En 1952 un hombre con un paraguas cantó bajo la lluvia la que quizá sea la mejor melodía de la historia del cine. Aquel bailarín ágil como un felino y de sonrisa sincera y cautivadora se llamaba Gene Kelly y quizá las nuevas generaciones milenials no sepan quién fue ni les importe lo más mínimo. Una tragedia que se pierda la memoria de la cultura, pero a fin de cuentas lo verdaderamente importante ha dejado de importar y la fruslería y la frivolidad se han instalado como nuevos valores emergentes.

Pero retomemos el hilo: aquella escena en la que Kelly se abrazaba a una farola como si se tratara de la princesa más hermosa y levitaba alegre y confiado sobre unos charcos mientras un policía meditaba si cascarle una multa por desórdenes públicos sigue provocando en quien la ve un efecto tan extraño como hipnótico, hasta hacerle sentir que es mejor persona y que la vida, con su cúmulo de fatalidades e injusticias, merece la pena. Cantando bajo la lluvia, un canto al optimismo por encima de cualquier adversidad, quedó grabada en el recuerdo y en los corazones de millones de espectadores hasta tal punto de que probablemente no haya un solo ser humano sobre este desquiciado planeta que no haya cantado alguna vez Singin in the rain mientras se daba una ducha y desafinando a destajo con el consiguiente escándalo entre los vecinos.

Alguien dijo en alguna ocasión que esa película es el mejor antidepresivo que se ha inventado nunca. Y es cierto. Cuando los acordes de su tema central empiezan a sonar, el mundo tenebroso en el que vivimos se transforma en un lugar lleno de ternura y nostalgia, una magia en tecnicolor lo envuelve todo, los decorados de cartón piedra nos parecen reales y volvemos en un abrir y cerrar de ojos a nuestra infancia, cuando las cosas eran más divertidas, sencillas, humanas. Es entonces que sentimos unas ganas terribles de saltar bajo la lluvia y de chapotear sobre los charcos, como aquel niño grande que era Gene Kelly y que nos hizo feliz con sus imposibles acrobacias coreográficas.

Muchos años después Stanley Kubrick usaría aquella inolvidable canción para rodar la escena más escalofriante que se haya visto nunca en una gran pantalla: los drugos psicópatas de La Naranja Mecánica dando una brutal paliza a un desgraciado al son de la dulce canción. Aquella sorprendente adaptación de Kubrick, aquella mezcla de nostalgia y violencia, vino a clausurar la edad de la inocencia y abrió un mundo terrorífico lleno de gamberros, asesinos, violadores, pandilleros y otras especies indeseables. En el tránsito entre Cantando bajo la lluvia y la barbarie de Kubrick está la explicación, la clave, el motivo de por qué el mundo es hoy un lugar más frío e inhóspito para vivir. Pero esa es otra historia. Lo que merece la pena recordar aquí es que el hombre que rodó aquel cuento de hadas, de bailarines y bailarinas que se mecen como ángeles en el espacio, de canciones de amor y fascinante claqué, acaba de morir a los 94 años. Se llamaba Stanley Donen y firmó tantas películas legendarias que cuesta trabajo creerlo. Por ejemplo Siete novias para siete hermanos, una especie de mito griego sobre el rapto de las sabinas pero entre leñadores y montañeros, un proyecto que solo un genio como él podría haber culminado con éxito sin caer en lo grotesco. O Una cara de ángel, con la añorada Audrey Hepburn, el rostro más hermoso que haya pasado nunca por el celuloide, y un no menos grandioso Fred Astaire. Del magnífico bailarín Donen dijo que cuando lo vio en Flying Down to Rio, siendo un niño todavía, cambió su vida para siempre. Y qué decir de Charada, una de aquellas películas de suspense romántico que antes siempre salían redondas y que hoy suelen terminar en bodrios indigestos. O de Dos en la carretera, la historia que mejor ha descrito en el cine, gracias a su humor triste y descreído, la decadencia de una pareja.

Hoy es uno de esos días negros para el cine y para la cultura en general porque se nos ha ido uno de los más grandes. Donen era un artesano, uno de esos genios del Renacimiento del siglo XX que ya no quedan. Cuando él rodaba películas no había internet, ni Instagram, ni ordenadores o teléfonos inteligentes (toda esa porquería electrónica). Solo la maravillosa lluvia torrencial acariciando la cara de un hombre con un paraguas. Un hombre feliz. I’m happy again.

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