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El detective de libro

La profundización en obras escritas sobre o por investigadores privados españoles de carne y hueso desde sus primeros pasos históricos revela que el detective es irredento en la ficción novelesca y fílmica

Juan-Carlos Arias
Juan-Carlos Arias
Agencia Andalucía Viva. Escritor
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análisis

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El detective privado es un personaje que, para entendederas populares, sólo pulula en libros y fotogramas. Ese es un icono difícil de eludir. Lastra al investigador terrenal, al que pisa las calles de la jungla urbana. Al que trabaja para la comunidad como invisible colaborador de la Justicia con mayúsculas, no genuflexo ante una policía que le mira de soslayo, le controla, le detiene y multa. Así hasta lo insinúan algunos detectives reales mediáticos o supuestos líderes gremiales. Como un sumiso al poder más arbitrario.

La historia y bibliografía del detective español es corta. Es tributaria, en parte, al eco angloparlante del Reino Unido y Norteamérica. Los referentes que existían fueron las novelas –basadas en casos reales– que elaboraron Dashiell Hammet y Joe Gores, ex agentes de la pionera Pinkerton Detective Agency norteamericana, creada en 1850.

Con tales mimbres, sus colegas españoles relatan casos y aportan pruebas en una sociedad latina, ingrata e hipócrita con un profesional de la verdad. Los detectives, no se olvide, se usan para saber, acusar, exculpar, probar o pactar. Los jugosos dividendos informativos los cobran sus clientes. Ahora, en 2020, el detective actúa como reconvertido ‘milenial’ fedatario de un internet, redes sociales, móviles u ordenadores fértiles de datos. Donde los malos están en lo suyo. Atrás quedó seguir a infieles, a niños rebeldes, las gabardinas, pipas, lupas y otros tópicos que coinciden con el mito…

Se aproxima a ese sabueso que plasma en papel lo que conoce de la calle los libros ‘El mundo del crimen’ (1888) y ‘Policía Moderna’ (1893) Daniel Freixa i Martí. Este ex jefe policial ilustrado navega a lo privado desde su experiencia oficial. Pero, sin duda, la obra pionera del detective español la firmó un hispano-galo, Enrique Cazenevue, en la Belle Epoque barcelonesa de pistoleros, industriales, anarquistas, burgueses… ‘Detectivismo Práctico’ (1925) son textos previamente divulgados en Radio Barcelona (SER) y otros textos por un francés que creó escuela con carisma personal. Cazenevue dejó una huella que trascendió décadas. Diseccionaba sus experiencias aportando una original pedagogía de la investigación privada.

Andando el tiempo, el manchego afincado en Barcelona Eugenio Vélez-Troya reinauguró la autoedición –refugio también de otros escritores descartados por editoriales– con ‘El Investigador Privado’ (1979). Firmó también ‘Las otras huellas’ (Obelisco, 1996). En sendas obras aplaude a las “fuerzas del orden”, relata casos que resolvió y dogmatiza poseído por su ego. El mismo que laminó el proyecto municipal de crear un museo del detective en la Barcelona más cosmopolita y de vanguardias.

No pudo ser el nonato ‘Museu del detectiu’. Lo confesó al firmante Marta Puértolas, una de sus impulsoras. El fallecido Vélez sólo quiso ver allí fotos suyas, medallas, títulos y un polígrafo que importó sin compartir objetos y utillaje operativo con otros detectives pioneros de verdad (Cazenevue, Tresols, Freixa, Dordal, Julibert…) y del papel o el cine (Carvalho, Flanagan…).

Vélez es, no obstante, historia gremial muy aplaudida: es el decano contemporáneo corporativo que relató sus casos con pelos y señales. Su museo se abrirá, quién lo sabe, en un lugar de la Mancha donde nació. En la provincia de Ciudad Real hasta hubo un congreso de colegas detectives años atrás.

La primera obra de temática y rúbrica de detective publicada en una editorial en el siglo XX fue ‘Conexión detective’ (JC, 1990). La prologaron Margarita Landi (inolvidable reportera de sucesos) y Domènec Pastor Petit (reputado historiador experto en espionaje). Compilaba artículos periodísticos del período 1983-1989 del autor del presente reportaje. El mismo creó -en 1982– ADAS Detectives en Sevilla, agencia que dirige hasta hoy. La obra llenó un vacío e intentó cercar el mito, y perenne estereotipo, a la realidad. La clave fue reivindicar y dignificar un oficio que no deja indiferente y muy desconocido.

Una segunda obra, ‘Sevilla Confidencial’ (Muñoz Moya-Montraveta, 1993) estrena al ‘Detective Reyes’ disfrazando casos reales que ya publicó con éxito la prensa andaluza. Una tercera obra del mismo autor, ‘Confidencias de un Detective’ (La Esfera, 2004), la prologa el escritor Andreu Martín. Marida el manual profesional, 38 casos más de ‘Reyes’ e investigaciones periodísticas (La Pinkerton en España, Caso Torreblanca y el de Alhambra vs. Heineken). Este es volumen codiciado por coleccionistas, de lectura recomendada en universidades españolas e iberoamericanas para docentes y alumnado.

En 2020, el detective actúa como reconvertido ‘milenial’ fedatario de un internet, redes sociales, móviles u ordenadores fértiles de datos

Al televisivo y eficaz investigador privado Jorge Colomar le homenajea la fallecida profesora de Derecho Elena Pradas en ‘Gota de Mercurio’ (Obelisco, 2003). Con laberíntico texto, sustancia casos impunes que investigó, con osadía de trasgresor, hasta presentarlos al juez y descolocar a la policía burócrata y desbordada por la galopante criminalidad. Colomar aún atrae a su ‘alter ego’ de la ficción.

Bascula sobre el mito encarnado en su vivaz olfato. La trayectoria en sí de este investigador aporta mucho más que líderes y colectivos gremiales de los detectives. Además, Colomar es autor de un volumen genético en el mercado español sobre prácticas orientales (Zen y sus orígenes, Martínez Roca 1974). El libro da fe de las inquietudes espirituales de un detective con leyenda de hipnotizar –amistosamente– a interlocutores para extraerle verdades.

Mariano Badía (Psicosis en Torreciudad), Vicente Corachán (Olga, Cadáver para Detective y el anecdotario ¿Llamo a un detective?), Roser Ribas (Suicidio aparente), Javier Lillo (Apherton), Francisco Marco (Detectives SA, Control empresa y Objetivo Intervida) y José María Vilamajó (Hombre de invierno), Julián Peribáñez (Real Politik) novelan sus experiencias, y casos resueltos o elaboran ensayos de palpitante actualidad.

Se observa que los citados detectives tienen vínculos con editoriales que piden dinero antes de publicar, entre las que brilla Círculo Rojo. Son asuntos de ‘cosecha propia’ o parte de legítimas estrategias publicitarias ‘de agencia’. Los casos de estos autores-detectives están cargados de realidad. Otro escaparate y plataforma de la autopublicación es Amazon. Las andanzas del sabueso Gregorio Parra que ideó Antonio Moreno Casado fructificó con varios títulos (Negrura misteriosa, Joven cadáver, Crimen Camino Caño Viejo, Desaparición de Sonia y Niñas sin dedos) para formatos de libro que se venden en la red y –antes- en librerías.

El profesor-detective-ciberexperto sevillano Salvador Gamero aporta más originalidad. Un divertido volumen (Mi niña quiere un móvil ¡Sorroco! ¡Aulixio!, Itálica 2017) esboza técnicas de ciberseguridad explicadas, con claves didácticas y textos elaborados, para concienciar al personal del peligro que llevamos en el bolsillo y nos engancha.

El caso del detective madrileño Enrique Hormigo es diferente. Publicó dos excelentes novelas (‘El tercer chimalli’ y ‘Los canallas no tienen rosa sino espinas’). En las mismas relata un caso empresarial con víctimas y otro del peor Madrid, variante explotación sexual. La lupa reveladora es la de un sabueso de papel creíble y que conoce bien su oficio desde una dilatada praxis. Nos referimos a Emilio Gálvez. Las tramas se desarrollan bajo claves de la novela-enigma (planteamiento-nudo-desenlace). Nada envidia ese Gálvez al Toni Romano del insigne escritor Juan Madrid, ni al homólogo -con idéntico apellido literario- que inventó Jorge Martínez Reverte.

‘Elemental’, queridos Guerrero & Rodríguez

Rafael Guerrero es un personaje superado por su ubicuidad, aportes y modos de tertuliano. Habla o escribe de lo que sea menester y donde sea. Centra parte del catálogo de la editorial Círculo Rojo: ‘Ultimátum’, ‘Guerrero entre halcones’, ‘Yo detective’ y ‘Muero y Vuelvo’.

Las novelas citadas merecieron premios de esa editorial, del ‘Col.legi detectius’ (es decir, Generalitat detectivesca) y traducciones. Entregado a sumar ‘marca personal’, Guerrero pasea su labia y planta de sabueso de película por eventos ‘negros’, foros, redes, blogs, digitales y teleseries.

En 2020 decide colmatar la didáctica sobre el detective con ‘Elemental’ en tan citada editorial. La obra radiografía al detective a cuatro manos. Antologías previas e intentos como los de Agustín Cerezo o Eduardo Navasquillo fueron apreciables, así como un innovador ‘Manual de Autoprotección’ que regalaba la barcelonesa HAS Detectives a su clientela décadas atrás.

El nuevo volumen de Guerrero tiene coautora jurista. Ella aplica talento a un texto preciso y bien estructurado. María Rodríguez González-Moro es una letrada y criminóloga murciana que hace tándem de ensayo con Guerrero. Ultimaron una obra dirigida al aprendizaje del detective, emulando a Cazenevue.

Rodríguez firma más de la mitad del libro con austeridad textual y lenguaje comprensible, muy alejada de Pradas cuando piropeaba a Colomar. Disecciona jurídicamente la seguridad pública y privada, normas, requisitos, pautas procesales, técnicas y metodología que debe considerar el buen detective. El que tiene por norte una ética auténtica, no la que empresas o colectivos difunden bajo el cartel de ‘responsabilidad social corporativa’ sumando así un eufemismo más, y deontológico.

El ‘Elemental’ de Guerrero aloja más calle, tecnología de vanguardia, más viaje fascinante. O sea, más exotismo textual. El revelador de un romance del detective con la pluma. Guerrero, militante de un oficio que no deja indiferente a nadie, viaja su parte del libro al tono divulgativo con estándares pragmáticos. El dogma de antaño se lo dejamos a Vélez-Troya, Cazenevue y Freixa, herederos de los pioneros mundiales del detective auténtico: la Pinkerton y el parisino François Eugene Vidocq.

‘Método 3’, factoría de libros

El escándalo de la agencia ‘Método 3’ (M3) lo sustanció -en 2012- la policía incautando cajas con informes y ordenadores, como en películas e informativos TV. Era imaginable su método tras prometer -en rueda de prensa- encontrar a Maddie Mc Cann, la infortunada que no apareció. La redada detuvo a sus últimos gestores. Generó libros con polémica y conflictos judiciales. La sociedad que gestionaba M3 aún –en 2020- se ‘auditaría’ desde la cárcel; ahí pasa temporadas su liquidador, Joaquín Dillet Cases. Sobre M3, pertinaz en la prensa, cada cual que estuvo ‘dentro’ cuenta su verdad. Vemos paralelismo sobre lo que escribió Lord Byron: ‘la realidad es rara, admite invenciones’.

Abrió fuego ‘El Método’ (La Esfera, 2013). La firma un prolífico best seller que heredó M3 de su madre, Marita Fernández. El detective, abogado y doctor en Derecho Francisco Marco, dice señalar ahí quién cerró M3, aunque admitió culpas ‘in vigilando’ en juzgados por lo sucedido en el famoso restaurante barcelonés ‘La Camarga’, principio del fin de la agencia. La tesis de Marco se reinventa en una obra posterior (Operación Cataluña, Urano 2017). Marco reescribe –pues- al Antonio Machado más instantáneo: ‘Hoy es siempre todavía’.

Sigue la senda M3 ‘Cortina de Humo’ (Corre la Voz, 2014). La obra, de difícil comprensión lectora, revela intimidades de la agencia. Imitaría al mayordomo lenguaraz, al Bautista servil que acaba destapando los secretos del patrón. Tras publicarse la obra afloraron interminables pugnas, en comisarías y juzgados, entre el último director de M3, Francisco Marco, y dos ex agentes que ‘sabían demasiado’ y no cobraron sus despidos VIP, Julián Peribáñez y Antonio Tamarit (dueño de marca M3).

M3 no sería un activo ‘honorable’ para el gremio patrio de los detectives, pero parece gancho para intentar o lograr best-sellers. Hasta Marco, desposeído de la marca M3 por deudas de la agencia, acompaña a su rúbrica ser ex directivo o fundador de la agencia. La obra del dúo Tamarit & Peribáñez fue secuestrada por la Justicia.

‘Detectives.RIP’ (Seleer, 2015), obra de quien suscribe este trabajo y prologa el escritor y periodista Fernando Rueda, vaticinó los peores presagios para los detectives españoles. M3 consta en un capítulo sedimentario. Su tesis pivota sobre redada policial del peor PP de Rajoy –lo encarnó Jorge Fernández (reprobado ministro del Interior 2011-2016)– para detener a casi cien detectives (Operación Pitiusa), una norma a medida del control policial al detective (Ley Seguridad Privada 5/2014) y el papel de M3 que justificaría el título de la obra.

Recordemos que cuando llegó Rajoy a la Moncloa en 2011 las élites patrias estaban molestas con datos, dossiers e informes de detectives privados, con y sin licencia. Los poderosos exigieron firmeza ante sabuesos tocanarices, preguntones, documentadores y comprometedores del trapicheo, pelotazo, corrupción… Las cloacas policiales se ‘comportaban’, y se controlaban, mejor.

‘Detectives.RIP’ mereció demanda conjunta de M3, su fundadora y último director por vulnerarse su honra. La misma era ‘reparable’ –según tal iniciativa legal– con 80.000 euros. La editorial retiró la obra del mercado. Pero la Justicia desestimó íntegramente la demanda –incluida condena en costas– en juzgado de instancia y audiencia de Barcelona. El Tribunal Supremo tiene la última palabra.

Villarejo, espía, no detective

El encarcelado, millonario y ex comisario Villarejo, además que quitarle el sueño a la pomada empresarial y política española por su archivo -‘ilocalizable’- de audios, videos, fotos y dossiers ‘fakes’, resucita al ex capitán-espía peruano Vladimiro Montesinos. Aquel que atesoró una ‘videoteca’ extorsiva tras abandonar la presidencia el Presidente Fujimori (1993-2000). Parecido al de Edgar Hoover, boss-capo del FBI norteamericano (1935-1972). Sus archivos ‘sensibles’ protegieron el despacho y nómina del ‘super-espía’ que logró nada menos que con seis de presidentes de EEUU.

Pues bien, ante el maridaje en medios, internet y redes del detective con el peor e intimidante espionaje, la detective-periodista Gema Piñeiro acreditó –superando burocracias policiales– que Villarejo no es detective, y jamás lo fue. Esa primicia la publicó Diario16. Y nadie, desde despachos del poder, ha desmentido a Piñeiro. Sobran, por tanto, ‘cuentos’ del antiguo policía sobre excedencias, bajas, compatibilidades, etc… Son milongas para tontos. El espía Villarejo tuvo padrinos, ahora mudos, sordos, ciegos y en pánico si se descubre ‘lo suyo’. Desde los 80 ‘RV Consultores’ es la empresa de Villarejo que hacía trabajos genuinos de detective, pero sin licencia. A posteriori creó el Grupo Cenyt, que sólo facturó al Ibex35, millonarios y ahora imputados VIPs.

Lo dicho se explica porque Francisco Marco filtró a Antonio Salvador (El Independiente, 15 de noviembre de 2019), que ultima libro que biografiará al espía con placa. Para el empeño, según la noticia, Marco usará al periodista Francisco Bravo, que antecedió a David Escamilla y Javier Chicote, otros coautores del famoso best seller.

Todo lo oye, todo lo ve, todo lo sabe

Dicen que lo mejor se deja para el final. Hasta aquí los ojos lectores constataron obras con relatos de casos imposibles, investigadores privados que relatan sus experiencias profesionales, conflictos bajo clave problema-solución, egos de diván…. Pero si hay podio entre las obras centradas en el detective real su mejor analista no debe tener la licencia, la que se debe al secreto profesional. Lo acreditaron –desde la novela– el inolvidable Manuel Vázquez Montalbán con su Pepe Carvalho, Juan Madrid con Toni Romano o Andreu Martín & Ribera con Flanagan.

José Luis Ibáñez es triple freelancer (periodista, escritor y guionista), algo heroico en tiempos de ‘pensamiento único’, globalidades y grupos multimedia. Le atrapó el desafío de diseccionar al detective real de los primeros tiempos españoles. Con bisturí de cirujano y tenacidad de ingeniero escruta los orígenes del investigador privado. Indagó en archivos y entrevistó a herederos con pautas de historiador. Ibáñez ya tenía tablas de reportero, premios y apoyo del ‘Col.legi’ catalán, donde colabora. Le alientan, entre otros, el veterano detective Joan E. Egea Isern y Óscar Rosa (Detectys).

Su última obra, que da título al epígrafe, la publica Espasa (Grupo Planeta, 2020). Y entrañó eslogan publicitario de una de las agencias pioneras barcelonesa. El volumen fascina y atapa desde la primera de sus 516 páginas. Está espléndidamente ilustrado con documentos y fotos de primicia. El titánico trabajo advierte a los ‘navegantes de la historia’ tras citar a Cazenevue. Tiene, este trabajo, tres partes sustantivas: el siglo de los detectives, los primeros detectives y siete detectives fundamentales.

La primera recorre cronológicamente el contexto en que se propician las primeras agencias de detectives en Europa (principalmente Francia, Alemania y Reino Unido) y EEUU durante principios y mediados del siglo XIX. La industrialización, concentración urbana, distintos modelos policiales y corrupción, génesis de la seguridad privada, criminalidad trasfronteriza, el negocio del divorcio y las primeras ‘detectivas’ (si se admite el palabro) fueron detonante para que aventureros, emprendedores, ex policías, desalmados y ex políticos construyeran a los primeros detectives privados. Los detalla Ibáñez con sus luces y sombras, ganando así neutralidad –y objetividad– su trabajo.

La publicidad, noticias, informes y literatura de las agencias las usa Ibáñez para ‘tirar del hilo’. El afán es desvelar unos invisibles investigadores que sólo se transparentan cual punta de iceberg para captar clientela. Entonces, entre mediados de los siglos XIX y XX, los detectives tuvieron amplia licencia por el vacío normativo. El tiempo legisló en contra de los más atrevidos sabuesos privados, para controlarlos y multarlos.

El libro de Ibáñez corrobora al considerado pionero europeo, François Eugene Vidocq (1832). Y al más famoso: el norteamericano Allan Pinkerton (1850). Su colega británico Charles Frederick Field (1852) abrió paso a sus colegas en el reino de Su Graciosa Majestad tras abandonar el Scotland Yard. Salomon y H. L. Römmer fueron los pioneros germanos tras crear una agencia en Dresde (1860).

Vidocq, Field y Pinkerton, no obstante, tienen referentes de otras compañías, despachos y empresas. Todos repetían su operativa profesional como investigadores privados, inicialmente mercantiles, o de asuntos ‘inconcretos’ pero disfrazados con eufemismos protectores de intimidad y honra, tan respetada en Centroeuropa y países angloparlantes.

La enérgica Kate Warne aparece, en la Pinkerton de finales del siglo XIX, como pionera femenina de los detectives. Convenció a su postrero jefe para que la contratara con atributos determinantes ‘…tacto, combinado con una capacidad para halagar… [somos] rápidas, observadoras, persistentes… [somos] Por instinto, jueces del carácter de los hombres… y buenas actrices…’ . Sin duda, contrataron a la tenaz candidata.

En cuanto a los detectives pioneros españoles Ibáñez se emplea más a fondo. Sitúa en 1888 la primera agencia, ‘La Vigilancia y Seguridad Mercantil’. Se centró en informes comerciales, pero a la postre amplió oferta con servicios propios del investigador privado. La batuta fue de Daniel Freixa, ex jefe policial barcelonés, y Javier Dordal.

Es la ciudad condal, cuna y vanguardia de los investigadores españoles, es donde Ibáñez ubica –entre el siglo XIX y el primer tercio del XX– más de 300 agencias. Su competitividad era máxima si nos atenemos a sus marcas y la próspera época en que operaron: Anónima, La Internacional, American office, Cazeneuve, L’Humanité, Discrección, Orbis, Ideal, Vox Pópuli, Luz, Buena Estrella, Axon, Royal, DIA, Rápido y un largo etcétera. Madrid, Valencia, Sevilla, Bilbao y otras capitales españolas tuvieron más agencias. Hasta en el recóndito Fregenal de la Sierra (Badajoz) Manuel Armijo ofertaba sus servicios en 1901 como germen del detective rural.

En el extenso y segundo capítulo de la obra que se comenta, su autor lo centra en los detectives españoles. También, ratifica los vínculos de la Pinkerton y otras agencias foráneas con España, así como los tentáculos detectivescos patrios hasta metrópolis de la América hispanoparlante (principalmente La Habana, Buenos Aires y México DF), donde los detectives se ocupaban principalmente de localizar a emigrantes españoles.

En Lisboa ‘L’Humanité’ instaló agencia. ‘Detective Office’, a cuyo frente estaba Enrique Cazenevue, instaló en París, Londres y Nueva York sucursales propias sin dejar de representar al Scotland Yard en suelo español.

La primicia sobre la Pinkerton en suelo español la publicó quien suscribe en la revista ‘Mes a més’, órgano del ‘Col.legi de detectius’ catalán, en enero de 2003. Se amplió el dato exclusivo en octubre de 2004 (Confidencias de un detective, Páginas 323-329). A la Pinkerton les contrató en 1927 Lloyd Aéreo (hoy Iberia-IAG), presidida por Horacio Echevarrieta. El objeto fue para buscar maletas perdidas en el vuelo inaugural Barcelona-Madrid. Nuestra ex aerolínea de bandera empezó bien. Ibáñez documenta más nexos españoles de la legendaria agencia norteamericana. Consolidado el negocio de la investigación privada durante el período que desentraña la obra de Ibáñez (1890-1931), agentes de la Pinkerton vigilaron a independentistas cubanos en suelo norteamericano (1870-72) y siguieron los pasos de parientes de la familia real española.

El estado español, durante el período que analiza la obra de Ibáñez, contrató a ‘policías privados’ para asuntos en el extranjero por la ausencia de un servicio de inteligencia. Además, alquiló servicios privados contra contrabandistas de tabaco en zona mediterránea, trata humana, pagó extras a los Carabineros y permitió o laminó el juego según quienes apostaran. La corrupción de algunos servidores públicos hizo de las suyas.

 

La obra no se recata en admitir que la ‘policía paralela’ fue creada y usada, con o sin detective y/o uniforme, ante la degradación funcionarial y ausencias de modelos policiales del poder hacia sus ciudadanos, añadiéndose el incremento delictivo. Ello obligó a la diputación y centenares de ayuntamientos catalanes a contratar a Charles Arrow, ex directivo del Scotland Yard, en 1907 ante la ineficacia policial. Creó la Oficina de Investigación Criminal con sede colindante al Palau de la Generalitat. Pero tan osada iniciativa acabó en fiasco por los intereses creados a priori y corrupción preexistente. Hincaba las raíces en pistoleros, empresarios sin alma y malversadores.

Los vaivenes de la criminalidad, la porosidad de nuestras fronteras terrestres luso-galas y marítimas, más la violencia que se ha asociado al radicalismo político y sindical y el peor empresariado de finales del siglo XIX y principios del XX justificaron una oficiosa policía privada. Es imaginable a favor de quien trabajaría y qué intereses servía. Muchos de sus efectivos fueron ‘cesantes’ de la policía, situación que despedía agentes ‘incómodos’ cuando alcanzaban el gobierno o los liberales y/o los conservadores.

Un detalle relevante de la obra de Ibáñez es que retrata la precariedad, recursos, contactos informativos, operativa y personajes que trabajaban en las primeras agencias de detectives. El cosmopolitismo de Barcelona la aventajó sobre otras capitales españolas para que allí florecieran incontables negocios que hacían lo que fuera menester con más o menos fortuna y éxito. Las sombras de estas agencias también son retratadas nítidamente en un trabajo revelador que trasmite un rigor inusual.

El escritor ahonda las paradojas y grandezas que entraña el primer detective patrio. La publicidad de algunas agencias era llamativa: ‘se tramitan todos los asuntos de la vida’. En realidad, se ocupaban de filtrar inquilinos, futuros empleados y criados, radiografiar empresas y socios, documentar infidelidades conyugales y laborales, buscar herederos, vigilar patrimonios y hasta proteger refugiados, evacuar exiliados o trasmitir mensajes durante la primera gran guerra mundial (1914-18). En algunas agencias había informales gimnasios, sala de disfraces operativos y laboratorios que profesaban pruebas con técnicas criminalísticas gracias a agentes mejor preparados que los de la policía.

Los perfiles de los primeros detectives se ajustaban entre buscavidas, aventureros, expolicías, carabineros y guardias civiles, empresarios, abogados y profesionales. Todos y todas compartían fascinación por un oficio para la que hacían falta más recursos personales que técnicos. El detective de hace más de cien años era más artesano. La lupa de Sherlock Holmes ayudó al empeño y a picaresca e improvisación ibérica.

Algo importante, hasta hoy inédito, es que las primeras mujeres-detective trabajaron en numerosas agencias barcelonesas y madrileñas. ‘L’Humanité’ las tenía en plantilla y las presentaba en juzgados como agentes operativas (María Álvarez y Adela Moreno) de su dinámico director Ramon Julibert en la primera década del siglo XX. La detective española que dirigió su propia agencia fue Carolina Bravo. Tuvo agencia en calle Canuda, desde 1925. Se adelantó, sin que nadie lo haya reivindicado antes, a la lucha contra el machismo, patriarcalismo y la misoginia social entonces imperante. Bravo ratificó que, como investigadora privada pionera, se adelantó muchas décadas a sus congéneres que lucen tricornio o guerrera (1988) o –antes– vistieron, por primera vez, el uniforme del Cuerpo Nacional de Policía (1979).

En Barcelona y Madrid se repartieron también una decena de academias de detective que admitían alumnado de ambos sexos. El trabajo estaba casi asegurado, pues eran mayoritariamente filiales de prósperas agencias con plantillas de decenas de empleados, algunos políglotas. Las materias que impartían –durante varios cursos– incluían dactiloscopia, criminalística y técnicas de policía científica que hoy se actualizan en escuelas oficiales de policías durante el siglo XXI

La última parte del libro que comentamos de Ibáñez se centra en personajes que acuñaron leyendas, glorias, estafas, pleitos y fracasos entre los detectives pioneros españoles. Hasta hoy conocíamos meras referencias que pilotaban una historia huérfana de estudios más sesudos.

Daniel Freixa i Martí, precoz jefe policial en días convulsos, montó su agencia (Vigilancia y Seguridad Mercantil) tras ser cesado -por conservador- cuando los liberales llegaron al gobierno. Su vida brilló con luces apreciables, por su dinamismo y otras tantas oscuridades. Estas le enfrentaron a competidores, familia, deudas…

Fernando Cadiñanos se incorpora a la plantilla pionera del detective por derecho propio y en Madrid. Su rigor y seriedad merecen de Ibáñez el aplauso por su buen quehacer. El polifacético y políglota Antonio de Nait representó la vis novelesca del detective de verdad. Su agencia (American Office) investigaba dentro y fuera de España y fue una adelantada a los tiempos que nos toca vivir. Fue –también– embajador de la Suretè gala.

El caso de Ramón Julibert i Argelich y su ubicua agencia (L’Humanité) inventó el mejor marketing profesional, innovó operativa en la seguridad privada con escoltas y uniformados y apostó por la enseñanza más vanguardistas en los años de la Belle Epoque barcelonesa. El autobombo narcisista lo heredó y legó a muchos colegas.

Antoni Tresols i Campañá -ex subordinado de Freixa- también legó su agencia, con marca de su propio apellido, tras jubilarse como polémico policía. Operó la agencia hasta los cincuenta, aunque falleció en 1931 aplaudido por su valía. Su espíritu de superviviente ha escrito los mejores capítulos de los primeros detectives españoles.

El hispano-francés Enrique Cazenevue Cortés, también escritor, divulgador y una persona que llenó cualquier espacio por donde trabajó, aporta la caballerosidad y eficacia tras heredar el negocio investigador (Detective Office). Lo multiplicó hasta el liderato gremial siendo reveladores su libro (Detectivismo Práctico, 1925) y charlas radiofónicas de un profesional jaleado por las historias profesionales que centró.

Por último, refiriéndonos intrínsecamente a la obra de José Luis Ibáñez, se aborda -entre los grandes detectives- a Ramón Fernández-Luna. Este antiguo y efectivo policía fue apodado el ‘Sherlock Holmes’ patrio en la época que vivió por su profesionalidad y olfato investigador. El instituto que creó fue escuela y fértil vivero de agentes privados desde su cuartel general madrileño. Los primeros detectives españoles, según acredita Ibáñez, fueron también pioneros en usar perros para búsquedas, valerse de recursos –entonces rudimentarios- de la criminalística, innovar técnicas de vigilancia, de obtención de datos y operar en España y el extranjero como eficaces investigadores.

Conviene resaltar que el libro de José Luis Ibáñez arroja luz sobre episodios interpretados desde otras ópticas que, las más de las veces, restaron importancia a un aporte y utilidad social del detective. Es este, no se olvide, un profesional liberal que trabaja para particulares, organismos y empresas. Tradicionalmente, fue ninguneado, perseguido y controlado por el poder. Durante los siglos XIX y XX España conoció más vaivenes del estado (dictaduras, asonadas militares, regencias, repúblicas, reinados, revoluciones, guerras…) que en los precedentes. Los detectives privados han sufrido la ira del peor servidor del gobierno. Desde antaño consideraron que el detective ataca un monopolio que, en realidad, debería proyectarlo a la Justicia en pro de la ciudadanía.

En época franquista se obligó al detective renovar anualmente la licencia, desde 1951. Ello avalaba su sumisión al régimen dictatorial si no se era afecto al mismo. Y es controlado y multado, para callar su verdad -sin obviar la potestad estatal punitiva ante conductas trasgresoras-, desde sendas Leyes de Seguridad Privada de 1992 y 2004. El PSOE del felipismo y el PP de Rajoy compartieron ese corsé legal respectivamente.

En el período que investigó Ibáñez, repetimos entre 1880-1931 aproximadamente, la licencia de detective servía para todo lo que fuera legítimo, legal y no vulnerase las normas penales, costumbres cívicas y pautas sociales. Es decir, el detective que retrató Ibáñez en su recomendable obra estaba mucho mejor que ahora, pues esclarecía delitos con técnicas y recursos en ocasiones más punteros que la policía. Los sabuesos patrios, por lo que leemos, han ido a peor con el tiempo. ¡País!

En busca del detective perdido

Por JOSÉ LUIS IBÁÑEZ

En 2003 empecé a documentarme para escribir mi primera novela. El protagonista era Toni Ferrer, un detective de la década de 1930. Busqué datos sobre los profesionales que ejercieron en España durante aquella época. Solo hallé una breve referencia a los «pioneros de la información» en las memorias del detective Eugenio Vélez Troya (1921-2007), una figura fundamental de la profesión a partir de los años cuarenta; nombraba a media docena de agencias y situaba la primera de ellas en 1909. Nada más.

«Eran simples huelebraguetas; nuestra historia de verdad empieza a partir de 1950», me dijeron algunos detectives veteranos. Me costaba creerlo. Barcelona era, a principios del siglo XX, uno de los puertos comerciales más activos de Europa, además de una de sus capitales del pecado, y en Madrid residían algunas de las grandes fortunas de la época. ¿Cómo no iban a contar con detectives privados?

Así que, tras la segunda aventura de Ferrer, publicada en 2009, inicié una investigación mucho más profunda. Y descubrí una realidad deslumbrante, muy diferente a la imagen gris que se había divulgado hasta entonces. Salvando las distancias, me sentí como uno de esos exploradores que, tras cortar unas lianas en la selva, se topan con un mundo perdido.

Gracias a la digitalización de los archivos públicos y a las facilidades para acceder a las hemerotecas históricas me remonté hasta 1888 para situar la primera agencia. Además, reuní información sobre los más de trescientos despachos de detectives que abrieron sus puertas en toda España hasta la Guerra Civil.

La suya fue una aventura extraordinaria, tanto por el conflictivo marco histórico —desde la Restauración a la Segunda República— como porque, a diferencia de lo que sucede hoy, aquellos detectives podían investigar cualquier tipo de delito. Y lo hicieron.

Muchas de aquellas figuras me deslumbraron. Sus vidas, sus casos y sus aventuras parecen sacadas de la ficción. ¿A quién destacar? Ramón Fernández-Luna, por ejemplo, fue el investigador más parecido a Sherlock Holmes que hubo en la Europa de entresiglos; Antonio de Nait era un gourmet políglota, detective y espía al servicio de Francia, con licencia para matar; Enrique Cazeneuve Cortés se convirtió en pionero de la información radiofónica de sucesos y en el primer teórico de la profesión.

¿Quién da más? Visto en perspectiva, me sorprende que unos personajes así pudieran haber caído en el olvido y me siento orgulloso de haberlos rescatado.      

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