la seguridad de esos hombres y mujeres sino de otra cosa: se trata de tener la capacidad de mantener ciertos compromisos adquiridos con otros estamentos más poderosos, quizá, que los propios gobiernos. Por eso en cuanto hay una crisis provocada por un atentado terrorista lo primero que se tiene es la tentación de restringir derechos lo cual es una irresponsabilidad a pesar de que se quiera disfrazar de lo contrario. De ahí que el miedo sea fundamental porque cuando alguien está atemorizado hace lo que sea para volver a sentirse seguro, incluso renunciar a sus derechos. Esperemos que en esta ocasión el gobierno belga no caiga en la tentación en que cayeron otros y respete a sus ciudadanos.

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