Hace unos días tuve oportunidad de visitar el Congreso de los Diputados en dos ocasiones: la víspera de la muerte de Rita Barberá, y al día siguiente del polémico minuto de silencio.

 Como visitante primerizo, mi curiosidad se decantó de inmediato por los detalles más mundanos: indumentarias, fórmulas de cortesía entre trincheras y bullicios extraparlamentarios. En principio, el aspecto del lugar se asemejaba al de cualquier centro de trabajo en hora punta. Sin embargo, un simple detalle –irrelevante en apariencia– me reveló justamente lo contrario.

Hice cola en el comedor del nuevo edificio, entre Alberto Garzón y Juan Carlos Girauta. Me pareció escuchar, a mi espalda, como el ciudadano tarareaba Mediterráneo mientras arrastraba su bandeja por el autoservicio, aunque preferí no darme la vuelta. No habría sabido si sonreírle o si reconvenirlo por su incorregible predisposición al tritono.

Patatas revolconas de primero, una rodaja de salmón a la plancha con guarnición de segundo, pan, agua y postre, todo por unos ocho euros. Más económico incluso que el menú del día del bar que frecuentan los obreros de mi barrio o que el de los bares de muchas facultades de este país. Era imposible, por tanto, no recordar el lío de Zapatero con el precio de un café durante el programa más visto de la televisión de aquellas elecciones de 2008.

Como en cualquier centro de trabajo, los comensales se distribuían en las mesas por afinidad de partido. Diría aún más: por afinidad estratégica o ideológica dentro de cada partido. Sin embargo, un biombo situado al fondo de la sala parecía romper con aquel espejismo de familiaridades y similitudes. Un biombo que demuestra, en buena medida, que el Congreso de los Diputados no es un centro de trabajo como otro cualquiera.

Consulté a varios diputados y me aclararon que, tras aquella mampara, servían exactamente el mismo menú, pero que su precio ascendía allí a diecinueve euros: esto es, más del doble que haciendo cola en el self-service. Al parecer, la diferencia de precio se debe a que, quienes ocupan ese espacio velado, son servidos personalmente por los camareros del restaurante del Congreso.

No está muy bien visto, según me reconocieron parlamentarios de diversos grupos, acomodarse detrás del biombo. Y lo cierto es que la elección del lugar no se debe, bajo ningún concepto, a una necesidad de discreción para conspirar contra rivales políticos. El Congreso cuenta con infinidad de despachos al servicio de los conspiradores. Aquel armazón, sin embargo, ofrece lo que ya dijera Mary Carmen Ramírez (Fernanda en La Corte del Faraón), en una escena en la que los dueños de la compañía teatral se ven obligados a comer frente al resto de los cómicos: “Echa el biombo, Roque, que me azoran…”

Pude observar un par de rostros conocidos entrando o saliendo de aquel rincón. Se trataba de personas que llevan muchos años en cargos públicos y que, a tenor de algunas de sus declaraciones, hace ya tiempo que perdieron el contacto con la España real. Personas que niegan reiteradamente la malnutrición infantil, el paro estructural de los jóvenes o las colas en comedores sociales. Supongo que su perspectiva, para según qué cosas, empieza y acaba en aquel biombo.

Volví al Congreso al día siguiente de la defunción de Rita. No encontré el bullicio de la ocasión anterior. Los pasillos estaban desiertos y hasta se respiraba cierto aire fúnebre. Me detuve en el justo lugar donde Rita estrechó por última vez la mano de Felipe y Letizia. El nombre popular de esta conocida estancia es el Salón de los Pasos Perdidos.

 Volví al restaurante para echar una última ojeada al biombo que me ha permitido escribir este artículo. Confieso que, por algún motivo, preferí no asomarme. Cosas del pudor ajeno, supongo.

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