Era perfecta. De altura, de cara, de cuerpo… de todo. Resplandecía como un manantial en medio del oasis, con su piel cetrina, que era un desierto oscuro de ángulos convexos y pecaminosos. Estaba radiante, por la sonrisa que colgaba de sus labios protuberantes y henchidos, labios prohibidos de femme fatale que había dejado el rubio mítico por un moreno incandescente. No pude apartar la vista de sus piernas. Esbeltas, coloreadas de sol y de gracia, abriéndose paso entre los demás pasajeros y parándose ante mí, con descaro, con ese vestido blanco, virginal, acabado con la sugerencia de una minifalda. Miraba con una dulzura extraña que no llegaba a materializarse, ¿cómo si no iba a mirar con ese rostro de niña tímida que esconde, a su vez, a una mujer traviesa? La fortuna estaba de mi lado. Con el vagón del metro lleno, había elegido posicionarse frente a mí, de pie. Yo levanté la mirada y ella me clavó sus ojos pardos. Sí, los ojos no necesitan ser verdes, negros o azules para aguijonearte el alma. Lo importante es la mirada. Y yo la bajé.

Estaba sentado, rodeado de un tumulto de brazos, maletas y piernas. Pero para mí solo existía ella. No podía ver más que sus muslos bronceados y la frontera que separaba la minúscula falda de su piel tentadora. Así era el verano. Un paraíso terrenal de ropa escasa y abundancia de cuerpo. Casi sin querer, como si fuera por fortuna (para mí), su rodilla derecha rozó la mano que descansaba sobre mi pierna diestra. La observé; la sentí; inquieto. Ella seguía mirándome, como si fuera un juego, el de a ver quién aguanta más, como si estuviésemos solos en ese vagón repleto de gente. Me taladraba con sus ojos hambrientos, que no eran ni verdes, ni azules, ni negros, pero sí tan intensos que no podía soportarlos. Mi mano, antes tranquila, comenzó a alterarse. Cerré los ojos.

Casi sin querer, yo también, como si fuera por fortuna (aunque fue por deseo) levanté mis dedos, lentamente, para no sobresaltarla. Rocé su muslo; contuve la respiración. Fue un momento eléctrico, el contacto con su piel, la descarga posterior. Estaba caliente; suave. Me mantuve así un rato, esperando que se alejara, molesta. Pasaría a formar parte de ese montón de babosos que soban a las mujeres en el metro. Sería uno más. Pero ocurrió lo contrario. Aprovechando un movimiento del vagón se acercó más a mí. Yo moví mi mano un poco hacia arriba, alejándome de su rodilla, escalando su muslo. Esperé una voz o un gesto de reproche. Pero todo seguía igual. Su piel quizás más caliente. Aquella pierna era un imán. Necesitaba más. Abrí mi mano por completo y estiré los dedos por toda la superficie a la que aspiraba. Me acababa de lanzar al vacío. No tenía ni idea de por qué; pero lo había hecho. Comencé a sudar. Noté cómo ella, también, parecía nerviosa. Aquel impulso atrevido iba a costarme una de las mayores vergüenzas de mi vida. Pero no pasó nada. Seguía sudando, con mi mano extendida sobre su muslo moreno. Deslicé la mano un poco más hacia arriba. Mi entrepierna se hinchó de forma vertiginosa. Estaba excitadísimo. Me la hubiese sacado allí mismo; el roce con su pierna hubiese bastado para llegar al clímax. No sabía qué hacer. Si seguir avanzando hasta llegar al borde de su falda, o esperar ahí, aguantarme el calentón, y bajarme cuando llegara mi parada. Permanecí unos segundos sin hacer nada, preso de la confusión. Fue entonces cuando ella tomó las riendas de la situación y se acercó, acorralándome. Me golpeó la pierna, sutilmente, con su rodilla, buscándome. Me llamó en silencio sin saber mi nombre, rogándome que continuara la ascensión. Mi aliento se coló por debajo de su falda y mis dedos quisieron ir tras él. Me la jugué. Toqué con la punta del dedo índice su vestido diminuto. La curiosidad pudo conmigo y, a pesar de ser gato, no me mató. La curiosidad por lo desconocido; por saber qué había detrás de aquella tela; por oler, palpar, sentir su abismo; por vislumbrar el color de su ropa interior y rasgar aquella prenda prohibida. Colé, uno a uno, todos mis dedos por debajo y continué acariciando su muslo. Degusté su excitación escuchando el murmullo goteante del averno femenino. Levanté el dedo anular todo lo que pude. Lo rocé. La tela estaba mojada. Ella tembló, levemente. Volví a rozarlo. Escuché un gemido, muy suave. Luego otro. Subí toda mi mano hacia el abismo del deseo hasta toparme con la fortaleza de algodón. La recorrí, descubriendo cada pliegue y hendidura; cada doblez y protuberancia. Necesitaba encontrar un hueco. Un lugar por donde colarme hacia el salón del trono. Logré introducir mi dedo anular por uno de los pliegues de la tela. Su piel mojada vino a abrirme la puerta; de inmediato. Me estaba esperando. Sumergí el dedo con lentitud. El calor y la humedad me envolvieron por completo. Comencé a trazar círculos concéntricos en su interior. Las paredes se dilataban. Los fluidos iban impregnándome de deseo conseguido. Metí otro dedo. Empezó a jadear. Cada vez más fuerte. Sus suspiros enloquecían mis extremidades. Yo estaba a punto de explotar. Ella también. Aullaba de placer; como una loba en celo declarando su amor a la luna llena.

Abrí los ojos. Los abrí en el momento oportuno, justo para ver cómo se cerraban las puertas; cómo el resquicio de su minifalda blanca las esquivaba, con gracia, al salir. Intenté observar su cara; regalarle una sonrisa; verla una vez más. El pelotón de gente me lo impidió. El metro se alejó de allí con la misma indiferencia de siempre. Con la misma desidia que me machacaba todos los años cuando llegaba septiembre. Observé la mano que hacía unos segundos vibraba de emoción. Aquella mano que se había dorado en el fuego interno de una mujer a la que había amado aun sin conocerla. Yacía muerta sobre mi pierna. Era una mano inmóvil, aburrida, seca. Una mano exhalando sus últimos minutos de vida. Llegué a mi destino. El primer día de trabajo tras las vacaciones nos estaba esperando. A mí; a mi mano; a todo mi cuerpo. La mujer del vestido blanco había sido el delicioso y sensual adiós que me había regalado el verano. La rutina regresaba a mi vida. Volvía la comida en lata, las broncas de mi jefe, las pajas en el baño y el estrés postvacacional.

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