Yo soy de Huelva; ahora es una ciudad pequeña, antes un pueblo no muy grande. A mi padre siempre le gustó mucho el flamenco, mi oído se hizo a la bulería oyéndole cantar por casa en los lugares más inexcusables; no era una situación rara que apareciera por allí con unos cuantos gitanos amigos (y amigas…) con Segundo, un guitarrista que a la vez era portero de cine, o con Antonio Sousa, otra guitarra que después hizo carrera entre otros con El Cabrero; Antonio García El Brujo era muy amigo de él y en sus años malos de caída (en los penetrales del orco) le ayudó casi a diario, igual que al ahora reverenciado (y antes hazmerreír del centro de Huelva, qué bueno es morirse) Niño Migué, a quien surtió de cuerdas e incluso algún instrumento y vi tocar muchas veces a un metro de distancia con sólo algunas de esas tripas; o Manolo Azuaga (en realidad Alejandre, hermano de Paco y Juanini de Los Marismeños, el apodo era por el pueblo del padre), y más tarde El Hormiguita, otro guitarra, o El Pecas al cante fueron asiduos, y en los Rocíos que hube de tragar vi pasar a muchos de los grandes cantaores y bailaores de los setenta, conocidos de mi padre o de los amigos que compartían casa, como el bailaor Pepín Muñoz (y su mujer Conchita, cantante de variedades) que viajó toda la península y después ha tenido una academia de baile en Cádiz, en La viña, muy trascendente… Crepúsculos interminables para un niño que pasaba muchas noches de verano en aquellos festivales de flamenco (con El Camarón incluido) en campos de albero con cantinas infames y tortillas de patatas, lomos empanados y muchas cajas de gambas que se adentraban en la madrugada… hasta hace muy poco, no era difícil ver a mi padre y sus hermanos y el lotero gitano Juan o a Martín el de Los Gachós (que sigue cantando por las peñas) arrancarse con un simple golpe de nudillos en una mesa y dos jaleos en la taberna del barrio donde una época se iba retirando. Soy andaluz, parece.

Guardo un buen recuerdo de las personas del flamenco, sencillas, muchas de ellas graciosas (con mucho ángel) y con la espontaneidad si no del hambre sí de la necesidad; porque me dio tiempo a vivir el flamenco como esa música arrabalera, popular, de servicio a quien la pagara, los señoritos eran muy suyos y yo creo que son un tópico, más frecuentes eran los empresarios venidos a más desde la miseria en el lumpenfranquismo, aquel régimen totalmente podrido en el que todo se golfeaba y que hoy se nos ha olvidado. Cuando veo aquellas imágenes de ventas de carretera, bares o reuniones hirviendo de humos y alcoholes (de mayor empecé a colegir la influencia del Magreb y la cultura peruano-colombiana) revisito una parte de mi infancia en la que cuando cantaba un viejo se callaba todo el mundo, casi siempre con sólo palmas o nudillos y dedos en la madera y no todos podían palmear bajo pena de mirada asesina, y se sudaba, se bebía hasta la extenuación mientras las esposas e hijos soportaban el tedio adormilados si la ocasión (rara) los había llevado hasta allí, y si alguien se arrancaba a bailar se montaba la de diosescristo y al acabar todos gritaban, reían y jaleaban.

Valga esto como recuerdo de la postal en la que me crie, pero que no me gustó. No soy aficionado al flamenco; mejor dicho, como adicto a la música disfruto con todo incluido el flamenco, dispongo de un buen repertorio de grabaciones pero son todas de esa época hacia atrás, yo odié ese mundo de pobreza, de subdesarrollo y analfabetismo, porque eso era, sometimientos y drogas y prostitución y violencia, la calle de las putas (Gran Capitán en Huelva) y el Quitasueños (nombre evidente para un garito) y, en mi caso, barcos, capitales acumulados en nada y perdidos igual, cantina de una lonja de mariscos y perdición.

Hoy ese mundo no existe asociado al flamenco (en realidad los guetos en Andalucía no han decrecido mucho aunque han cambiado de aspecto). Y el flamenco no ha muerto porque nunca existió, era una expresión popular con muchos matices y circunstancias y geografías que servía como vehículo a gentes de un vivir muchas veces malo, desesperado acaso, que en la juerga o en la siega o en la fragua o el taller o la mancebía aprovechaban para solazar y dar sentido al amor, la traición, las relaciones políticas o la belleza de un paisaje o un camino, en un mundo donde la metáfora no tenía tradición literaria (o le llegaba decantada por los siglos), donde la palabra era instantánea y mal pronunciada no por adecuación musical sino porque era así como la vivían, y como en todo lo popular la técnica sólo importaba a quienes nada tienen que decir, porque el arte popular descifra la idiosincrasia irrepetible de alguien que, de pronto, sorprende. Los antropólogos se interesaron necesariamente por algo tan rico y espectacular, pero lo hacían (como siempre) desde la platea de la gran Cultura. Comparto ese interés y la obligación ética de hacer desaparecer aquel contexto que realmente era de bajos fondos y degradación para montones de artesanos del cante, el toque y el baile que tuvieron vidas terribles y merecieron mejor suerte…

Hoy el flamenco ha medio salido de ahí, esa marginalidad sigue existiendo empero. No toca economía, vamos con el arte: haber dejado al flamenco evolucionar en un nuevo contexto habría sido lo apropiado, Triana, De Lucía, Camarón o (el que más) Morente y tantos dieron pruebas de que había camino para correr y exigir dignidad para los artistas pero sin programas antiextinción, porque al final está pasando como con los leones: que se crían para evitar su desaparición y después el superávit se vende para puestos de cacería por fortunas; desaparecido el contexto descrito al comienzo, el flamenco habría cambiado, nuevos artistas ya no parias y bien formados culturalmente habrían tirado por otros derroteros (y de hecho algunos lo hacen), pero el pija del Palacio de San Telmo que jamás ha visto las vidas de estos artistas del hambre ha intentado elevar a categoría de idiosincrasia andaluza algo que, como el trabajo infantil, ya no es parte de nuestro tiempo y ha generado un círculo vicioso lamentable con un público más turístico y ajeno al flamenco que apropiado.

Si quiere usted montar un espectáculo flamenco debe usar estos términos: bohemia, gallardía, toro, ángel, arte, quimera, gitano, alameda, andaluz, fragua, caballo, pasión… o si quiere adecuarse a lo amortizable, artista al canto: Picasso, Julio Romero de Torres, a veces Falla, y sobre todo la piedra filosofal: Federico García Lorca, que lo cura todo, lo paga todo y garantiza el éxito haga usted lo que haga. Y si va de intelectual coja una obra clásica y aflamenquéela, si es de griegos y con mujeres miel sobre hojuelas; he llegado a ver el absurdo total de una ópera (sic) de fandangos.

En torno al flamenco se esta urdiendo una trama de sinsentidos que se lo van a cargar. Y lo van a ejecutar quienes pasan por defensores a ultranza de este ancestral modo de expresión popular. Enrique Morente, nada sospechoso de ser enemigo del flamenco (y ya he explicado por qué motivos yo lo llevo dentro aunque no lo exponga), decía: “Me interesa el flamenco si está con la cultura y la sabiduría; si está con la ignorancia, la estupidez y la bufonería, no me interesa” (recojo la cita de un obituario en una revista de rock). No se puede estudiar la técnica de la guitarra flamenca en un conservatorio, ni la ronquera de este Morente, ni el hablar farfullante y antinormativo de aquellos cantaores viejos que ni dentadura postiza tenían. No se puede dirigir la historia del flamenco desde una entidad política, como no se puede encauzar una sonata, una fuga o una versión de Jimi Hendrix. No se puede disfrazar al flamenco de cultura contra el discurso de aquellos cantaores viejos que se han quejado hasta de ninguneo y negación por parte de la Administración siendo piezas clave en su historia; por contra, hay apellidos en este mundo del espectáculo circense del flamenco que llevan los cuarenta años de democracia removiendo los mismos argumentos del cine de posguerra del que tanto nos hemos quejado y mofado en los mentideros oportunos, que para eso somos muy modernos.

Rosa Aguilar, consejera de Cultura de la Junta de Andalucía
Rosa Aguilar, consejera de Cultura de la Junta de Andalucía

La inexistencia de una política cultural estructural (que debería estar vinculada a la fuerza con la educativa) trae este problema de convertir en ornamento lo que debería ser motor de cambio. Sé lo que digo porque yo he sido miembro de una comisión asesora musical de la Junta de Andalucía; los profesionales medios, gente muy preparada; los responsables políticos, a veces, vergonzosamente incultos: imposible hacer más que lo que venga bien para la propaganda y la extensión del voto…

Soy andaluz, me pellizca esa música pero no me siento abarcado por ella hoy; queda la esperanza, en las barriadas sigue evolucionando aunque no me gusta que, otra vez, vuelva a ser la exteriorización de la pobreza y los abandonos. Me contaban la historia de un choquero familia lejana alucinado (sí, LSD en aquellas épocas sin irse a California) que, tras un noche de juerga con muy mala uva y pleno de éxtasis (literal), llevó a un grupo de gitanos flamencos a su casa para pagarles, los condujo a su nutridísima biblioteca exclamando ante la mirada atónita de los susodichos, mientras repartía volúmenes a mansalva: “¡Cultura! ¡Cultura es lo que ustedes necesitan!”. Entiéndase por el lado que lo voy a decir: pero quizá no iba muy extraviado.

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