Hace poco más de un mes, y ante la incapacidad de los partidos de ámbito nacional para garantizar la gobernabilidad del país y consensuar las reformas que necesita (sociales, económicas, legislativas…), con la deriva final de tener que dar la legislatura por perdida y verse forzadas a unos nuevos comicios generales (los del 26-J), advertíamos que había llegado la hora de las grandes coaliciones pre-electorales. Y que, en su caso, deberían estar claramente definidas en términos políticos para que los votantes no vieran malversada de nuevo la confianza otorgada en las urnas a los partidos de su preferencia o de mayor afinidad ideológica.

En definitiva, una vez fracasado el entendimiento político post-electoral demandado por los votantes, lo que hay que afrontar ahora es un nuevo intento de alcanzar el Gobierno para promover un programa útil a las necesidades y exigencias de la mayoría social. Un objetivo que requiere superar el descrédito generado con la palabrería y las promesas electorales incumplidas; es decir, tratando que los partidos más afines se aten entre sí a un modelo o formulación concreta de la política a seguir, bien sea ésta de corte liberal-conservador o de corte progresista, que son las dos opciones más comprensibles por el electorado, al que se debe subordinar la acción gubernamental democrática.

Devaluadas como están las habituales promesas electorales de unos y otros, la emotividad, más que la racionalidad, será la que ahora balanceará la posición de los votantes, inclinados por aquella opción que sobre todo suponga una idea de afinidad ideológica compartida o de utilidad para hacerse con el poder. Dicho de otra forma, fracasado el entendimiento político post-electoral, el elemento sentimental va a ser el motor que básicamente moverá a los votantes del 26-J, porque, hoy por hoy, eso es lo único que queda a quienes aún creen en las urnas: votar la ideología, o sus rastros por escasos que sean, al margen de las vacuidades partidistas.

Lamentablemente, han pasado los días del matiz y las preferencias netas, perdiéndose la oportunidad de que la sociedad se pronuncie de forma más o menos acusada sobre una tendencia política concreta, justo porque el reclamado consenso de un esfuerzo conjunto de todos los partidos con sentido de Estado se ha visto defraudado de forma estrepitosa. Ahora, la democracia, que seguirá avocada al gobierno de la mayoría, prevalecerá en términos de visceralidad política.

Por eso, la estrategia electoral más profunda primará sobre el continuismo, las tácticas, la propaganda y la manida dialéctica partidista. Ahora, la gran oportunidad para alcanzar el Gobierno se corresponde con la organización de coaliciones pre-electorales o de frentes políticos, por mal que suene el tema. Esa es la gran variable con la que jugar en las elecciones del 26-J, quieran verlo o no los líderes y politólogos del momento.

Y en ese obligado escenario, poco quieren hacer populares y socialistas, ciegos ante la caída del bipartidismo, pasando de combatir la corrupción del sistema e ignorando los movimientos ciudadanos que reclamaban el cambio político. De hecho, esas mismas fuerzas emergentes han terminado por abanderarlo como un instrumento decisivo de penetración electoral, aunque ya se verá con qué resultados alternativos.

la racionalidad y el pragmatismo cederán espacio a la emotividad

Hablamos, pues, de una gran miopía política o de una torpeza de gran magnitud en la que gustan de permanecer tanto el PP como el PSOE, ajenos a la previsión de que en estos momentos, como ha sucedido en tantos otros de nuestra historia, la racionalidad y el pragmatismo cederán espacio a la emotividad, primando la idea del reformismo y del cambio político mejor visualizada y que ambos partidos han tirado insensatamente por la borda.

Ahí, en ese terreno, es donde la coalición o acuerdo pre-electoral entre IU y Podemos puede tomar una dimensión notable. Y no sólo por un efecto meramente sumatorio y de capitalización del sistema D’Hont con el que se adjudican los escaños provinciales -negado en algunos análisis interesados-, sino por lo que supone como entendimiento político y su efecto de empatía social. Frente al empeño de Felipe González por presentar este tipo de acuerdos como algo que ‘suma para dividir’ (quizás por el fracaso que en las elecciones de 2000 -otro escenario muy distinto al actual- supuso el pacto entre Joaquín Almunia y Francisco Frutos), otros podrían verlo como un revulsivo de efecto multiplicador; es decir, como una llamada para movilizar a toda la base electoral conjunta y adherirla otros votantes descreídos del PSOE o más leales a la izquierda política que a sus expresiones particulares.

Y eso es lo que atemoriza a los socialistas, que podrían verse desbancados por esa estrategia de unidad pre-electoral en el liderazgo de la izquierda política y desplazados a una posición gregaria, con la última consecuencia de una refundación de urgencia absolutamente traumática.

Algo que también atemoriza al PP, que no deja de soportar con Ciudadanos un fenómeno de competencia electoral muy parecido, aunque se produzca en otra longitud de onda política, sin tomar más iniciativa al respecto que el pacto PP-UPN en Navarra (ya por razones de pura supervivencia).

Los excesos del bipartidismo PP-PSOE, colmatados con el ‘zapaterismo’ y el ‘marianismo, han generado una tremenda frustración en el electorado. Algo que el pasado 20-D llevó nada menos que a casi nueve millones de electores a votar a las dos fuerzas emergentes lideradas por Pablo Iglesias y Albert Rivera (Podemos y Ciudadanos). Aunque aquel aviso parece no haber hecho mella en la contumacia política de Pedro Sánchez y de Mariano Rajoy, más instalados en su cortijo personal que en el de sus propios partidos, o en el de los intereses más exigentes del país.

Atentos, porque tanta ceguera política, que ni siquiera se ha pretendido corregir con el más nimio tratamiento paliativo, quizás necesite atajarse con un nuevo varapalo electoral a modo de intervención quirúrgica radical, como sucede con las gangrenas que se ignoran o no se tratan a tiempo.

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