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El letargo de occidente

Los romanos crean un desierto, y a esa desolación la llaman paz. (Cornelio Tácito)

Eduardo Luis Junquera Cubiles
Eduardo Luis Junquera Cubiles
Nació en Gijón, aunque desde 1993 está afincado en Madrid. Es autor de Novela, Ensayo, Divulgación Científica y análisis político. Durante el año 2013 fue profesor de Historia de Asturias en la Universidad Estadual de Ceará, en Brasil. En la misma institución colaboró con el Centro de Estudios GE-Sartre, impartiendo varios seminarios junto a otros profesores. También fue representante cultural de España en el consulado de la ciudad brasileña de Fortaleza. Ha colaborado de forma habitual con la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón y con Transparencia Internacional. Ha dado numerosas conferencias sobre política y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, en la Universidad UNIFORM de Fortaleza y en la Universidad UECE de la misma ciudad. En la actualidad, escribe de forma asidua en Diario16; en la revista CTXT, Contexto; en la revista de Divulgación Científica de la Universidad Autónoma, "Encuentros Multidisciplinares"; y en la revista de Historia, Historiadigital.es
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análisis

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El neoliberalismo se desarrolla en cada lugar de un modo distinto: en Occidente, las sociedades son cada vez más desiguales y pasivas. Al no existir ya conciencia de clase en la masa obrera, hay pocas posibilidades de que esa clase se una y se articule con el fin de alcanzar mejoras sociales, tal como sucedía décadas atrás. El individualismo promovido por el capitalismo más despiadado hace el resto, de manera que el ser humano disgregado es solo una mota de polvo incapaz de hacer frente al gigante neoliberal, pletórico y bien nutrido después de haber engullido la mayor parte de los sectores públicos en los países occidentales. Existen múltiples mecanismos para anestesiar a los hombres y mujeres del siglo XXI, uno de ellos es el entretenimiento vano promovido en las redes sociales. Los griegos ya hablaron de ello afirmando que, cuando el hombre está cansado es más proclive a ver (se referían al teatro) que a pensar, algo que requiere un esfuerzo más lúcido y consciente.

Otro de los mecanismos creados para anular a la sociedad, este más sofisticado, es el de proporcionar medicamentos antidepresivos y ansiolíticos a personas que no encuentran sentido a sus vidas. Si fuéramos más reflexivos, comprenderíamos lo descabellado que es intentar erradicar un síntoma sin preocuparnos de cuál es su origen. A toda persona que experimente tristeza o angustia me gustaría preguntarle por la calidad de sus relaciones familiares y por el tiempo que dedica a sus amigos y a disfrutar de sus aficiones; me gustaría saber también si está satisfecha con su trabajo, si el ambiente en el mismo es acogedor en el sentido humano, si la jornada laboral tiene una duración razonable y si el salario es realmente alto y no un sueldo miserable que le provoque angustia desde mediados de mes. Muchos empresarios han aprovechado la crisis para recortar sueldos, para ampliar la jornada laboral de sus empleados y para reducir derechos laborales. En esta cuestión, el miedo ha resultado ser un aliado perfecto: cuando existe miedo en un colectivo es más fácil aprobar medidas de excepción que serían impensables de plantear en tiempos de bonanza. En fin, todos sabemos de lo que estoy hablando porque antes de la crisis los estudios decían que alrededor de 300.000 personas en España pensaban a diario en el suicidio por cuestiones de acoso laboral, y todo indica que estos datos han empeorado.

Volviendo al uso de los medicamentos que nos aletargan: es necesario pensar qué hacemos con nuestras vidas; es preciso convivir con el dolor y verlo como un compañero de viaje que a veces viene y a veces se va. Muchos psicólogos se quejan de que los pacientes que van a sus consultas se niegan en redondo a hablar de su vida, es decir, de las causas de su infelicidad, y exigen que se les dé un remedio (una pastilla) que de inmediato alivie su sufrimiento. Me atrevería a decir que el ser humano actual no solo tiene miedo a la libertad y a la soledad, también siente pánico al asomarse a su propio abismo porque eso le coloca ante la perspectiva de conocerse, algo que le aterra sobremanera. El recibir una pastilla de “la felicidad” también está en consonancia con la poca tolerancia a la frustración y con la cultura de la satisfacción inmediata de los deseos, tan propia del mundo actual.

No tengo ninguna tendencia a imaginar extrañas conspiraciones, aunque, al final, tras escudriñar un poco la realidad que nos rodea, uno comprende que todo es conspiración. El hecho de proporcionar medicamentos que aletargan y que a la vez mitigan los síntomas de la ansiedad o la depresión a una persona que padece una crisis existencial porque sufre las consecuencias de vivir en un sistema que sitúa a la economía como centro y prioridad en detrimento del ser humano es una manera de garantizar que esa persona no se levantará contra ese sistema. La persona medicada deja de ser ella misma y está parcialmente incapacitada para rebelarse contra las injusticias, mientras que una persona que sufre los horribles síntomas derivados de un trastorno de ansiedad o una depresión sin la ayuda de la medicación tiene más posibilidades de comportarse como una pantera enjaulada, con la diferencia de que posee el don de la razón, que, finalmente, es lo que puede hacer que elabore una respuesta con el fin de liberarse de su opresión.

El historial de prácticas criminales de la industria farmacéutica es tan extenso que podríamos pensar que todo esto forma parte de un plan deliberado, aunque pienso más bien que, en este caso, la forma de operar de los grandes laboratorios, cuya única prioridad es la rentabilidad, está en perfecta armonía con el objetivo del neoliberalismo de construir una sociedad pasiva. En definitiva, los planes de la agenda neoliberal de crear una sociedad acrítica permanentemente absorta en la pantalla de un móvil o un ordenador son más fáciles de llevar a cabo en un mundo en el que los médicos del alma (los psicólogos) no cuestionan el sistema socioeconómico como origen de los problemas individuales, sino que se limitan a paliar los síntomas de las enfermedades facilitando medicamentos a los pacientes. Este escenario, insisto, es lo contrario de lo que se precisa para que la propia sociedad elabore respuestas a las incertidumbres del ser humano. Los psicólogos forman parte de la sociedad, y es la sociedad la que ha interiorizado por completo la perniciosa idea de que no existe una alternativa posible en el orden económico.

Es cierto que disponemos de medios de comunicación que tratan de construir una respuesta honesta y realista al actual desorden mundial, pero, de momento, esos medios son minoritarios y su alcance, en comparación a los grandes grupos multimedia es aún menor. Cuando el ciudadano trata de cuestionar nuestro sistema, la gran cantidad de medios afines al mismo tan solo le ofrece planteamientos demagógicos tales como considerar el comunismo castrista o el soviético como la antítesis de los sistemas neoliberales. Por esta razón, el neoliberalismo gana las guerras sin haberlas declarado siquiera, y lo hace porque nos convence desde niños de que no es posible crear, ni tan siquiera imaginar, un sistema alternativo a este que nos conduce a la hecatombe en todos los sentidos. Lo peor es que la sociedad no ha sabido elaborar una respuesta intelectualmente seria para contraponerla a todas estas patrañas: es decir, lo contrario del sistema neoliberal no es el comunismo ni ninguna delirante dictadura, sino la justicia social y el crecimiento sostenible.

Entre las barbaridades practicadas por la industria farmacéutica podemos citar la cronificación de los pacientes: atacar un síntoma con medicación de por vida, en vez de ir al origen del propio síntoma como manifestación de un problema mayor que a su vez nace de un sistema alienador para el ser humano. La misión de los laboratorios, naturalmente, no es resolver problemas políticos, sino mejorar la vida de los pacientes, pero la búsqueda de la rentabilidad choca con este objetivo. Todo esto tiene su lógica, perversa, es cierto, pero muy eficaz desde el punto de vista de la sociología política del nuevo siglo, que no deja de ser otra forma de fascismo en la medida en que no busca el crecimiento y la realización del ser humano, sino su sometimiento: si las tensiones sociales son uno de los motores de progreso en las sociedades modernas porque conducen a pactos entre los diferentes agentes y a cesiones por parte de los poderosos, entretengamos al ser humano para que no cuestione nada y aplaquemos con potentes medicamentos sedantes toda respuesta contra el sistema que nazca de su dolor y su angustia. Es importante que las revoluciones den a luz sistemas sociales más justos, pero es imprescindible que esas revoluciones tengan lugar, y nuestro sistema tiende a suprimir de forma implacable todo aquello que percibe como amenaza.

En fin, el futuro a medio y largo plazo no es nada halagüeño, nada esperanzador: creo que en nuestros países se demonizará cualquier tipo de disidencia como si esta tuviera un carácter violento y no un carácter cuestionador, algo esencial para que las sociedades avancen hacia la justicia y la bondad. En esa sociedad, abotargada y dócil, será cada vez más difícil, por no decir imposible, que se generen dinámicas de lucha para corregir y cambiar el sistema, y esa pasividad es el paraíso soñado por el neoliberalismo. Existe además una forma de disidencia en el mundo periodístico que, en realidad, es una disidencia controlada también por el sistema porque se trata de un periodismo reivindicativo, muy atractivo para las personas con preocupaciones sociales, que llama la atención sobre cuestiones que a todos nos afectan, pero no sobre sus causas. Un ejemplo podría ser la guerra de Siria: los medios nos informan de un conflicto en ese país, pero no sobre el papel de las potencias occidentales en el mismo. Otro tanto podemos decir sobre el drama de los refugiados que tratan de llegar a Europa: sabemos que existen y que mueren a cientos en el Mediterráneo, pero poco o nada se dice en los grandes medios de que los conflictos que les hacen huir de sus países están siendo alimentados con las armas de países como España, Francia, Reino Unido, Italia o Alemania, naciones que reclaman el honor de pertenecer al exclusivo club de los países demócratas que velan por los derechos humanos, pero que se comportan como las peores dictaduras con el fin de facilitar mercados a sus grandes empresas. Otro ejemplo es el del aumento de la deuda pública en los países europeos a causa de los intereses que se pagan a la banca privada en virtud del artículo 104 del Tratado de Maastricht (que es idéntico al artículo 123 del Tratado de Lisboa), que prohíbe a los Estados financiarse-como hacían antes-a través de sus bancos centrales. La deuda no aumenta, como se publicita en los medios, por el gasto en sanidad, educación o pensiones, sino porque los países han de recurrir a los bancos privados-que cobran enormes intereses- y no a los bancos centrales. España paga cada año a los diferentes bancos privados más de 30.000 millones de intereses de deuda, algo que no ocurriría si los bancos centrales recuperasen la prerrogativa de financiar a los Estados.

Para hablar de los problemas del mundo de una forma descarnada y valiente necesitamos una prensa libre porque el periodismo osado y honesto es el único ente temido por el sistema. Cuando la prensa saca a la luz una historia que resulta incómoda para el poder establecido, este se ve obligado a dar una respuesta de carácter ético, pero no en virtud de la propia ética, sino porque, de no hacerlo, quedaría al descubierto la hipocresía de nuestro sistema y las enormes contradicciones entre el discurso de honradez ejercido por el poder y sus prácticas deshonestas. Por esta razón, estoy convencido que la presión que el periodismo de investigación ejerce sobre el poder político no producirá en el mismo una revolución ética, sino formas de corrupción más sofisticadas y, por tanto, más difíciles de detectar.

A la ausencia de respuesta intelectual contra el sistema socioeconómico injusto, el sistema lo llama “moderación”; a la búsqueda de la justicia social, “extremismo”; a la subordinación del interés general a los intereses oscuros y privados de una élite, “centralidad”; a la pasividad frente a la injusticia, “paz social”; y, por supuesto, aquellos políticos que se caractericen por su indiferencia frente a las injusticias serán llamados “hombres de Estado”. Con el fin de evitar cualquier tipo de revuelta social que amenace la supervivencia del sistema neoliberal se crearán limosnas como la llamada renta básica. La palabra “limosna” me parece apropiada, no solo porque el neoliberalismo no está dispuesto a dar mucho más, sino porque nuestra pasividad tampoco merece mayores recompensas.

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