Es intrascendente que reine el frío o se enseñoree el calor, que la lluvia lave las calles de la ciudad sucia donde vive o que el viento disemine la basura infinita que producen los millones de habitantes de la gran urbe. Es domingo. Domingo por la tarde. Media tarde. Y en la cara del ejecutivo triunfador y falsamente incansable se dibuja una mueca de tristeza o culpa. Casi siempre la misma mueca con ligeras variantes; a veces más triste, a veces más culpable. La que invariablemente es exacta es la expresión de su mujer; o para ser más preciso: la no expresión en la cara de su mujer mientras él besa a los niños, cuenta un chiste que a nadie hace demasiada gracia, ni siquiera a él mismo, prepara con desgana el maletín que le acompañará hasta el martes con dos camisas limpias, tres mudas y, a veces, un libro que normalmente no abrirá.

Odia esos viajes rápidos y obligados, y no comprende que su familia no se apiade de él, le pase la mano por el lomo. ¡Animo Daniel! Llévate un trozo de bizcocho por si no te dan de comer en el avión. Quizá al principio era así. Ya no lo recuerda. Han sido demasiados viajes. El ritual se ha repetido hasta el exceso. Los niños le besan distraídamente cuando por fin abre la puerta del apartamento y llama al ascensor. Su esposa ni siquiera se molesta en interrumpir lo que esté haciendo cuando escucha el sonido de la cerradura abriéndose y luego cerrándose; en la mayor parte de las ocasiones ni siquiera lo oye.

El taxi le está esperando en la puerta del edificio elegante situado en el corazón de un caro barro residencial.

-Al aeropuerto.

Antes ha pasado por el sótano donde aparca el deportivo negro que casi nunca se atreve a utilizar; su mujer lo desaprueba. Del maletero del coche saca un paquete que guarda con cierta presura en el maletín: las medidas exactas para no tener que facturar.

Dado que la compañía de taxis es la misma cada domingo sucede que, en ocasiones, el chofer no es un desconocido. Daniel, en esos casos, repite alguna de las frases desganadas y pesimistas que tiene grabadas en el disco duro de su cabeza. La dureza de la vida. Cuanto añorará a los niños. El horror de tener que irse a Londres.

En la terminal del aeropuerto se despide del taxista con una propina generosa y una sonrisa profesional. Si hay que ir a trabajar hay que ir a trabajar y punto.

Hasta que no ha pasado los controles pertinentes no envía su primer guasap desde el móvil. Y luego otro con el emoticon del corazón rojo. Ambos para el mismo destinatario. Destinataria. Ella tarda en responder. Es parte del juego. Pero nunca falla. Sabe que hay un regalo para ella en el paquetito que Daniel ha guardado durante toda la semana en el maletero de su deportivo infrautilizado. Que él está deseando verla. Y ella a él. O eso le dice en el mensaje que envía de vuelta cuando el avión ya va a despegar. Basta ese mensaje para que la cara de Daniel rejuvenezca y se ilumine. Charle de cualquier cosa con el pasajero de al lado o coquetee con la azafata de turno. Las nueve de la noche. Las ocho en su ciudad de destino donde su amante le espera. Pide champán y le brillan los ojos. Su sonrisa es tan ancha que cabrían en su interior las alas del avión. Domingo. El día más horrible y triste de la semana. Hasta las nueve de la noche. Domingo. El día más maravilloso e inspirador de la semana. En cuanto despega el avión.

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