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El encuentro

Cecilia Denis
Cecilia Denis
Escritora y activista por los derechos humanos.
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análisis

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Él: Me la encontré después de treinta años. Quise evitarla, la verdad, pero quedamos tan frente a frente que no tuvimos más remedio que saludarnos. Fue un saludo fugaz, pero alcanzó para recorrernos con ojos curiosos.

Ella: Sigue tan arrogante como siempre, el catedrático.

Él: Estamos mayores pero reconocibles, todavía no nos ha pegado fuerte la cuesta abajo.

Ella: Me incorporé como becaria a su departamento. Nos separaban apenas diez años, pero eran un mundo, quizás porque yo estaba acabando la carrera y él ya llevaba años trabajando en su profesión.

Él: Fue un vendaval en mi vida con su desparpajo y su carácter terrible. En su trabajo de zapa lo primero que hizo fue arremeter contra mis amigos de toda la vida. Los criticaba por pedantes pequeño burgueses y porque la ninguneaban.

Ella: Sus amigos me miraban por encima del hombro. Todos eran profesionales de éxito y grandes promesas. Y yo una mindundi que no despertaba ningún interés. Me hacían sentir pequeña, me avergonzaban.

Él: Menudo lío se organizó cuando vino Pedro, el amigo que vivía en Italia pero que tenía que quedarse en Madrid un mes por trabajo. Cuando se fue me dejó una carta agradeciendo la hospitalidad. Es cierto que no la nombraba, ¿pero es motivo para ponerse tan furiosa?

Ella: Era horrible, no existía para ellos, si hasta cuando alguno se quedaba en mi casa, y en ocasiones más de un mes, como un tal Pedro, no tenían ni una palabra amable para mí.

Él: Yo le decía que el respeto hay que ganárselo, y eso la sacaba aún más de quicio.

Ella: Mis quejas no le hacían mella, y empecé a pensar que era él el que me desvalorizaba, y que lo de sus amigos era la consecuencia….

Él: Ese carácter terrible, que fuera tan peleona, que me enfrentara y contestara, fue lo que me enamoró. Y esa naturalidad tan suya de entrar en mi vida. Después intuí que también podía salir igual de fácil y por eso me tenía en vilo, siempre pensando que me podía dejar.

Ella: Me gustaba lo que hacíamos juntos, era un tipo brillante y una máquina de generar proyectos de todo tipo, imposible aburrirse, pero no estaba segura de si quería o no un compromiso a largo plazo. Me fui a vivir con él, pero con lo mínimo, y eso lo ponía muy nervioso. Me convenció para llevar a su casa todas las cosas que tenía en el piso compartido en el que vivía.

Él: Me costó lograr que se instalara definitivamente conmigo. Decía que no le iba a gustar a su familia, que eran muy convencionales y que no quería disgustar a su madre. Le propuse entonces que nos casáramos.

Ella: Nos casamos un viernes, por lo civil, y el sábado hicimos una fiesta en el campo. Yo quería ponerme una blusa que me dejaba la espalda al aire. Era un poco extravagante y quizás no muy bonita. A él no le gustaba y quería que me la cambiara. Yo le dije que no, pero él insistía e insistía. Finalmente me dio un golpe en la cara y me la cambié rápido, asustada. Nunca entendí ese golpe. Nunca lo pude olvidar. La horrible sensación de haberme metido en una trampa, ¿iba a dejarlo recién casada? ¿qué hacer? Opté por el pragmatismo. La verdad que nunca se repitió después, pero no hay caso, nunca pude olvidar.

Él: Se quejaba de que yo era muy poco seductor. Tengo que darle la razón en lo de que soy muy frío. Me viene de familia. Siempre me dieron risa sus reclamos, porque estoy segurísimo que si hubiera sido más cariñoso hubiera salido huyendo. Creo y sigo pensando que esos que piropean, que seducen, que engatusan, son los primeros que fallan. Son los que mienten, los que se van con otras. Está más que comprobado. Nunca entendí por qué las mujeres prefieren a los más canallas.

Ella: Quería cambiar todo lo que no le gustaba de mí. No le gustaba que mascara chicle, decía que se me ponía una cara horrible, que no lo hiciera más. Y claro, quién va a seguir haciéndolo cuando le dicen que queda muy mal, que da asco, que el gesto es repelente, nauseabundo… nunca ahorraba adjetivos. Siempre sentí que tenía que defenderme para seguir siendo yo misma.

Él: ¿Qué fue quedando de esa jovencita lanzada que quería follar mañana tarde y noche? Si parecía que yo le daba asco. Cansado de sus rechazos esperaba a que me diera alguna señal de que esa noche tocaría. Me daba cuenta porque se acostaba sin bragas. En el cuarto de baño se lavaba con el bidet y venía sin las bragas puestas. Hoy toca, pensaba y nunca me equivocaba. Esas noches eran cada vez más esporádicas, pero nunca me quejé.

Ella: ¿Cómo iba a tener ganas si no intentaba nada para seducirme? No había ningún juego, ningún rodeo. Las veces que se lo dije me contestó que si quería que me mintiera, que si queriendo follar, que de eso se trataba, tenía que hablarme de flores y pájaros… le dije que no, que si iban a ser mentiras, recitadas de forma impaciente, mejor que no, mejor seguir como siempre.

Él: No paraba de avergonzarme, como si fuera un animal en elo constante. Me rechazaba con un cierto repelús. No me olvido del día en que descubrió que me masturbaba en el baño. Se lo conté yo mismo. Montó un numerito horrible, me ridiculizó por meses, no le importó invadir mi intimidad. Siempre me pregunto por qué se lo conté.

Ella: Yo me duchaba por la mañana, y por la noche me parecía que tenía un olor fuerte en el coño. Sabía que a él no le gustaba ese olor, me decía que usara una toalla diferente de la toalla de manos para secarme. Eso me humillaba. No niego que quizás lo de lavarme y lavarme era un tema mío, no sé, tuve después otra pareja que odiaba que me lavara tanto, y que quería oler mis bragas sucias. Jajaja, cada vez que lo hacía no podía dejar de recordar su cara de asco.

Él: Es verdad que muchas veces no me gustaba cómo era pero la idea de dejarla no me entraba en la cabeza.

Ella: Ya no sabía qué tipo de vida quería tener yo, ya no sabía cómo era en realidad y me parecía que me estaba diluyendo. Cuando al fin me separé, me asombraba que los amigos comunes me reconocieran, me llamaran por mi nombre, que me hubieran visto y adjudicado una identidad, cuando yo me sentía apenas una sombra.

Él: Cuando me dijo que se quería separar al principio no lo creía. Los motivos eran tan estúpidos que me parecía imposible que alguien quisiera separarse por cosas así. Que no la dejaba mascar chicle, que no la dejaba hacerse un tatuaje… me parecía increíble que por esas tonterías lo destruyera todo, todo lo que habíamos construido. Porque los dos juntos éramos una potencia.

Ella: Qué difícil perder algo que es de tu propiedad, que has modelado a tu gusto, o, por lo menos que lo has intentado.

Él: Cuando me lo dijo, se me congeló el alma. Me imaginaba viviendo solo, mirando por la ventana la calle desierta. Me enfurecía pensar que yo me había caído del tablero, que le había bastado con un pequeño movimiento de mano y ¡plaf! al suelo, sin nada, sin casa, sin hijos, solo…. Yo la necesitaba, pero decírselo hubiese sido una debilidad, me hubiera despreciado.

Ella: Nunca entendí su empeño en no dejarme ir, ¡si me había dicho que yo era un lastre en su vida! Finalmente lo conseguí, pero cuánto daño inútil…..

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