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El debate y la postverdad

Julián Molina Illán
Julián Molina Illán
Psicólogo, Fisioterapeuta, Enfermero, Filólogo, e Historiador del Arte.
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análisis

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Tranquilos, que no os voy a contar el debate. Llama la atención cómo las crónicas políticas de hoy miércoles 24 de abril versan casi todas sobre lo que vimos, y el análisis personalizado y subjetivo de lo que vimos. Sin embargo, y sin despreciar la opinión de nadie, sus análisis, o la influencia que sobre la ciudadanía pueda tener el resultado de las encuestas sobre quién ha ganado el debate, yo hablaré, con el permiso de la concurrencia, de lo que ayer eché de menos.

Cuando unos políticos exponen datos, que además se contradicen con los de los otros políticos, y se dedican a acusarse mutuamente de mentir, lo que ocurre al final es que cada político termina hablando a su propio público, no teniendo excesiva influencia en el “público” de los demás. No tengo muy claro que se consiga sumar votantes a base de echarse pulsos con el de al lado sobre quién lo tiene más largo (el argumento…). Más bien en estos casos suele ocurrir que los votantes indecisos reaccionan más que nada ante los errores de bulto, que es difícil que se produzcan habida cuenta la altura intelectual de los implicados, el grado de preparación, y el asesoramiento de los expertos y colaboradores que les ayudan a preparar el debate. Así pues, ¿para qué sirven los debates? Tal y como están planteados, como digo, para ver si alguien se equivoca, y si no es así, prácticamente no sirven para nada, pues no movilizan voto.

Todos los que hemos visto el debate, independientemente de que hagamos tal o cual interpretación, sabemos lo que ocurrió. Oímos lo que nuestros líderes políticos dijeron. Pudimos comparar e interpretar los datos. Pero, ¿hubo algo que no escuchamos y que hubiéramos debido escuchar? Por supuesto, y ese es el objeto de este artículo: la cuestión ideológica.

Lo que se nos propuso fueron un conjunto de propuestas descontextualizadas (que yo no voy a analizar aquí) que, dichas así, sin anestesia, parecían todas ellas plausibles. Gustaban. Si no hubiera gravísimas incompatibilidades de origen, diríase que lo razonable sería que “los políticos se pusieran de acuerdo” y gobernaran juntos para el bienestar de los ciudadanos. Quién no ha oído esta frase alguna vez en boca de personas poco dadas a entrar en “profundidades” políticas… Faltó la explicación del origen filosófico de las propuestas y el análisis de las consecuencias sociales de las políticas que se derivan de esas filosofías. Porque si no se hace esto, parece que cuando no se consiguen los efectos prometidos (fundamentalmente que la gente viva mejor…) es que alguien, malvadamente, ha tenido la culpa del fracaso (normalmente el culpable suele ser el infame Zapatero… o los comunistas). Vayamos al grano de una vez.

Una cosa es lo que las personas somos, y otra muy distinta es lo que creemos que somos. Lo importante no es lo primero, lo real, sino lo segundo, las creencias, pues lo primero no puede demostrarse. Los seres humanos no somos lógicos, sino psicológicos, y tenemos una fortísima tendencia a la interpretación heurística de la realidad (apriorística, primaria, instintiva, emotiva, ilógica, y, en definitiva, irreal). Así pues, aunque los seres humanos somos básicamente iguales, tenemos una fuerte tendencia a creernos diferentes a los demás, y por supuesto mejores (resultado de los procesos de autoengaño muy conocidos en Psicología Social). De esta diferencia fundamental entre las personas, aquellas que se autoengañan más y se creen mejores, y las que están mas apegadas a la realidad y entienden que todo el mundo es básicamente igual, es de donde proviene la esencia del Liberalismo y de la Socialdemocracia.

Los liberales, y así está escrito entre sus preceptos fundamentales, creen que las personas son básicamente diferentes, y que en la sociedad se deben dar las condiciones de “libertad” y “ausencia de control” como para que esas diferencias puedan desarrollarse “por si solas”. Los socialdemócratas pensamos que las personas somos básicamente iguales, y que las diferencias importantes que encontramos entre las personas ya adultas y desarrolladas tienen que ver, no con irrelevantes cuestiones genéticas en la mayoría de las ocasiones, sino con las oportunidades, o la suerte, que se tenga en la vida.

Las consecuencias políticas de estas dos filosofías radicalmente diferentes son que, mientras los liberales quieren “ausencias de control”, especialmente en las transacciones económicas (uno de los mayores lastres para ellos son los impuestos), los socialdemócratas entendemos que son necesarios los controles, y la redistribución justa de la riqueza producida entre todos, para garantizar la igualdad de oportunidades en la vida. Los liberales hablan de segregación, nosotros de integración, ellos hablan de élites, nosotros de ciudadanía, ellos hablan de acumulación y disfrute, nosotros de distribución y felicidad, ellos hablan de triunfo, y nosotros de dignidad.

El problema es que en la “pelea por la vida” no hay justicia, equidad, respeto o lealtad. Lo que hay son trampas. Habitualmente, y salvo excepciones, los ricos se hacen ricos porque se aprovechan del esfuerzo no redistribuido de los demás. Por eso les molestan tanto los impuestos, porque atentan contra la riqueza que “tanto trabajo les ha costado obtener”. Incluso aquellos que son ricos gracias a su esfuerzo (los deportistas de élite), en realidad no tienen más mérito que el de estar de moda, o haber elegido una actividad más acorde con el gusto de la gente, por lo que ganará más dinero un futbolista que un piragüista, y no porque se esfuerce más. El resultado del liberalismo son los guetos: barrios de ricos y barrios de pobres que no se mezclan los unos con los otros. Negocios e influencias familiares raramente compartibles (banqueros, industriales…), y dificultades infinitas para escapar de las injusticias sociales que “otros” han decidido que debemos sufrir.

Los socialdemócratas no estamos de acuerdo con este modelo social basado en la desigualdad proveniente en realidad de las políticas que fomentan la desigualdad, y no de las diferencias entre las personas. Los socialdemócratas luchamos por la igualdad de oportunidades, lo cual no está en conflicto con que cada cual haga con su vida lo que quiera. Lo que nosotros queremos, precisamente, es que la gente pueda hacer con su vida lo que quiera, y no lo que esos “otros” poderosos, han decidido para nosotros. Faltó un debate de ideas en profundidad. Lo que no sé es si anoche era el momento, y los comparecientes las personas adecuadas para protagonizar ese debate. Otra vez será.

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