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Don Diego de Granada

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análisis

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Todo artista es contemporáneo. Salía del estreno de la ópera Don Diego de Granada,  me cruzaba con la pintora Marite Martín Vivaldi y me destacaba esa contemporaneidad de la obra presenciada a pesar del lenguaje más o menos tradicional empleado por el compositor. Coincido. Yo creo que vimos un artefacto de vanguardia del compositor Héctor Eliel Márquez, primero porque la ruptura formalista hoy ya es pasado, el juego es más amplio, aunque sea por saturación; segundo porque el Arte de verdad se reconoce en el estudio de la tradición y, si bien no la imita, puede encontrar un medio en la emulación o la parodia actualizada de lo antiguo.

Escribir una obra musical sobre Diego Hurtado de Mendoza, muerto en 1575, se puede hacer desde la electroacústica de laboratorio o, como es este caso, a lomos de la música que pudo oír el protagonista del libreto: motetes, folías, fandangos, jácaras, el “passamezzo antico” que glosara nuestro gigante Diego Ortiz en sus recercadas, nunca mejor dicho estamos ante una ensalada soberbia a lo Mateo Flecha del siglo XXI, en la que resuenan los medios armónicos de la música actual; para eso hay que entender mucho ese momento histórico y ser capaz de traducirlo. Por supuesto, otra parte de la obra de Héctor Eliel Márquez es evidente y abiertamente actual, un momento en el que la Música parece haber integrado el matematicismo exclusivista que a finales del siglo XX enfrió su relación con el público, digo integrado: no hay que optar por un tipo de composición u otro, sino dotar de autenticidad el resultado, matemática fagocitada ya en momentos líricos que podría firmar un belcantista y pasajes que evocan la luz cenital de un Luis de Pablo.

Fue pura diversión en el mejor sentido, colofón el 1 de octubre de 2022 del Festival Música Sur en Motril, iniciado el 24 de septiembre, prueba una vez más que eventos de este tipo dependen exclusivamente de la calidad gestora, artística y personal de las gentes que se interesan, los promueven y, a veces, luchan hasta contra sus patrones políticos, incapaces no ya de entender sino de incluso disfrutar y ser conscientes del nivel de primera que se oferta a un público que, lamentablemente, después de casi medio siglo de democracia: no existe. El compromiso de un pianista como Juan Carlos Garvayo, que sí es una marca hispana internacional de la que el Estado debería tirar (pagando) como señal de que algo funciona por aquí y nos da la imagen que necesitamos, el vínculo agradecido que tiene con su tierra hace que se pueda disfrutar de un Festival modesto pero de una altura que lo iguala a mamotretos de presupuestos, quizá, más pensados para gobernantes inauguradores que para generar público y estructura cultural.

Hace el libreto un poeta cuya obra consolidada es hoy un hito en la poesía hispánica: Antonio Carvajal Milena. Ya sabe de qué va este trabajo, otras compositores han cantado sus versos abordando a personajes como Mariana Pineda, Juana I de Castilla, Isabel II y sus relaciones con el músico Arrieta; Diego Hurtado de Mendoza da para novelas, Carvajal se queda con los últimos momentos de su vida, un ser humano paradigmático que fracasa en lo personal y lo vital presionado por el poder imperial de Felipe II, por amores que ni la edad ni la sociedad le permiten, por la vejez y la enfermedad, pero manteniendo la dignidad individual por encima de todo, incluso renunciando (y la simbología es clara) a su propia biblioteca, que sería integrada en la de El Escorial, que es como decir que se renuncia a todo para morir como se llegó: desnudo.

La parte instrumental corrió a cargo del Trío Arbós, cualquier aficionado ya sabe que eso primera división internacional: Ferdinando Trematore, violín; José Miguel Gómez, violonchelo; Juan Carlos Garvayo, piano; a los que se sumaron Juan Carlos Chornet, flauta, y Néstor Pamblanco, percusión. Un trabajo fabuloso, con Garvayo y su teclado asumiendo las funciones de soporte y dirección, generando la necesaria complicidad con el cuarteto de cantantes que elevaron el texto a la fantasía del público.

El reparto vocal: Don Diego, Víctor Cruz; Zoraida (Inés), Verónica Plata; Veedor, Luis Arance; Elisa, Carmina Sánchez, mantuvo sobradamente los requerimientos de la partitura y el equilibrio con el sonido instrumental, siendo imposible no destacar a Víctor Cruz, sobre quien cayó la arquitectura actoral y canora de la ópera y quien, desde un inesperado y brillante primer instante en una esquina del escenario, demostró potencia de voz, articulación, limpieza en la emisión e, importantísimo, una claridad en la dicción del texto sorprendente y valiosísima, todo con un drama que no lo suelta en ningún instante de la trama, exigencia que resolvió con sobradas facultades, ¡magnífico!

Todo fue en zaga del conjunto, con la vigilancia constante del responsable técnico Gerardo Martín: el director de escena, Rafa Simón; diseñador de luces, Juan Felipe Tomatierra y el vestuario de José A. Riazzo. Vimos un espectáculo gratificante en tantos sentidos que pareció corto, lo cual no es defecto sino virtud de joyel y puerta abierta, siempre posible, para una orquestación mayor, una puesta en escena con más medios y la elevación de una obra que, naciendo perfecta, debería ser tenida en cuenta por salas de concierto mayores.

Héctor Eliel Márquez, sabedor de los mecanismos, nos brindó para acabar una sección polifónica al estilo renacentista pero con lenguaje contemporáneo que nos levantó de los asientos, añadió la parte instrumental entrando lenta pero más potente cada vez, y obra, actores, músicos, escenógrafos, libretista y público nos elevamos en apoteosis agradecida por ser Humanidad, y eso es el Arte.

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