Dylan

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Total, que a Dylan le dan el Nobel y el dios de la contracultura jipi declina, da la espantada como Rajoy y sale corriendo like a rolling stone, sin que nadie sepa a estas horas por dónde anda el maestro. Los organizadores, que han desistido de localizarlo tras muchos telefonazos, dicen que ya llamará cuando quiera. Pero para mí que no llama. Estará perdido por ahí, cantando en alguna furgona repintada con flores de colores, recorriendo el desierto de Sonora y dándole al canuto. Bien por el tío Bob. Los grandes hombres son así y Dylan siempre ha sido un grande.

Aquel que se permite pasar de un Nobel es que ya es inmortal y está por encima del bien y del mal. El hombre que se hace el sueco ante la llamada de unos suecos es que es ya un espíritu libre, puro, un mito que ha entrado en la historia, con o sin Nobel bajo el brazo, y que se permite el lujo de hacerle la peineta al establishment de las letras. Un icono universal que va para carrozón octogenario ya no está para tonterías ni galas hipócritas en teatros dorados repletos de vejetes con esmoquin y señoras orondas forradas en abrigos de piel de foca. Vivimos tiempos cínicos en los que se confunde literatura con éxito, arte con dinero, cultura con mercado. Todo es menos, ya lo dijo Juan Ramón. Dylan se ha pasado media vida componiendo versos callejeros, denunciando las miserias del mundo y ejerciendo la necesaria y urgente protesta. Su trabajo ya está hecho, y muy bien hecho, diríamos, no necesita un trozo de papel enmarcado en pan de oro y otro fajo de billetes, entre otras cosas porque dinero no le hace falta. De ahí que Dylan sea coherente hasta el final y pase de unos abueletes millonarios, aburridos y ociosos que quieren parecer muy chics (y de paso hacer negocio editorial) dándole el Nobel a un neojipi greñudo y curtido por el güisqui que no se ducha.

Un premio, lejos de engrandecer, desgasta la pátina de honradez y autenticidad que debe tener todo escritor. Lo adocena, lo amansa y lo integra en el sistema, que es donde nunca debe caer un artista. Un premio inocula un chute de vanidad que puede dejar ciego al que lo recibe y para ciegos vanidosos ya tenemos a Borges. El cheque es otra cosa. El cheque vital da de comer y no está la vida para decir “no es no” a un plato de lentejas, que hacerse un Sánchez en estos tiempos que corren puede resultar muy peligroso. Por eso cuando a uno le dan un premio, aunque no sea el Nobel, pierde el traserillo por ir a recogerlo. Un par de meses más comiendo de caliente y a seguir tirando. Uno es que no es Bob Dylan ni sabe tocar la guitarra, oiga. No vamos a entrar aquí en si el roquero estadounidense merece el galardón o no, ni en los chistes malos que se han hecho estos días en la redes sociales pidiendo que le den el Nobel a Bisbal, Bustamante o Chenoa, como si fuera lo mismo un tipo que cambió el mundo a golpe de buena poesía que una criatura con ricitos haciendo piruetas, un guaperas que va de Tom Cruise hispánico o una vampi triunfita. Quienes se escandalizan de la decisión tomada por la Academia sueca alegan que nunca antes se había dado el premio a un músico, de ahí la blasfemia literaria. Pues ya tocaba. ¿Acaso no fue John Lennon el mejor entre todos los poetas? Además, los detractores de Dylan pierden de vista que el rock fue la expresión poética por excelencia del siglo XX, como el endecasílabo lo fue del Renacimiento y el rap lo está siendo del siglo XXI. La historia del Arte es la historia de una revolución, de una ruptura constante.

Los cantautores como Dylan han hecho de su guitarra comprometida y de su eco callejero y desgarrado un nuevo género literario y ojalá algún día le dieran el Nobel a Serrat, que es nuestro Dylan mediterráneo, o a Aute, que es nuestro Lou Reed castizo, y que estos días transita por las tinieblas hospitalarias del coma, un abrazo maestro. Aquí parece más meritorio y esnob darle el Nobel a un escritor serbo-bosnio desconocido que a un señor que lo estamos viendo todos los días en la tele, aunque se haya ganado la vitola de artista rebelde, comprometido y social. Un poeta del pentagrama que ha hecho soñar a varias generaciones con sus versos metafísicos sobre el amor y el desamor, la justicia y la injusticia, la riqueza y la pobreza, la guerra y la paz. El profeta que nos prometió el amor libre, la utopía que nunca llegó, la mujer emancipada, la dieta vegetariana, la paz en la tierra y el cielo de diamantes del LSD. Casi nada. Quienes menosprecian a Dylan solo por ser músico y por haber propalado la cultura llana, la cultura popular, practican una suerte de elitismo aristocrático y absurdo, que es lo que fue la literatura en tiempos felizmente superados. Dylan es un bardo del arte y la democracia, un juglar de la calle, un revolucionario de las letras y las melodías que paró Vietnam con su metralleta de cuerdas y sus santos bemoles. Tiene tanto derecho como cualquier otro a llevarse el diploma frío e inútil a su casa y colgarlo del retrete. A estas horas no sabemos si el tío Bob irá o no a recoger el Nobel. Tanto si va como si no va nada diremos en contra del judío genial con sombrero tejano. Se ha ganado el derecho a hacer lo que le plazca. Y el año que viene que se lo den a Springsteen. Otro obrero de la pluma.

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