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El feminismo como modelo de avance social (1 de 2)

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Ante la imposibilidad de hacernos creer que este es el mejor de los mundos posibles, el Sistema nos ha convencido de que, al menos, sí es el único de los mundos posibles. Siendo todos parte del Sistema, aunque parezca que solamente algunos son decisorios en este, sería un auto engaño pensar que no decidimos nada. Pero sí que decidimos, tanto con nuestros actos de consumo (los mayoritarios) como con nuestros votos (los mayoritarios); aunque lo que solemos decidir mayoritariamente es que no hay alternativas (es muy difícil que una alternativa consiga serlo desde lo minoritario). Es decir, que, visto así, sí: este es el único de los mundos posibles.

Ante ello, el feminismo no es simplemente una reivindicación, sino que es un modelo de avance social y un modo de enriquecimiento de la sociedad, un enriquecimiento que no solamente libera las mujeres, sino la sociedad entera. Es una de las pocas alternativas que nos quedan ante este único mundo posible.

Ya por la década de 1690, Mary Astell proclamó que <<si todos los hombres han nacido libres, ¿cómo es que todas las mujeres han nacido esclavas?>>. Es una clara apelación, anticipada, a lo que son los Derechos Humanos.

En occidente, las mujeres no son esclavas, pero el mundo es ligeramente más extenso, y no crean que es una exageración que millones de mujeres, por el hecho de serlo, están condenadas a la esclavitud o semi-esclavitud durante toda su vida. No obstante, ciñéndonos a nuestro territorio, los hechos demuestran que persiste una gran desigualdad entre los varones y las mujeres. No solamente salarial, sino que también hay un “techo de cristal”, metáfora que señala que las oportunidades no son las mismas. Un techo que no solamente pertenece al mundo laboral, sino que, en la orientación infantil hacia los estudios (los sueños de qué ser de mayor), ya hay una injerencia sesgada según el sexo de la persona: en una edad en que se buscan reflejos donde apoyar la personalidad en formación, los referentes femeninos son casi inexistentes en muchos campos, y ya no les digo en el mundo de la ficción (roles en cuentos infantiles, películas y series juveniles, incluso los estereotipos marcados por la estética del video clip musical). En palabras de la activista Gloria Steinem, <<no hay muchos empleos en los que sea imprescindible tener pene o vagina>>. A todo ello hay que añadirle la extendida visión de las mujeres como objeto sexual para los varones, donde se apoyan una serie de comportamientos que han vivido, y viven, muchas mujeres: desde algún tocamiento o insinuación, a acosos o, directamente, agresiones sexuales y violaciones, basadas no solamente en un abuso del poder físico, sino también en un abuso de poder social. Y, aunque avancemos en la condena de todo ello, todavía persiste con gran arraigo la cosificación del cuerpo femenino. Lo anterior (y más) nos debería servir para considerar un hecho: aproximadamente la mitad de la humanidad sufre una situación de injusticia por el simple hecho de haber nacido mujer, independientemente de sus cualidades, inteligencia, situación social, raza o ideología.

Últimamente se pueden oír o leer argumentos como el siguiente: sea usted varón o mujer, su abuela y su madre, su hermana y su hija (si las tiene), han sufrido y van a sufrir esta injusticia. No es un argumento que lo entusiasme a uno: la injusticia no debería ser más o menos relevante en función de su proximidad.

La sociedad solamente puede avanzar en un sentido: ir eliminando el máximo de situaciones injustas de cada momento presente y consolidando para que no se repitan en el futuro. Todo el resto, son avances de diferentes ámbitos de la sociedad, pero han de remitirse a ese primero para que sirvan a toda la humanidad. Los avances científicos, técnicos o tecnológicos, no son tales si no contribuyen, aunque sea tangencialmente, a encaminarnos a un mundo más justo. No es una concepción naif de lo que significa progresismo: la invención de la electricidad, por ejemplo, constituye un avance social al irse extendiendo y mejorando la vida de las personas. La comodidad de la fregona, que me permite fregar la cocina sin tenerme que agachar y sufrir dolores de espalda, también. Buscamos, lentamente, acercarnos a un mundo más justo, e intentamos, en primer lugar, eliminar las situaciones de injusticia más generales: la discriminación por el color de la piel, por una discapacidad o por una creencia; o las más próximas (las que atañen a nuestra familia o grupo). La historia nos demuestra que los beneficios de ello repercuten en la sociedad entera. Y, ¿qué discriminación más general y más extensa que la que recae sobre las mujeres? ¿Qué discriminación más próxima que la que atañe al 50% de cualquier sociedad? Sin embargo, cada reivindicación naciente, parece que solamente compete a aquellos que sufren la injusticia, que esta injusticia sea propia de la situación de quien la sufre, así, sin más.

Vemos manifestaciones feministas: mujeres de diversas edades, diversos intereses, diversas capacidades económicas, que denuncian que, por el hecho de ser féminas, su situación es injusta. Es indefendible negarlo: no apreciar esta desigualdad es negar la realidad. No voy a dar cifras ni datos, son fácilmente accesibles para demostrar esta enorme losa que impide avanzar al conjunto de la sociedad humana. Así, nos encontramos con dos posibilidades ante aquellos que no defienden el feminismo (sean hombres o mujeres): o bien niegan o no perciben la realidad, o bien están conformes (por diferentes razones) con esta. Un servidor, opina que es más bien la segunda opción, y que muchos se escudan en la primera.

Imaginen, por un momento, que la población con la piel de color negro en España sufriese una discriminación, ni que fuera solapada, social y económica, incluso agresiones físicas, maltrato, y violaciones y asesinatos por su condición. Imaginen que, además, suponen aproximadamente la mitad de la población del país. ¿Sería sostenible esta situación? Pues el sistema sostiene esta situación ante las mujeres. En el hipotético ejemplo, ¿dejarían de manifestarse si no fuesen negros? Ante la Guerra de Irak, ¿todos aquellos que se manifestaban en nuestras ciudades eran iraquíes? Ante la reivindicación feminista, a veces, parece que no acaba de competer a los varones. Tal vez tendríamos que empezar a transmitir, con más fuerza, que es un problema social, que nos incumbe a todos. Y no porque tengamos abuela, madres, hermanas o hijas, pues no se necesita tener una abuela iraquí o una hermana con la piel de color negro para reconocer las injusticias. Las mujeres no necesitan que un varón las defienda “porque también tiene una madre o hija”, sino que los hombres deben defenderse a sí mismos como parte de una sociedad injusta con las mujeres.

Nos pondríamos las manos en la cabeza si un partido político no promoviese políticas antirracistas en una sociedad donde la gente, por su color, sufre desigualdades. También entenderíamos que no hacer nada, no intervenir activamente, es ser cómplice de esa discriminación. En nuestra sociedad, el machismo, la discriminación de las mujeres por su condición femenina, se extiende en tantísimos aspectos llegándose, incluso, a camuflarse bajo una normalización cultural o tradicional, que nos cuesta apreciarlo. También, en otras latitudes y tiempos había familias blancas incapaces de detectar el racismo en actitudes que encontraban normalizadas.

Es cierto que la participación masculina en la reivindicación feminista debe ser diferente: el hombre no debe pretender ser protagonista (tan acostumbrado como está a ello), por razones evidentes, recordando que la condescendencia es enemiga de la solidaridad, pero ello no debe implicar que el apoyo no sea tajante y potente. Es el momento en que las manifestaciones, precisamente, han de ser más incisivas y multitudinarias que nunca. Si parece que, ante el creciente movimiento feminista, uno puede relajarse un poco, opino que es todo lo contrario: es ahora cuando debe extenderse a la sociedad al completo. Del mismo modo que la abolición del racismo institucional no evita el racismo social (ni que sea como inercia cultural) de una manera rápida y efectiva, hay que ir más allá del igualitarismo institucional: solamente un rechazo social explícito y masivo del machismo puede ir postergándolo hasta, esperemos, hacerlo desaparecer.

Retomo la cuestión de “justicia” del feminismo. En américa latina hemos visto, en las últimas décadas, gobiernos de izquierdas que han reducido la desigualdad con políticas redistributivas más o menos acertadas. Es un hecho (las cifras no mienten) que en algunos de estos países se ha conseguido, y, evidentemente, esto significa que hay unas élites que, proporcionalmente, han perdido poder de renta. Estos últimos años vemos que hay un contraataque para invertir los logros sociales conseguidos, y no es baladí que tengan la complicidad de los políticos y medios de los países, precisamente, con la desigualdad camuflada o aceptada como inevitable. En las luchas y reivindicaciones latinas vamos viendo cómo se alza la voz de la reivindicación feminista, y no es de extrañar: por un lado, las mujeres saben que son las primeras que van a sufrir las desigualdades y, por el otro lado, todo colectivo injustamente tratado es proclive a ser solidario con el resto de injusticias. Es por ello que, en la reivindicación catalana (y me refiero al derecho al referéndum y no a la independencia en sí) aparezcan con distinción colectivos y mensajes claramente feministas. Si aceptamos que las élites son la personificación del establishment, y que este se basa en un sistema patriarcal y machista (suena tajante, lo sé; pero las cosas, por su nombre), hay que entender que éstas élites, aunque haya mujeres, se apoyan en el machismo. La reivindicación feminista es, también, una lucha contra el Sistema. Un Sistema injusto en muchas ramas diferentes que, aunque parezcan alejadas entre sí y sin conexión visible, las reivindicaciones que lo ponen en duda tienen una raíz común: transformar la sociedad para que esta pueda constituir un sistema más justo. Y un sistema más justo lo será para todos: mujeres u hombres, prescindiendo de su color, orientación sexual, creencia o edad (edad, sí: el derecho a ser escuchado del sector de edad avanzada, parece que vaya disminuyendo a marchas forzadas).

Las instituciones y muchos órganos de poder no institucionales, están mayoritariamente en manos de las élites. Para evitar el gran descontento social, suelen hacer concesiones, probablemente no con sumo agrado ni convencimiento, sino porque la desigualdad es de tal magnitud que tienen un hermoso margen. Pero las posibilidades de reforma del sistema “por arriba” tienen un trayecto muy corto. Es “desde abajo” (y no me refiero a clases sociales, sino a la raíz —abajo— de donde parte la sensación de injusticia) desde donde se debe presionar. La fragmentación de las reivindicaciones es muy útil para proyectos concretos, y es más visible y, sobre todo, sostenible en el tiempo que aquella reivindicación más global (por ejemplo, miren lo que duró el movimiento del 15-M). Pero en los momentos de posible involución, la aglutinación de las reivindicaciones en base a los Derechos Humanos, es necesaria. En Europa (España incluida), esta posible involución empezó a gestarse años atrás. En España, el retroceso en los derechos se ha podido camuflar utilizando la reivindicación catalana como excusa, pero hay que recordar que, antes de que se tensaran tanto las cosas, ya había indicios de involución. “Normalizar” las injusticias (por ejemplo, la violencia contra las mujeres hablando de violencia doméstica) es el paso previo a la inacción. Por ello no es suficiente con que las feministas reivindiquen: la injusticia que afecta a las mujeres por el mero hecho de serlo no es negociable, porque los Derechos Humanos no son negociables, hay que exigirlos y luchar por ellos.

Que el feminismo sea un asunto de mujeres, es cierto y falso a la vez. Es cierto porque son las mujeres, por el hecho de serlo, las víctimas de agresiones, brecha salarial, asesinatos, violaciones, recorte de oportunidades. Pero es falso porque es una injusticia, y la injusticia nos compete a todos (no solamente a las víctimas, no solamente a las instituciones). ¿Cómo conjuntar lo anterior? Hay hombres, partidarios del feminismo, que mantienen una cierta distancia, como si temiesen ser interpretados como una especie de “invasión de competencias”. Muchos (o algunos) de estos, saben que hay un machismo educacional o cultural que llevan inserido bien adentro: pequeños tics, aspectos de comportamiento, por ellos mismos inapreciables y que les cuesta detectar, pues tan hondamente están inmersos en nuestra cultura y tradiciones, arraigadas des de hace centenares de años.

Las mujeres han entendido que, de per sé, los estados y la sociedad no cambian solos, que hay que salir a la calle una y otra vez: denunciar, reivindicar, protestar, exigir. Es la conciencia que el Sistema es injusto con ellas (por tanto, es injusto a secas) lo que las lleva a no resignarse. Cualquier movimiento social debería aprender de su solidaridad interna, pero ya es hora que la solidaridad sea externa y la reivindicación se ensanche a toda la sociedad, colocando a las élites y a los políticos en un camino sin retorno.

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