Las memorias del orfebre y escultor Benvenuto Cellini (1500-1571) no constituyen tan solo una fuente impagable para conocer de primera mano cómo vivía un artista en el Cinquecento, sino también todo un testimonio sobre la apabullante personalidad del propio Cellini: camorrista, mentiroso, vividor, aventurero… y, por encima de todo, uno de los mayores ególatras de la historia. De esto ya es síntoma el mero hecho de que se embarcara en escribir una autobiografía, el más narcisista de los géneros literarios, en una época en la que esto se estilaba más bien poco. Y es que Cellini, muy pagado de sí mismo, alardeaba de ser uno de los más grandes artistas de su tiempo, sintiendo por ello el deber de legar a la posteridad el relato de su azarosa vida y de sus tratos con reyes, papas, nigromantes, delincuentes y prostitutas. En el texto, rico en todo tipo de anécdotas tremebundas, descubrimos que la escultura que el propio Cellini consideraba su obra cumbre es un Cristo crucificado (1562) tallado a tamaño natural en un solo bloque de mármol de Carrara. No lo hizo por encargo, sino para sí mismo, destinado a adornar su propio mausoleo.

El Cristo de Cellini es un milagro de serenidad, equilibrio y proporción. Nada de sangre, dolor ni sufrimiento: etéreo, casi desmaterializado, en él el pathos está totalmente ausente. Es todo lo contrario de tantos crucifijos de la época, como aquel otro que Sade, turista en Nápoles, nos cuenta que fue a ver a la Cartuja de San Martín; de este Cristo le habían dicho que era de Miguel Ángel y que lo había esculpido partiendo de un modelo al que había crucificado de verdad, a fin de plasmar con un verismo sin precedentes la torsión de los músculos y la expresión de dolor. Tras examinarlo con su ojo clínico, Sade, escasamente impresionado, juzgó que aquella historia no era cierta; el artista no se habría atrevido a clavar a su modelo a la cruz “porque Miguel Ángel, como cualquier otro, tenía prejuicios y el prejuicio es y será siempre el escollo del verdadero talento” (el marqués hubiera quedado aún más decepcionado si se hubiera enterado de que el artífice de la obra era, efectivamente, un Miguel Ángel, pero no el Buonarroti sino su contemporáneo Michelangelo Naccherino). Pero, volviendo a Cellini, su Cristo está en las antípodas de la moda contrarreformista que buscaba apelar a la piedad (o al morbo) del feligrés presentándole cuerpos retorcidos y maltrechos. Nada de eso: Cellini nos ofrece un canto al Dios Hombre, una serena apoteosis del cuerpo masculino. Un cuerpo casi efébico, de acabado terso y pulido; un cuerpo en el que falta incluso la herida de la lanza de Longinos. Se trata, en fin, de un cuerpo deseable.

No pasa desapercibida al lector de sus memorias la bisexualidad de Cellini, sobre cuyas espaldas se amontonaban los siete pecados capitales. El artista, al igual que Leonardo o Miguel Ángel, era gran admirador de la anatomía masculina más allá de sus intereses profesionales (eso explica también, por ejemplo, los glúteos gloriosos del Perseo que fundió para la Piazza della Signoria de Florencia). La sexualización del cuerpo de Jesucristo en esta pieza queda rematada por un detalle atípico en las representaciones del crucificado: siguiendo las convenciones iconográficas de la estatuaria heroica griega, Cellini esculpió un Cristo totalmente desnudo.

No quiso el destino que la escultura, como estaba previsto, acabara en el cenotafio de su autor. Tras una rocambolesca historia, que aquí no viene a cuento, el Cristo de Cellini fue a parar al monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Allí podéis ir a verlo; a mi juicio, merece la visita mil veces más que la arquitectura mamotrética de Juan de Herrera, que la cripta donde guardan en bomboneras de mármol las osamentas de nuestros reyes muertos (Austrias, Borbones y Borbonas) o que los recargados frescos de batallitas que ensucian los muros. Pero buscadlo bien, porque es fácil que el Cristo de Cellini pase desapercibido al visitante: por lo visto, los frailes agustinos, en cuyas manos está hoy el monasterio, tienen cierto reparo en exhibir una pieza tan controvertida y la han desterrado a una discreta capilla lateral de la basílica. Y no solo eso: le han cubierto las partes pudendas con un trozo de tela. Cumplen así con la tradicional función censora de la Iglesia católica, que no quiere ver genitales ni en pintura. Literalmente. Y menos los de Cristo.

La contribución de Pío V a la Capilla Sixtina fue hacer que se cubrieran con paños pintados todos los personajes que Miguel Ángel había representado desnudos. El papa encargó el trabajo a un pintor de poca monta, Daniele da Volterra, que desde entonces fue recordado con el infamante apodo de Il Braghettone. Pero lo interesante de estos otros braghettoni anónimos de El Escorial, los encargados de mantenimiento que de cuando en cuando le cambian los calzones al Cristo de Cellini (¿se vendarán los ojos para hacerlo?), es que no solo continúan la tradición artística de Daniele da Volterra, sino también otra más propia del arte de vanguardia: las esculturas de técnica mixta. Los agustinos, con la fuerza creativa que les confiere el pudor, han convertido la obra maestra de Cellini en un collage. El concepto me recuerda muchísimo al de aquella escultura de Degas, la Pequeña bailarina de catorce años (1881), cuya cintura de bronce está ceñida por un tutú de tul.

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