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El Gobierno debe nacionalizar la sanidad privada para frenar el brote de coronavirus

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análisis

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Hospitales desbordados, médicos y enfermeras trabajando día y noche hasta la extenuación, todo un sistema sanitario público movilizado y un país en alerta máxima como si nos encontráramos en medio de una guerra. ¿Y cuál es la aportación de la sanidad privada a esta crisis colosal de dimensiones históricas? Cobrar 300 euros por el test de detección del coronavirus. Algunos medios denuncian que el precio incluso supera los 800 euros en algunas clínicas privadas madrileñas de prestigio internacional. El asunto no solo es denunciable sino que la Fiscalía debería intervenir para investigar este posible abuso en un momento de pánico social generalizado.

En los últimos años, por influencia de los gobiernos del Partido Popular, se ha mimado en exceso ese sector de la Sanidad española. Ya a finales de los años 90, los ideólogos de las políticas neoliberales −y una camarilla de empresarios sin escrúpulos al servicio del régimen, por qué no decirlo−, vieron un suculento negocio en las clínicas y hospitales de pago. En algunas comunidades autónomas como Madrid o Valencia −siempre a la vanguardia en ese mercantilismo total que propugna la libertad absoluta de los mercados sin ningún tipo de control− se promocionaron sin pudor modelos de gestión privada de centros sanitarios públicos que hasta ese momento funcionaban de forma ejemplar. Todo el negocio que pudo hacerse a costa de la salud de los ciudadanos se hizo; todo lo que pudo venderse se vendió, desde los servicios de catering y limpieza hasta los aparcamientos de los hospitales pasando por unidades médicas enteras que precisaban de aparatos de alta tecnología con los que algunos también hicieron su buen dinero. Lo que ocurrió con el Hospital de Alzira, en Valencia, es una buena muestra del destrozo que gobiernos como el de Eduardo Zaplana (hoy acosado por graves casos de corrupción, qué casualidad) causaron en la sanidad pública española. Esperanza Aguirre también sabe mucho de ese magno desastre. Por fortuna, tras la época negra del PP la cordura ha terminado imperando y ese centro ha sido felizmente recuperado para la red asistencial pública y para los valencianos.

Pero el episodio de Alzira viene a demostrar sin paliativos cómo, durante años, los entusiastas intransigentes de la economía capitalista salvaje, esos mismos que hoy se rasgan las vestiduras porque no hay mascarillas en los centros sanitarios públicos para frenar la expansión del coronavirus, trataron de convencernos de que España tenía una Sanidad demasiado cara que no podíamos permitirnos. Y así fue como Mariano Rajoy, tras la crisis de 2008, vio la excusa perfecta para meter la tijera con especial ahínco en ese pilar básico del Estado de Bienestar, hasta reducir la inversión pública varios puntos de PIB. De nada sirvieron las mareas blancas, las protestas de médicos y enfermeras y las grandes manifestaciones ciudadanas contra aquellos recortes.

No cabe duda de que la Sanidad pública, aunque esquilmada por los gobiernos populares, sabrá reaccionar ante este desafío inmenso del coronavirus. Tiene los medios y el personal mejor formado del mundo. Pero produce estupor comprobar cómo la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, heredera de aquellas políticas neoliberales, anuncia ahora, a bombo y platillo, su ‘plan 102’ para aumentar el número de camas y profesionales (vaya por delante que los contratos de los profesionales serán precarios, quizá de un mes o menos, al más puro estilo PP, como no podía ser de otra manera). Pero en cualquier caso, bienvenido sea si con eso mejoramos la calidad asistencial en momentos de zozobra.

De cualquier forma, estamos ante una crisis sanitaria como nunca antes se había visto en España y el Gobierno central debe reaccionar asumiendo el liderato, que no puede quedar en manos de la peligrosa Ayuso, tan convencida como está de que “la contaminación no mata”. Tenemos una ley orgánica de medidas especiales de salud pública cuya aplicación puede facilitar el abastecimiento de medicamentos y material. El Ejecutivo de Pedro Sánchez ya ha dado la orden de desarrollar este texto legal, que además contiene algunas previsiones para nacionalizar la sanidad privada si la crisis va a peor (la ley de alarma, excepción y sitio prevé tal posibilidad ante situaciones de graves epidemias). Solo aplicando esa normativa se podrían requisar bienes y asegurar los servicios de primera necesidad en manos de la empresa privada. No debería hacer falta llegar a esos extremos, ya que los hospitales privados, por propia responsabilidad y deontología profesional, tendrían que poner de oficio todos sus recursos humanos y materiales, así como las instalaciones, al servicio del Estado. Pero si la ética y la generosidad de quienes anteponen el dinero a la salud y la seguridad no llega a unos mínimos deseables, el Consejo de Ministros tiene la obligación de decretar el estado de alarma y proceder a la nacionalización de hospitales privados por tiempo indeterminado y mientras se prolongue la pandemia. Tenemos el ejemplo de China, un país plenamente intervencionista que nos está marcando cuál es el camino a seguir para atajar el brote. En apenas tres meses el gigante asiático ha logrado reducir la progresión de la enfermedad a solo 15 contagios diarios. Tienen contralada la epidemia porque allí el dinero privado tiene poco o nada que decir en momentos de crisis sistémica.

Parece evidente que la sanidad privada española no solo no está colaborando como debería, sino que además algunos de sus hospitales podrían haber tratado de hacer negocio con los test de detección de la enfermedad, algo que éticamente resulta nauseabundo y que además podría ser constitutivo de delito. Los sindicatos ya han denunciado la situación. “Pedimos que se aplique a la sanidad privada las mismas medidas que a la pública”, asegura Comisiones Obreras-Madrid. Es el momento de actuar y el Gobierno debe hacerlo. Ya nos robaron los hospitales una vez para venderlos por trozos a sus amigos; que no nos roben también la salud y la vida con la excusa del bichito.

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