Foto Agustín Millán

Pasó de las manifas estudiantiles de la Complutense a liderar el masivo movimiento 15M. Luego llegaron los cara a cara con Inda y Marhuenda en La Sexta Noche, las elecciones europeas, los 5 escaños con el millón de votantes, Vistalegre, la ruptura con amigos de trinchera como Íñigo Errejón, el carísimo chalé de Galapagar, las primeras contradicciones ideológicas, el paso de la revolución bolivariana al discreto encanto de la burguesía, las disensiones internas que estuvieron a punto de hacer estallar el partido… Hoy, sin embargo, puede decirse que Pablo Iglesias lo ha conseguido. Ha salido vivo de su prodigiosa y meteórica carrera, de su acelerón espaciotemporal con el que pretendía llevar a España a una Segunda Transición y que casi acaba desintegrándolo. Justo cuando su proyecto hacía aguas y parecía entrar en decadencia, ha logrado lo que quería: ser vicepresidente del Gobierno. Ahí es nada.

Iglesias ha sobrevivido al torbellino político que él mismo desencadenó y que estuvo a punto de engullirle. Pero lo que no te mata te hace más fuerte y finalmente ha resistido a su pulso con España, con las élites económicas y financieras del país, con la historia. Es cierto que no ha liquidado a la casta, tal como pretendía, ni ha “sorpasado” al PSOE, aquel partido que antes le parecía la peste por estar manchado de cal viva y que hoy es una organización honorable de la que uno se siente orgulloso de pertenecer. Pero el movimiento se demuestra huyendo, como decía Manolo Vázquez Montalbán, y él ha sabido huir en el momento justo, pronto y bien. Huir del dogma; huir de la utopía; huir de sí mismo. Un hombre siempre vence cuando sabe renunciar a tiempo.

Sí, sin duda alguna, por encima de Pedro Sánchez hay un primer ganador. Pablo Iglesias Turrión es el gran triunfador de este thriller interminable y de infarto que ha sido la formación del nuevo Gobierno, una misión por momentos imposible. Ha conseguido todo lo que quería: que Sánchez le levantara el veto y hasta superara su insomnio crónico por el miedo a verlo dentro del gabinete; colocar un póker de ministros −Igualdad y Trabajo, más Consumo y Universidades, que no está nada mal−, aunque finalmente el PSOE no le haya dejado catar los llamados ministerios de Estado (Interior, Exteriores y Defensa); y hacer de su partido, una formación secundaria con apenas 35 diputados, un equipo de Gobierno con poder, con mucho poder.

Puede que Iglesias no haya asaltado los cielos, tal como prometía a sus compañeros y correligionarios cuando se las tomaba con ellos en la cantina de la Complutense. Pero, qué demonios, su éxito es más que rotundo y evidente.

Ayer el “sí se puede” terminó consumándose. El vicepresidente segundo del Gobierno y ministro de Derechos Sociales y Agenda 2030 Pablo Iglesias se acercó a la Constitución, en presencia del ciudadano Felipe VI (ese rey que no fue legítimamente elegido por el pueblo porque nunca se presentó a unas elecciones), y posó solemnemente la palma de la mano sobre la Carta Magna (esa misma que hasta hace poco era un papel inútil, un símbolo de las élites corruptas, del bipartidismo caduco y trasnochado y del franquista Régimen del 78). Iglesias, entre los flashes de las cámaras fotográficas y con rostro grave, prometió toda esa parafernalia legalista, cumplir “fielmente” con su deber de lealtad al rey y a la Constitución como norma fundamental del Estado y mantener el compromiso de guardar y hacer guardar el secreto de las deliberaciones del “Consejo de Ministras y Ministros”. Luego, una vez terminado el acto, y quizá para no parecer excesivamente monárquico, Iglesias aclaró ante los periodistas que está en el Gobierno para trabajar y para que “en la próxima década” rija en España el “constitucionalismo democrático”, es decir, “garantizar, blindar y ampliar” los derechos sociales.

Había que frotarse los ojos para ver al subversivo Iglesias y al comunista Garzón prometiendo lealtad al borbón. Y también tenía su morbo escuchar a Carmen Calvo decirle al líder de Unidas Podemos que juntos harán un “tándem importante” en el trabajo “porque en ti va a residir una parte verdaderamente preciada de las políticas que un Gobierno progresista conforman: las políticas sociales que dependerán de tu atino, de tu trabajo y de tu acierto del que no tenemos ninguna duda”. Enternecía ver a la gran ministra socialista −que en verano regañaba y reprendía duramente al joven y díscolo aspirante a liderar la izquierda española−, dirigirse a él tiernamente como una madre se dirige a su hijo. Pero así deben ser las cosas cuando de lo que se trata es de superar la utopía irrealizable, de bajar de las nubes y de acometer empresas útiles para los ciudadanos.

Iglesias ha tardado en comprender de qué va esto de la política, algo muy alejado de las teorías del Campus y de la fantasía juvenil de Juego de tronos. Le ha costado su tiempo madurar, pasar de la izquierda bizantina a la realpolitik, del marxismo clásico al pragmatismo contemporáneo, y entender que el cielo no se toma por asalto sino que se va construyendo poco a poco, ladrillo a ladrillo, siempre siendo práctico, inteligente, bien encajado en el sistema, eso sí, sin dejarse domesticar demasiado como le ocurrió a Felipe González después del 82.

Pablo Iglesias culminó ayer su prodigiosa aventura política: la formación de un Gobierno de coalición de izquierdas inédito desde el 36. Ya es vicepresidente, que es lo que él quería. Sin traje y sin corbata. Y sin cortarse la coleta, lo cual tiene su mérito.

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