El coctel de sentimientos, que diez años de crisis ha provocado en millones de personas de clase trabajadora y de clase media, es tan fuerte e imprevisible que cada proceso electoral se convierte en una ruleta rusa, donde en ocasiones sale la bala que puede acabar con el sistema, como hemos visto en casos como el Brexit o las elecciones de Estados Unidos.

Afortunadamente, no siempre es así, como demuestran los resultados en las elecciones presidenciales francesas. Resultado, que no puede hacernos olvidar que son precisas y urgentes reformas de fondo para volver a colocar el bienestar de las personas como principal objetivo social, político y económico.

En las democracias occidentales, si alguien tiene la curiosidad de observar, puede ver cómo millones de personas se sienten disgustadas al ver como la vida que disfrutaban antes de la crisis económica se ha desvanecido sin que tenga visos de volver. Puede sentir el miedo, que otra gran parte de la población, tiene hacia el futuro que les espera. O puede percibir, como otras personas, están secuestradas y paralizadas ante la angustia de que ellos, o algún familiar cercano, sea el siguiente en perder el trabajo y con ello los ingresos para poder sobrevivir.

Se puede afirmar, que hay un decaimiento colectivo, un sentimiento global de desmoralización por ver como la sociedad, con la que han cumplido, no les da una oportunidad para poder continuar su proyecto vital, o incluso iniciarlo. O no les explica el porqué de la situación y, sobre todo, cuáles son las salidas.

De este modo, se pueden analizar los casi once millones de votos a Marine Le Pen, la abstención más alta en unas elecciones presidenciales desde 1969, con un porcentaje del 25,44 por ciento, o que los votos en blanco y nulos hayan llegado a la cifra record del 11,4 por ciento.

Pero no solo es política, es vida. Cosas cotidianas, como que en España el consumo de somníferos y ansiolíticos haya aumentado un 57 por ciento en el periodo comprendido desde el año 2000 a 2012. Es decir, en el año 2000, 57 españoles de cada 1.000 consumían una dosis diaria definida al día. En el año 2012, son ya 89 personas, y continúa subiendo el consumo. Uno de los más altos de Europa. Cuatro veces más que en Alemania o el Reino Unido e incluso superior al de Estados Unidos.

Ante esta situación, hay que abandonar el negacionismos social en el que están instaladas muchas de las elites económicas y políticas. Y reconocer, de una vez por todas, que esta austeridad ha sido perniciosa para los ciudadanos, porque han sufrido más, y es inaplazable el cambio hacia un bienestar para todos.

Hay que dejar de gastar las energías individuales y colectivas en ocultar los errores en lugar de corregirlos. Hay que dejar de gastar la energía buscando culpables en lugar de buscar soluciones. Hay que establecer un programa de acción político, social y económico congruente con nuestros valores civilizatorios. Unos valores que se encuentran en la Declaración de los Derechos Humanos.

Europa y Francia están ante las últimas oportunidades. Emmanuel Macron parece que lo ha entendido, cuando en su discurso tras la victoria dijo que “el mundo entero y Europa están viendo. Esperan que defendamos la libertad y que protejamos a los oprimidos. El mundo está esperando que Francia sea Francia de nuevo”

Deseo que sea así, porque hace cinco años, cuando ganó Hollande, ya existió esa esperanza.

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