El mejor amigo del hombre es su cuarto de baño. Mi suegro dice que el mejor amigo del hombre es el huevo frito. En efecto, si por un desafortunado lance del destino caemos en manos de un cocinero desaprensivo siempre podemos poner cara compungida y con una sonrisa avergonzada preguntar: ¿por favor, no podría tomar un huevo frito? Creo, sin embargo, que la relación con el cuarto de baño es más profunda. Comparte algunos de nuestros momentos más felices y también los más desgraciados. Conoce nuestra más reservada intimidad y nos ha visto en situaciones que jamás querríamos que fuesen conocidas. Ni siquiera las personas más allegadas comparten con nosotros el grado de intimidad que tenemos con el cuarto de baño. Solo pensar en que hiciese públicos los secretos que le hemos confiado nos llenaría de horror.

El cuarto de baño es el último refugio del ser humano. Constituye el hogar dentro del hogar. Otras habitaciones, aún siendo importantes, no son tan personales. La cocina, lugar de disfrute, el salón de TV que si hablara descubriría seres inertes o el dormitorio donde se mezclan placeres y dramas, poco pueden decir de nosotros comparados con el cuarto de baño. El catálogo de situaciones posibles en el cuarto de baño es verdaderamente amplio. Hay actividades que no quisiéramos realizar en público aunque no sean tan íntimas. Por ejemplo lavarse los dientes, cortarse las uñas o afeitarse. Otras parecen veniales pero no dejan de tener su trascendencia. Entre estas se encuentra levantarse por la mañana y ver a un individuo ojeroso y con mala cara. O contemplar como un desafortunado grano se ha instalado en el centro de nuestra cara. O reventarse dicho grano. En el terreno de lo realmente íntimo se encuentran las actividades de descarga fisiológica y no deberíamos pasar por alto el autoerotismo propio de la adolescencia e incluso las actividades eróticas compartidas de las que también el baño sabe algo. Pero cuando realmente estamos agradecidos de tener un fiel amigo en el cuarto de baño es en esos durísimos momentos de indefensión, postración, debilidad e infamia que supone la enfermedad. No está de más recordar la última carrera hacia el cuarto de baño presos de una feroz diarrea. Y ¿existe acaso una situación más degradante que estar arrodillado frente a la taza doblegado por unos irreductibles vómitos? No lo duden, el baño es el mejor amigo del hombre. Y de la mujer, naturalmente. Porque si lo dicho es aplicable a todos los seres humanos, las mujeres tienen una deuda adicional con el cuarto de baño relacionada con dos actividades específicas: el maquillaje y el ciclo femenino. No me negaran las señoras que para ustedes, como para mí, el cuarto de baño es el último refugio, su mejor amigo.

De lo dicho podrán ustedes deducir que mi relación con el cuarto de baño es excelente. Y así es. O, por mejor decir, así ha sido. Cuando hace dos años compramos nuestra casa todo eran ilusiones. Especial cariño pusimos mi mujer y yo en arreglar los cuartos de baño de la nueva casa. Tenemos tres. El nuestro da a nuestro dormitorio. Nuestras dos hijas de doce y catorce años tienen el suyo propio que da al pasillo. Y también disponemos de otro cuarto de baño de servicio al que llamamos baño del fondo. Todo era felicidad en nuestro hogar y disfrutamos al máximo de nuestro baño. Decorado con un suave tono azul pastel y delicados motivos acuáticos que incluían delfines y peces, hubo momentos en los que creí que me hablaba, tal era el grado de compenetración entre ambos. Sin embargo, las cosas fueron cambiando poco a poco.

Por alguna razón que no alcanzo a comprender, mi cuarto de baño comenzó a distanciarse de mí. Lo noté en algunos detalles sin importancia. El papel, por ejemplo. Sabido es que el papel higiénico no dura siempre y que necesita reposición. Darse cuenta de su falta antes o después de haber usado el retrete entraña una sustancial diferencia, ya lo saben ustedes. No entraré en detalles sobre como salir del apuro una vez acontecido tan indeseable evento, allá cada cual. Baste con decir que fue una circunstancia que se repitió con frecuencia durante una temporada. Cuando esta reiteración se produce, uno suele tender a echar las culpas a los demás. En este caso a mi familia. ¿Porque no reponían el papel si se les acababa? Dado que el patrón se repetía, observé cuidadosamente los acontecimientos y así comprobé que el papel puesto por la mañana faltaba por la noche y, lo que es peor, que cuando comprobaba si el papel estaba en su sitio antes de usar el retrete, allí lo encontraba mientras que cuando no lo comprobaba, el papel siempre faltaba. Fue en esta época cuando empecé a usar esporádicamente el aseo de nuestras hijas.

Al asunto del papel sucedieron otros similares. El frasco del jabón de manos estaba vacío, preferentemente si me había manchado las manos de grasa arreglando algo; el gel de baño había desaparecido después de haberme ya mojado en la ducha; la afeitadora eléctrica reclamaba una vida autónoma negándose a obedecer mis órdenes tras un puente de cuatro días en el que no me había afeitado; la cisterna se atascaba, pese a ser nueva, cuando la taza estaba llena y un sinfín de pequeños detalles que ustedes juzgarán normales, sin duda porque no estaban en mi situación, pero que a mí empezaban a parecerme conformando parte de una trama planeada para acabar con mi felicidad.

No crean que lo relatado es todo lo ocurrido. Hubo más. Mucho más. Como la semana que pasamos en obras porque se rompió una cañería. O las cucarachas que nos invadieron durante días. En una ocasión, tras usar el retrete, el móvil que se encontraba en el bolsillo de mi camisa, se precipitó hacia el pestilente abismo ante el que me encontraba. No crean ustedes que encuentro placer en contar estos degradantes hechos, pero temo que si no lo hago, no comprenderán la totalidad de mi drama. El caso es que allí me hallaba yo frente a la situación. La situación. Para aminorar mi vergüenza, siempre puedo preguntarles ¿y ustedes, que habrían hecho en mi caso? Yo dudé. Paso del móvil, fue mi primera reacción. Después pensé que podría atascarlo todo y estaba dando muestras de cobardía. Impetuosamente fui a meter la mano pero me contuve. ¿Debía tirar primero de la cadena? ¿Y si el móvil seguía su camino para detenerse más adelante en un lugar más inaccesible? ¿Como explicárselo al fontanero? Hecho un manojo de nervios, respiré profundamente varias veces. Pausadamente me quité la corbata y la camisa. Metí la mano. Y el resto ya se lo imaginan. Aquello marcó definitivamente mi relación con el cuarto de baño. Desconfiaba abiertamente de que el agua de la ducha saliera fría de pronto, o de que se fundieran los plomos mientras orinaba o de que el jabón o la pasta de dientes o cualquier otro elemento me jugaran otra mala pasada.

Este estado de cosas afectó inevitablemente a nuestro matrimonio y a la vida familiar. Cada vez más huraño e irascible, dejé de usar nuestro baño casi por completo. Empecé usando el de mis hijas, pero como cualquiera que tenga dos hijas adolescentes sabe, la situación era insostenible. La incursión de un extraño en sus dominios, aunque se tratara de su mismo padre, era intolerable. Además, siempre estaba ocupado. Mi amada esposa, compresiva y tolerante, intercedió y yo tuve un respiro. Mas pronto decidí usar el baño del fondo. Quité las fregonas y la tabla de la plancha y empecé a usarlo con regularidad. Mientras, mi mujer callaba. Fue entonces cuando enfermé de dos de los cuatro dragones gastrointestinales, las enfermedades que más gravemente afectan a los aparatos digestivo y excretor. No contraje la desagregación líquida de Bonhof ni la colitis del mejillón de Mucientes (el sobresaliente trabajo del microbiólogo español en Bruselas con los citados moluscos es obra de obligada referencia). Aunque sufrí la enteritis negra de MarkKnopfler, lo duro vino con la diarrea reiterada de Dupont. Una terrible enfermedad que se acompaña de diarrea y vómitos y reaparece varias veces tras algunas semanas de mejoría hasta que es completamente vencida. Obligado a guardar cama, visitando el cuarto de baño cada hora, débil, vencido, fui el ser más desgraciado de la tierra. El espejo se encargaba de atestiguarlo, devolviéndome una deplorable imagen de mí mismo. Delirando, veía el retrete no como un aparato higiénico sino como un brazo de la gran cloaca que llegaba hasta mi hogar desde las abyectas profundidades del subsuelo urbano. Para colmo en medio de uno de los peores episodios, se estropeó el respiradero. El hedor llegaba hasta el dormitorio de modo que mi mujer y yo decidimos trasladarnos a la habitación del fondo.

Cuando sané, firmemente convencido de que mi cuarto de baño me odiaba, no regresé a nuestro dormitorio y me instalé de forma estable en el del fondo. Pensaran ustedes que exagero. Alguno estará sin duda, atribuyéndome rasgos paranoides. Celotipia o complejo de persecución. No les niego algo de razón. Mi obsesión era poco racional. Sin embargo, no soy un paranoico clásico. No creo que nadie me persiga, ni que mi mujer me ponga los cuernos. No oigo voces ni creo que me espíen. Mi relación con mis vecinos es afable y adoro a mi familia. Es sólo ese maldito cuarto de baño. Él y solo él tiene la culpa.

Dejé también de usar todos los aseos de la casa, todo lo más el del fondo en una urgencia y comencé a usar los equipamientos que la ciudad me ofrecía. Procuraba ducharme en vestuarios deportivos e iba al baño en cualquier lugar público antes de llegar a casa. Les parecerá chocante, pero la más inmunda letrina me resultaba más acogedora que mi amenazador baño color azul pastel con delicados delfines y pececillos. Letrina, retrete, baño… ciertamente existe un abundante léxico para nombrar dicha habitación y si bien está claro que el de casa es el cuarto de baño, en la calle, me asaltan las dudas. Cuando usted se encuentra en una cafetería ¿que término usa? A mí, todos me parecen inadecuados. ¿Podría, por favor, indicarme donde está el baño? ¿Es que va a bañarse? ¿El aseo? ¿El servicio? Yo no me encuentro cómodo con ninguna palabra. Existen términos que se refieren al carácter privado de lo que en él se hace. Tal es el caso de reservado, escusado o retrete, siendo esta última una escalofriante palabra que significa lugar de recogimiento. Donde se orina es el urinario o mingitorio. ¿Mingitorio? Les aseguro que jamás he estado en un lugar semejante. Varias palabras sirven tanto para el aparato sanitario como para la habitación entera cual es el caso de inodoro que es el lugar que no huele, baño, lavabo o el mencionado retrete. ¿Es que se puede decir algo adicional a lo que sugiere la palabra taza? ¿Taza de sopa? ¿Porque mezclar dos actividades tan contrapuestas en una única palabra? Una de mis preferidas es el cuartelario tigre. Tiene la ventaja sobre las anteriores de que no trata de disimular, ya que la alusión al rugido con el que te recibe no da lugar a bienintencionadas interpretaciones. Váter es la más extraña. Váter, water, water-closet o WC. Es del tiempo en el que los usuarios de la lengua castellana no estaban ni social ni tecnológicamente tan avanzados como nuestros vecinos del norte e importamos sus palabras al mismo tiempo que sus avances higiénicos. WC significa en inglés vestidor con agua lo cual no deja de ser un eufemismo semejante a los nuestros. Es de notar, sin embargo, que ni los propios ingleses usan el término prefiriendo abrumadoramente el de toilet que como ustedes saben no es inglés sino que viene del francés toilette. ¡Ah los franceses! (y las francesas), precursores de la decadencia de occidente. A ellos les debemos también la invención del bidé (caballito en francés) máximo exponente del lujo moderno. Y tras este largo excurso, permitan que continúe con mi dolorosa narración.

Aunque lo expuesto dará muestra de la inquina que hacia mí mostraba mi baño, lo peor vino cuando intentó matarme, cosa que hizo en dos ocasiones. Un día en que se había roto la afeitadora decidí usar la brocha, el jabón y las cuchillas. Haber arreglado la maldita afeitadora, dirán ustedes. Es lo que debería haber hecho, no les niego la razón, pero por una razón u otra, allí estaba yo sin afeitadora. Miré con recelo las cuchillas y no pude determinar cuando fue la última vez que las había usado. Ni cual estaba sin usar. Según procedía con la operación, los nervios se iban apoderando de mí. La desgracia producía una irresistible atracción, mi mano temblaba. El baño se había conjurado y sucedió lo inevitable. El corte de más de diez centímetros sangró abundantemente y, a pesar de la cura de urgencia, se infectó y me obligó a llevar un enorme esparadrapo durante más de dos semanas.

Un día, mi mujer me encontró sollozando en la habitación del fondo. Tenemos que hablar, me dijo. A estas alturas ustedes juzgarían normal que me hubiera abandonado, pero mi mujer es especial. La adoro y sin ella mi vida hubiera caído en el más insondable abismo. Su dulzura y su comprensión me dieron pie a contarle mi drama, drama que ella ya conocía. Dos horas pasamos abrazados, dos horas en las que por primera vez en años me sentí comprendido y cobijado. Lo superaremos, afirmó. Aquella noche volví a nuestro dormitorio y dormí de un tirón. A partir de ese momento usé el baño con regularidad y si algún pensamiento inconveniente acudía a mi mente, yo lo desdeñaba con seguridad. De nuevo los delfines y los pececillos me resultaban gratos.

Hasta el día en que intentó matarme por segunda vez. Estaba yo duchándome cuando se apagó la luz. Preso de una gran inquietud di un par de voces para ver si alguien lo arreglaba. Entonces recordé que me hallaba solo. Estaba tratando de relajarme y pensar con calma cuando el agua se tornó súbitamente ardiente. Di un brinco hacia afuera pero resbalé con el jabón. Me agarré a la cortina del bañó mas esta cedió y, arrastrándola, caí hasta el fondo de la bañera golpeándome la cabeza. Una hora después mi mujer me encontró sin sentido mientras mi sangre se mezclaba con el agua para desaparecer por el sumidero.

Hemos cambiado de casa. Les parecerá a ustedes una extravagancia abandonar una casa a los dos años de vivir en ella, especialmente por unos motivos tan poco fundados como los míos. Vuelvo a repetirles que de haberse encontrado en mi situación, sus pensamientos serían otros. Empeñamos todo lo que teníamos y nos endeudamos por muchos años. Mi mujer es sumamente comprensiva y una vez más ha salvado nuestro matrimonio. La nueva casa es maravillosa y yo me encuentro en plena forma tras haber superado mis anteriores temores. El baño es de nuevo mi amigo y ya no me importa que el papel falte con reiteración. Los delfines y pececillos y el suave color azul pastel han sido substituidos por flores y por un gentil tono rosa pálido. Hace pocos días estaba observando los delicados pétalos mientras orinaba, cuando la tapa cayó sin previo aviso ocasionando que orinara sobre la tapa, el sanitario y el suelo hasta que controlé la micción como pude. Le puede pasar a cualquiera, no crean que han vuelto mis obsesiones. Aunque la luz se vaya con frecuencia o la temperatura del agua mude inoportunamente, aunque falte el jabón o no haya toallas, yo soy plenamente feliz y me encuentro en perfecta sintonía con el cuarto de baño, el mejor amigo del hombre.

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