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El legado sangriento del nazi Anders Breivik

El autor de la matanza de Noruega, en la que murieron 77 personas, pide la libertad condicional

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análisis

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El tiempo pasa y borra la memoria, pero los focos de la actualidad vuelven a apuntar al olvidado Anders Breivik, aquel fascista noruego enloquecido que en 2011 protagonizó una de las peores matanzas terroristas que se recuerdan en Europa. Primero, el tipo mató a ocho personas con un coche bomba en Oslo; más tarde se dirigió a la isla de Utoya, donde atacó un campamento juvenil del Partido Laborista y acabó con la vida de otras 69. La imagen horrible de las víctimas arrojándose al mar e intentando huir a nado del asesino, que disparaba contra todo lo que se movía, aún permanecen frescas en nuestra retina.

Estos días el monstruo le ha pedido la libertad condicional al tribunal competente que debe decidir sobre su situación penitenciaria. Y lo ha hecho al estilo nazi, brazo en alto, saludo hitleriano y un provocativo y macabro mensaje para la sociedad: “Parad el genocidio contra las naciones blancas”. Paradójicamente, el sujeto dice que él ya no es el mismo desde aquel trágico día en que decidió empuñar el fusil de asalto para dar rienda suelta a su instinto genocida, salvaje y criminal. “Me lavaron el cerebro”, dice tratando de convencer al juez, aunque acto seguido advierte de que si sale de prisión seguirá luchando por el nacionalsocialismo.

El caso Breivik conmocionó al mundo entero hace once años, cuando demonios de este tipo nos parecían ejemplares raros y excepcionales. Sin embargo, lo que no hace tanto tiempo se antojaba un suceso fuera de lo común, casi un episodio clínico digno de estudio por la psiquiatría moderna, hoy ya no nos extraña tanto. Y ahí es donde radica el gran drama de la humanidad en el siglo XXI. La ideología ultraderechista, que tras la Segunda Guerra Mundial parecía derrotada, se ha vuelto a instalar entre nosotros como parte del paisaje político y social. Para desgracia nuestra, el fascismo ha hecho nido en cada sustrato de la sociedad y ya nos hemos acostumbrado a que la fauna nazi conviva con nosotros con normalidad. Damos los buenos días en el ascensor a gente que justifica a Breivik, charlamos con ellos de política como si tal cosa y algunos gobernantes que van de demócratas hasta se abrazan a los líderes ultras fraternalmente.

Desde 2011, año del advenimiento del diablo Breivik, las masacres perpetradas en colegios y universidades de Estados Unidos se han repetido con una frecuencia espeluznante, los partidos de extrema derecha han ido ocupando las instituciones en toda Europa y violentas ideologías xenófobas y machistas se abren paso con fuerza empleando las redes sociales como gran altavoz propagandístico. Basta ver Fahrenheit 11/9, el documental de Michael Moore sobre el ascenso al poder del nuevo Hitler reencarnado en la persona de Donald Trump, para concluir que estamos a las puertas de un escenario dramático para la humanidad, ya que el proceso de involución hacia un emergente nuevo orden mundial neonazi parece tan acelerado como imparable.

¿Cómo hemos llegado a este punto de retorno a un pasado tan oscuro? Son numerosos los factores. Entre ellos, por citar solo algunos, estaría la crisis profunda de las democracias liberales; la corrupción y decadencia de los partidos políticos (tanto los de la izquierda desnortada como los de la derecha convencional que coquetean pornográficamente con los ultras); el influjo de una frívola posmodernidad que ha terminado de enterrar los valores y principios de la Ilustración; la instauración de la filosofía de la posverdad; y el machaque constante de unas clases bajas que ya no creen en la revolución socialista y se arrojan en brazos de los charlatanes y salvapatrias. El nuevo líder fascista puede mentir una y otra vez, impunemente, ya que sus bulos no le pasarán factura en las urnas. Quienes votan a personajes como Trump, Bolsonaro, Le Pen u Orbán lo hacen sin que les importe lo más mínimo cuál es la verdad de las cosas. Siguen ciegamente a su líder carismático simplemente porque da la batalla cultural contra el establishment, porque promete devolver el orgullo herido de las capas sociales marginadas y porque encarna la rabia de una parte del pueblo estafado por el sistema. Por supuesto, también porque sienten un miedo insuperable. Miedo a perderlo todo por el fantasma de la pobreza y la recesión económica; miedo al inmigrante que consideran un invasor; miedo al terrorismo que viene de más allá de las fronteras. Ya lo dijo Trump en su día: “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”.

Cuando una sociedad abre la puerta al fascismo ya se queda para siempre. ¿No fue así como Hitler llegó al poder? En su magnífico documental, Moore traza un paralelismo magistral entre la quema del Reichstag en 1933 y los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. El terror, el puro terror, hizo que los alemanes (el pueblo con la democracia más consolidada, más culto, mejor informado por la abundancia de periódicos y más avanzado científicamente) se entregaran al fascismo. De la misma manera, tras el 11S los norteamericanos miraron a su alrededor buscando a un salvador y exigiendo muros contra el extranjero, venganza, odio y una guerra civil para dirimir las diferencias políticas. Trump les da todo eso y mucho más.

En un autobús de cualquier ciudad, una mujer le grita a otra, con descaro, “vete de mi país negra de mierda”. Un obispo se permite el lujo de comparar la homosexualidad con el alcoholismo. Un partido político español alaba a Franco y lo considera el mejor gobernante de la historia de España. Hoy podemos decir que Anders Breivik no es un bicho raro, sino que su legado de sangre ha creado escuela. Por los Estados Unidos de América y también por la vieja Europa circulan muchos breiviks, individuos con esa misma mirada fría y deshumanizada, racistas declarados que despotrican contra los refugiados, desalmados que niegan la razón, la ciencia y las más nobles ideas humanas, invocando la pureza de la raza blanca y anunciando una revolución neonazi que ya no es una simple utopía literaria o cinematográfica, sino la más espeluznante y distópica realidad.

A Breivik lo condenaron a veintiún años de cárcel. Veintiún años por 77 asesinatos premeditados y a sangre fría. Ahora pide la condicional mientras amenaza con proseguir la lucha fascista cuando salga a la calle. Es la última burla del vampiro que se ríe de nosotros. La democracia debería reflexionar seriamente sobre qué hacer con estos monstruos que sueñan con volver a incendiar el mundo algún día.

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