Estados Unidos, el país que quiere erigirse siempre en paladín de la libertad y modelo de democracia exportable al mundo entero, se enfrenta en menos de tres días a las elecciones probablemente más amargas de su historia. Tanto Hillary Clinton como Donald Trump, los candidatos a la Casa Blanca por los dos principales partidos políticos, despiertan inmensos sentimientos de desprecio, desconfianza e incertidumbre en grandes sectores de la población, y la vergonzosa y decadente campaña electoral que ambos han llevado a cabo, enzarzados en acusaciones personales y golpes bajos (debates presidenciales incluidos), no han hecho sino confirmar su deplorable nivel político, su inexistente moralidad, y provocar que por primera vez los estadounidenses se tengan que plantear el sentido de su voto en negativo, es decir: “quien no quiero que gane bajo ningún concepto”, y por lo tanto, “cual de los dos es el mal menor”, al estar condenados a elegir entre la perpetuación del establishment corrupto y oligárquico o la incógnita de la performance casposa y vulgar. Y es en esta vergonzosa coyuntura en la que acudirán los ciudadanos a las urnas este martes, lo que extrapolado a la esfera geopolítica, podría tal vez considerarse como el mejor ejemplo de la definitiva pérdida de la hegemonía unipolar de Estados Unidos y su papel como referente ideológico mundial.

La primera opción, la del establishment, es la que representa Hillary Clinton. Ex-primera dama, ex-secretaria de Estado, íntima amiga de Wall Street y de los poderes fácticos globales, representa el ala más derechista del Partido Demócrata, y sin lugar a dudas, supone el reverso oscuro de Barack Obama. Ya en las primarias demócratas, su polémica candidatura se vio amenazada por la ilusionante y emergente apuesta izquierdista del socialista Bernie Sanders, que a pesar de tener todos los medios de comunicación en contra y carecer de cuantiosos recursos económicos, logró obtener el apoyo de los jóvenes universitarios y de las clases progresistas blancas, y de este modo, disputarle de tú a tú la nominación a Clinton hasta el último “supermartes” de junio, llegando a estar incluso a punto de arrebatarle el triunfo. Clinton tuvo que utilizar toda la poderosa maquinaria del Partido Demócrata para neutralizar la revolución política de Sanders, logrando así mantenerse en sus bastiones gracias al voto “cautivo” de las minorías hispanas y afroamericanas, y en cierto medida, de las mujeres de mediana y tercera edad. Una vez nominada (y a pesar del leal apoyo que le han brindado tanto su mencionado rival Sanders como el propio presidente Obama de cara a la contienda final frente a los republicanos) su impopular imagen oligárquica, los escándalos de corrupción que planean sobre ella (investigados incluso por el FBI) y su pésima campaña electoral centrada nada más en la demagogia barata hacia las mujeres y las minorías con ataques personales a Donald Trump sobre sus comentarios machistas y racistas, pero sin ningún proyecto político bien elaborado capaz de cautivar y seducir a la militancia y electorado potencial demócrata, la han situado en las encuestas prácticamente empatada con el magnate, a pesar de tener todo el apoyo de los principales medios de comunicación y de las élites económicas del país.

La segunda opción, la de la performance, es la que representa Donald Trump. El magnate inmobiliario, un polémico empresario que se había vuelto un personaje muy famoso y mediático en la sociedad estadounidense debido a sus apariciones en “reality shows” y programas televisivos de todo tipo y a su estilo provocador, vulgar e irreverente, decidió dar el salto a la política presentándose a las primarias del Partido Republicano. A pesar de ser el considerado “candidato número 16”, el “outsider” o incluso el “freak”, y el que por lo tanto tenía menos posibilidades de obtener la nominación, logró aprovechar la crisis profunda abierta en el “Grand Old Party” en los últimos años tras la emergencia en su seno de fuerzas populistas ultraconservadoras antisistemas y antiintelectuales como el “Tea Party”, planteando una campaña agresiva, demagógica, transversal, polémica y mediática, que barrió al resto de sus competidores, derrotando incluso a los máximos favoritos como el hispano Marco Rubio, el evangélico Ted Cruz o el oficialista John Kasich (todos ellos vistos como representantes de la vieja élite del Partido Republicano, y por lo tanto, culpables de la crisis política del país). Con apariciones diarias en televisión, enfrentamientos con periodistas, polémicas declaraciones xenófobas y provincianas, y ataques directos contra el establishment (la “casta” que llamaríamos en España) Donald Trump logró granjearse el apoyo de la empobrecida clase trabajadora blanca sin estudios, sobre todo en los estados del Sur y del Medio Oeste. Se preveía que una vez lograda la nominación dicha performance terminaría y comenzaría a moderar su discurso y a elaborar su programa para presentarse a los electores como un candidato más presidenciable y aumentar así su base electoral (sus reuniones con los antiguos secretarios de Estado republicanos James Baker y Henry Kissinger así lo indicaban), pero nuevos escándalos mediáticos debido a la aparición de un antiguo video con unas polémicas y sexistas declaraciones hacia las mujeres le hicieron perder el apoyo de muchos pesos pesados republicanos como George Bush, George W. Bush o Colin Powell, lo que le obligaron a enrocarse de nuevo en la performance, radicalizando aún más su discurso, manteniendo el tono populista, respondiendo duramente a Clinton con el mismo juego sucio y enfangando todavía más si cabe el debate político. Esta desesperada estrategia, unida a su caótica campaña, parecían decantar la balanza claramente del lado de Clinton hace tan solo unas semanas, pero los escándalos de corrupción que continúan salpicando a la ex-primera dama y que han vuelto a salir a la luz en los últimos días, han provocado que a pesar de todo (y con todo el marrullerismo y la casposidad que se quiera) Donald Trump se mantenga vivo en las encuestas, prácticamente empatado con su rival y a un paso de poder obtener la victoria en el último suspiro. La clave: desviar el discurso de un eje derecha-izquierda que le perjudica (posicionándole en la extrema derecha racista y machista) a un eje pueblo-casta que le beneficia (situándole como el líder popular carismático que viene a enfrentarse a la todopoderosa élite).

No obstante, en aras de comprender mejor como están las cosas en la contienda electoral y de ofrecer una breve guía para entender lo que puede suceder el martes en las urnas, analicemos algunos datos sobre la geografía y demografía electoral de las dos candidaturas. La media de los dos últimos sondeos muestran una diferencia de dos puntos en favor de Clinton (43%-41%), lo que (teniendo en cuenta el margen de error) es prácticamente un escenario de empate técnico. Aún así, el complejo sistema electoral americano hace que el que gane en voto popular no necesariamente obtenga la presidencia, ya que el futuro presidente es elegido por un colegio electoral formado por 538 compromisarios del total de Estados que conforman el país (por lo que se necesitan 270 para llegar a la Casa Blanca). Cada Estado cuenta con un número concreto de dichos compromisarios en función de su población (California por ejemplo tiene 55, Texas 38, Florida 29, etc.), y a excepción de Maine y Oklahoma donde el sistema es algo proporcional, en el resto de Estados el ganador en votos se lleva todos los compromisarios. Al haber Estados considerados “Red States” (sociológicamente muy republicanos y conservadores) y otros “Blue States” (sociológicamente muy demócratas y progresistas), en los que la victoria de Trump y Clinton respectivamente se considera ya segura de antemano (Clinton en las costas del Oeste y el Noreste, y Trump en el Sur y en el Medio Oeste), la batalla decisiva se libra en los llamados “Swing States” (pendulares), en donde la diferencia entre ambos candidatos tiende a ser mínima. Teniendo en cuenta la anteriormente mencionada media de los últimos sondeos publicados y extrapolándola a nivel estatal en lugar de federal, estos Estados pendulares en donde la diferencia entre ambos candidatos a tres días de las elecciones es prácticamente inexistente (2% o 3% como mucho) serán los siguientes: Florida, Ohio, Iowa, Georgia, Pennsylvania, New Hampshire, Colorado, Arizona, Nevada y Carolina del Norte. El que gane (aunque sea por un solo voto) en la mayoría de estos Estados obtendrá casi con toda probabilidad la presidencia de Estados Unidos, y por ello, ambos candidatos están quemando sus últimos cartuchos de la campaña en dichas regiones. A su vez, en términos demográficos, Clinton gana claramente entre las mujeres, los hispanos y los jóvenes, mientras que Trump hace lo propio entre los hombres, los blancos y los mayores. La minoría afroamericana, tan decisiva en la victoria de Barack Obama y muy desmovilizada en estos comicios, se torna en un grupo clave que podría dar la victoria a Hillary Clinton si logra movilizarla frente al racismo de Trump, y en el caso del republicano, podría imponerse si finalmente logra activar el “odio a Clinton” de las capas populares de zonas eonómicamente deprimidas que generalmente se abstienen al considerar que el sistema nada puede ofrecerles para mejorar su calidad de vida.

En resumen, todo está por jugarse todavía cuando apenas faltan 72 horas para que abran los colegios electorales. Unas elecciones muy emocionantes para los analistas políticos y militantes fanáticos de cada partido, pero deprimentes para la inmensa mayoría de los ciudadanos estadounidenses, que se ven obligados a elegir entre lo malo y lo peor (o entre lo peor y lo malo) y que van a tener que votar por primera vez en muchas décadas sin ninguna motivación (en contraste con la gran ilusión que generaron por ejemplo en 2008 las campañas en positivo de John McCain y Barack Obama), tras haber presenciado una contienda electoral cutre y demagógica, coronada con tres debates electorales a un nivel intelectual equivalente al de los concursantes de Gran Hermano, y lo que es más grave para los electores, carente de propuestas concretas en las diferentes materias, por lo que es muy difícil saber que políticas realizarán cuando lleguen a la Casa Blanca, sea quien sea el vencedor. Además, para colmo de males, dichas lagunas se encuentran especialmente en sus nebulosos e inconsistentes programas de política exterior, y aunque nos pese, la política exterior estadounidense (a pesar de la mencionada creciente pérdida de su hegemonía geopolítica) aún tiene la capacidad de influir sobre todos los ciudadanos del mundo, así que es muy complicado llegar a saber que presidente nos convendría más como españoles y europeos, aunque el depresivo contexto, invita a pensar que probablemente ninguno de los dos. En resumen, el establishment y la performance se enfrentan en unas elecciones deprimentes y bochornosas para los electores estadounidenses, pero claves y decisivas para el resto del planeta.

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