Que la historia es cíclica, que todo se repite y que el ser humano está empeñado en no aprender de sus propios errores son certezas de las que lamentablemente existen demasiadas pruebas. Este mes de enero, por ejemplo, se cumplen doscientos años de una de las peores crisis económicas de la historia, madre del crack del 29 y abuela de la desatada en 2007, y de la que aún sufrimos las consecuencias. Avivada por los sueños y promesas de crecimiento y riqueza, aquella crisis de 1819 resultó un verdadero desastre para la emergente nación estadounidense, que apenas llevaba 40 años disfrutando de su independencia.

Tal vez por ello su sistema financiero apenas comenzaba a bostezar, y la hecatombe financiera desatada obligó a bancos de todo el país a cerrar sus puertas al ser incapaces de responder a las reclamaciones en efectivo de sus clients, viéndose forzados muchos a cerrar sus puertas. Los salarios cayeron, los tipos de interés se dispararon y los analistas y políticos no dejaban de llevarse las manos a la cabeza preguntándose por qué había terminado tan pronto el sueño de prosperidad de la joven nación.

Las causas de aquella crisis pueden rastrearse en distintas direcciones, pero la mayoría de los especialistas apuntan a la irresponsabilidad de un sistema financiero demasiado joven, ilusionado y confiado. Para empezar, la deuda pública estadounidense se había disparado con la compra a Francia del territorio de Luisiana (por quince millones de dólares) y la posterior guerra de 1812 contra los ingleses. Para recuperarse de esa situación, el Gobierno de James Madison primero y el de James Monroe a continuación apostaron por una subida de precios que terminó dando lugar a una inflación incontrolable. Ante la desesperación popular y la ausencia de un sistema financiero centralizado, los bancos comenzaron a imprimir moneda sin respaldo de ningún tipo, sumiendo con ello la economía en una inflación aún más acentuada.

Mientras los principales bancos de la nación trataban de afrontar el problema reclamando pagos a sus grandes acreedores, otra situación igual de dramática se daba en el oeste y el sur del país. Tras la independencia, muchos británicos habían llegado a acuerdos con colonos estadounisenses para seguir comerciando con algodón. El negocio era sugerente, y muchos self-made man invirtieron hasta la camisa para comprar terrenos que luego vendían al doble o triple de su valor a los ingleses. Pero el mapa del mundo volvía a cambiar, y ahora los británicos tornaban sus ojos hacia las nuevas colonias del subcontinente indio, donde el negocio les salía mucho más rentable. Con su marcha del país, el precio del suelo se desplomó, lo que sumió en la miseria a todos los que habían especulado con aquellos prometedores terrenos que ahora valían mucho menos de lo invertido. Y en demasiadas ocasiones eran los bancos arruinados quienes les habían prestado el dinero para comprar, por lo que ahora no podían afrontar sus deudas.

Por suerte, el periodo más duro de aquella crisis financiera no se alargó demasiado, y en 1923 se empezaron ya a lanzar mensajes de optimismo. No obstante, aquel ‘Pánico de 1819’ supuso el fin de la política de expansión económica en los Estados Unidos, y sus efectos habrían de ser palpables en el sistema bancario en el país durante largo tiempo, con nuevas políticas financieras que favorecerían a las grandes fortunas por encima de los pequeños inversores. Además, el miedo a una nueva crisis dio el respaldo necesario al presidente Andrew Jackson, a partir ya de 1829, para trabajar en unas raíces de la nación más fuertes e intrincadas: el desastre había demostrado a unos ciudadanos individualistas por naturaleza que era necesario un cierto control en determinados aspectos por parte de un gobierno central.

Aquello, no obstante, no fue ningún seguro infalible. Cada veinte años aproximadamente (1837, 1857, 1873 y 1893) se repitió una situación de pánico financiero, a veces de carácter internacional y otras más focalizado. Con sus inevitables consecuencias dramáticas para muchos, aquellos ‘panicos’ también ofrecieron algunas impagables lecciones a un sistema político y financiero cada vez más férreos, llamados a convertirse en el siguiente siglo en la potencia económica más importante del mundo. Con la potencia suficiente como para estar a punto de hundir financieramente ese mundo en varias ocasiones.

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