Hace poco tuve la ocasión de ver The Notorious Bettie Page (Mary Harron, 2005), un biopic sobre la icónica modelo fotográfica. Tal como está planteado en el guión, escrito por Guinevere Turner (Go Fish) y la propia Mary Harron (American Psycho), el meollo de la película radica en el conflicto moral que bulle en las mientes de la protagonista al verse implicada en un proceso judicial contra su empleador, Irving Klaw, que fue llevado ante los tribunales acusado de pornógrafo. La pobre Bettie Page, que había crecido en Nashville en un entorno conservador y cristianísimo, no termina de entender por qué las fotografías para las que ha posado suponen un atentado contra la moral pública o, peor aún, un pecado. Así, se puede decir que las reflexiones de Bettie sobre la pornografía toman un cariz teológico, como si estuviéramos leyendo una adaptación pulp de Dostoievski.

En primer lugar, nos topamos con el problema del desnudo. Bunny Yeager, que la fotografió para la entonces recién nacida revista Playboy, decía que Bettie era una nudista nata. Esta moderna Friné, espontánea, sin complejos y dotada de un cuerpo privilegiado, era inmune a la vergüenza de exhibirse que atenaza al común de los mortales. Frente a una cámara se encontraba más cómoda sin ropa que con ella. Partiendo de esto, la contradicción que Bettie no era capaz de encajar se resume en que, si bien por una parte los guardianes de la decencia (esto es, las autoridades civiles y religiosas) condenan unánimemente la desnudez como inmoral, por otra parte el acto de mostrar el propio cuerpo y enorgullecerse de él es, al fin y al cabo, una forma de honrar la obra del Creador. Adán y Eva no se cubrieron hasta el momento en que entraron en conciencia de haber desobedecido el mandato divino. Bettie, que siempre fue muy devota, experimenta el desnudo como una prenda de inocencia, en las antípodas del pecado. Mirándolo en perspectiva dentro de la historia del cristianismo, la pin-up no ha sido la única en seguir este razonamiento. En la Antigüedad Tardía floreció la secta de los adamitas, que reivindicaban el desnudo como expresión de la pureza del espíritu. Sobre ellos escribió San Agustín que “conviven desnudos hombres y mujeres, escuchan sus lecciones desnudos, desnudos celebran los sacramentos y por eso piensan ellos que su iglesia es el paraíso”. Ni que decir tiene que fueron furiosamente perseguidos por los curas del establishment, que desde siempre han preferido aferrarse a esa triste fórmula paulina que ve la carne como feudo del Maligno.

Pero si la cuestión de lo pecaminoso del desnudo ya desazonaba a Bettie Page, aún más perpleja se quedaba al ver que los tribunales consideraban mucho más peligrosas que sus fotos sin ropa otro tipo de instantáneas. Se trata de las sesiones para las que posaba en el estudio de Irving Klaw. En ellas no se mostraba desnudez alguna. Según Bettie, eran simplemente una extravagancia, una mascarada para satisfacer el gusto de clientes sofisticados. Tacones imposibles, guantes largos, corsés de cuero, lencería negra y un amplio repertorio de objetos de atrezo (mordazas, cuerdas, fustas de guardarropía) con los que escenificaban juegos de dominación, raptos inverosímiles y azotainas de lo más kitsch. Bettie y sus compañeras se lo pasaban en grande posando para aquellos carnavalescos tableaux vivants. No le cabía en la cabeza que hubiera algo de criminal en ello. En los años anteriores a su carrera como modelo, Bettie había sido víctima de abuso infantil, maltrato doméstico y una violación en grupo. Sin embargo, a juzgar por lo que decían los medios en referencia al caso Klaw, lo que había hecho ella disfrazándose ante la cámara era mucho más terrible que todo eso. El informe dictaminaba que aquellas imágenes de bondage eran una amenaza para la juventud estadounidense. De acuerdo con un especialista clínico que fue llamado a declarar, más allá de convertir a los indefensos chavales en pervertidos sexuales, la exposición a este tipo de materiales les podía conducir “al suicidio, al asesinato y a la psicosis”.

La reina de las pin-ups no fue capaz de desentrañar aquel acertijo que le planteaban las esfinges macartistas de la censura. Consumida por el estigma de un pecado cuya naturaleza no alcanzaba a comprender, dejó la vida de modelo y se dedicó a predicar el Evangelio en Central Park. Sic transit gloria mundi.

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