Estaban por fin en el mirador de Santa Lucía, justo como ella había pedido ya por quinta vez en el desayuno. Porque su intención era, desde aquel lugar, hacer la primera vista del puente rojo, ese que es igual al de San Francisco, una de las ciudades más empinadas del mundo, en Norteamérica, Estados Unidos. Pero ella, pese a llevar ya media hora sentada en el banco de piedra del mirador, no giraba la cabeza al horizonte por puro orgullo, ni aunque papá y mamá se lo insistieran hasta el cansancio; porque ella –igual– iba a seguir enfurruñada. Y lo estaba por culpa de papá precisamente, que no quiso darle ese capricho que María tanto le pidió entre lágrimas, dejando ya para siempre, en la tienducha detrás del hotel, a aquel simpático moteado con el rabo corto como una nariz y saltarín como un payaso.

La señora de la tienducha decía que el animal venía de Cabo Verde tras colarse en un barco de polizonte, y que sus manchas hacían unas aguas muy raras, como exóticas, cuando les daba la luz del sol según qué hora de la tarde. En realidad no dijo nada de eso, ya que María se lo inventaría casi todo porque se enamoró del cancerbeiro nada más verlo. El portugués no se entendía nada de nada, murmuró papá al escuchar la traducción simultánea de la hija. Y así, según contaba la señora de la tienda, aquel perrito venía también de una isla, como ella, porque María hasta aquel viaje a Lisboa aún no había podido salir de Gáldar ni una sola vez en la vida. Gáldar es un pueblecito precioso que mira al oeste desde Las Palmas, Islas Canarias. Al final, todo aquel esfuerzo lingüístico de María fue en vano: su padre no entraría en razón, ni siquiera tras verificar en el teléfono que Cabo Verde, en efecto, era una isla.

–Le pondremos Eusebio.

–Que no, que no nos lo podemos llevar en el avión. ¡Y se sanseacabó!

Para papá todo eran dificultades.

Cuando a él le convenía…

Porque algunas noches, cuando ya hacía rato que era hora de dormir, y le habían apagado la luz sin poder acabar aquel cuento de fantasmas, María se daría perfecta cuenta de que sus padres, a deshoras, se ponían a jugar a los suspiros o a mover los muebles, los muy caraduras. Pero no contentos con eso, cualquier otro día en la sobremesa o el desayuno les faltaría tiempo para criticar a la vecina por ruidosa, y María entonces ya sólo vería la bocota gritona de su madre, que sólo callaría para ponerse a buscar, también en el teléfono, si podía o no denunciar a la vecina, ya que le entraba la duda de si se puede o no denunciar a alguien por poner a centrifugar la colada pasada la medianoche. Luego, su padre, que tiene un primo abogado en Teruel, Comunidad de Aragón, tan sólo se había atrevido a añadir, tras asentir largo rato largo a su esposa:

–Busca, Luisa, busca en Lexnova… Seguro que hay algo.

María se levantó finalmente del banco del mirador con desgana, siguiendo la nueva y cariñosa orden de sus padres: tenían que ir ahora a una pastelería típica.

Sin embargo, antes de girar la esquina, su madre la pescó mirando el puente de reojo, bajando después la cabeza como un ladronzuela. Mamá entonces sonrió:

–Te puedes pedir dos dulces, ¿vale? Pero de los medianos –a lo que luego añadió, pero ya sólo al oído-. Mi vida… tu padre es un bobo.

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