Poco o nada recuerdo del día aquel en el que conocí por primera vez a Julio Alfredo Egea. Sé que me recibieron unas manos blancas, tan blancas como la luz. Siempre había querido conocer al poeta. Al hombre sabio de antaño que se balanceaba bajo sus párpados. Unos ojos que alumbraban hasta las más íntimas estancias del ser. Ese era su gran legado, me dije. La humildad con la que coronaba la vida y a todos aquellos que se cruzaban a su paso. Era así. Un hombre sencillo, de la Comarca de los Velez, comprometido, consciente del tiempo que vivía. Que baja a la Ciudad de los años del hambre y del odio en su motocicleta, en busca de algún representante del gobierno -dejando su tierra abierta en canal, a quemarropa- para financiar con lo que podía de una vez el primer colegio de su pueblo, la primera plaza, el primer desagüe, la primera farola que alumbrase y que aún así quedase en pie.
No tengo el recuerdo exacto o casi nada, de la primera vez que conocí a Julio Alfredo Egea. Cómo me acogieron en su casa de Chirivel -era un sábado, un día azul que degollaban pechos y claveles, con su luz azul, como su cielo azul, con los hombres saliendo a las calles, tan azul-. Y con ese día entre las mandíbulas, entré humilde en aquella casa. Aún se olía los guisos de su amada esposa inundar las escaleras, los armarios, los viejos muelles de la memoria. Los poemas encima de su mesa del despacho. La luz, que como dije antes, azul inundaba los últimos rincones que aún quedaban en pie.
Me llevo de estos estos últimos años, no sólo la ternura con la que abrazaba a sus amigos, con la humildad con la que te recibe un trozo de pan encima de una mesa; ni tampoco con sólo su mirada que, honda, buscaba una patria perdida hacía tiempo entre aquellas montañas, entre aquel mar alzado en olas que nunca terminaba; entre tanto y tanto dolor que los años, a pesar de él y de mí, se había acumulado entre los huesos, entre la memoria, entre el pájaro aquel que saltaba sobre nuestros pechos y que había impuesto su dictadura, su tiranía, el orden lógico de las cosas.
Me llevo, estimado amigo, estés donde estés, esta amistad y su aroma a trigo, que perdurará más allá del tiempo, más allá de las grietas del dolor, más allá de los poemas que siempre de ti leí y que ya nunca más podré escribir. Me llevo, estimado amigo, estés donde estés, tu amistad y tu aroma a trigo.