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Dog Biscuits: El amor en los tiempos del COVID

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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La editorial Fulgencio Pimentel y La Casa Encendida convocan al alimón desde hace cinco años el Puchi Award, un premio literario de proyección internacional, abierto, según rezan las bases, “a todo tipo de géneros y formas: ficción, no ficción, novela, poesía, cómic, álbum ilustrado, ensayo, libro de cocina, geografía… híbridos de los anteriores o de cualquier otro tipo”. Vamos, un auténtico cajón de sastre donde el único requisito es que la obra sea actual, rompedora y bicho raro. En una convocatoria de estas características —pensará el lector escéptico— se podría premiar cualquier mierda infumable, pero por suerte el jurado del Puchi ha hecho gala de un magnífico criterio en las ediciones celebradas hasta la fecha. La última obra galardonada ha sido Dog Biscuits, de Alex Graham, y la elección no ha podido ser más acertada: se trata de un cómic en la más pura vena underground estadounidense que ha sabido retratar, de forma tan esperpéntica como despiadadamente honesta, las miserias cotidianas de nuestra era de paranoia pandémica, vulnerabilidad emocional e incertidumbre política.

La tragedia de los protagonistas de Dog Biscuits es nuestra tragedia común como urbanícolas en la era del COVID: la paradójica falta de comunicación a los niveles más elementales en un entorno sobresaturado de medios de comunicación, que ocupan un espacio cada vez mayor en nuestras vidas a raíz del distanciamiento social. De hecho, Dog Biscuits es un producto de las redes sociales, pues aunque hoy lo podamos manosear en forma de libro nació como instacomic, esto es, publicado sobre la marcha en feeds de Instagram. Otros ejemplos ilustres de este formato —y, por cierto, muy cercanos en estética y en espíritu a la propuesta de Alex Graham— son Crisis Zone de Simon Hanselmann (surgido también al calor de la pandemia) o What We Mean By Yesterday de Benjamin Marra. En la escena actual del cómic, dominada por novelas gráficas de altos vuelos e ilustradores compitiendo por deslumbrar al lector con atrevidas composiciones de página, esto de los instacomics devuelve el medio a la pureza y simplicidad original de las tiras cómicas: Charlie Brown, Garfield o Mafalda. Cada publicación en Instagram de Dog Biscuits consistía en un scroll de seis viñetas cuadradas (el formato establecido por el visor de la app) que, al editarse como libro, conforman una página; por eso, aunque la obra completa cubre un amplio arco argumental, cada página por separado cobra sentido de unidad, acabando frecuentemente con el remate de un gag o con un cliffhanger en la última viñeta. ¡Oh paradoja! Las nuevas tecnologías obligan al cómic a reconectar con sus formatos más tradicionales. El ritmo de Dog Biscuits recuerda, inesperadamente, a Peanuts.

A Alex Graham le pilló la pandemia trabajando a jornada completa como camarera en un restaurante de Seattle. Las medidas sanitarias obligaron al negocio a cerrar sus puertas, pero recibió una ayuda gubernamental que le permitió mantenerse a flote, siempre y cuando sus trabajadores siguieran cumpliendo físicamente en el local su jornada de cuarenta horas, aunque no hubiera ninguna actividad. Fue durante aquellas largas horas de inacción y aburrimiento en el local vacío cuando Graham, con su delantal de trabajo y convenientemente enmascarillada, dio en plasmar su existencialismo pandémico en viñetas, improvisadas guarramente a mano alzada sobre la barra, y a colgarlas en la red según iban saliendo. Así surgió Dog Biscuits, más como una necesidad fisiológica o una excrecencia corporal (caca, pis, uñas, mocos) que como una obra de alta vocación artística. La estética es feísta a rabiar: la autora reconoce como sus grandes referentes al Robert Crumb de Weirdo y los dibujos animados de Bob Esponja. Sus personajes son zoomórficos, en línea con la corrupción de los modelos Disney que ya comenzara el propio Crumb con El gato Fritz. Rosie la conejita, Gussy el perro, Hissy la serpiente y los muchos secundarios de Dog Biscuits acampan en Capitol Hill, fuman, beben, se drogan, se sumergen en monólogos existenciales, discuten de política, follan como bestias, se engañan y se autoengañan: muy Disney todo, ¿a que sí? No todos los personajes son estrictamente zoomorfos: hay un perro con cara de señor; Eggsy, que es no binarie, tiene cara de huevo; y los policías del SPD tienen, literalmente, cara de culo. Como corresponde a la indignación de la izquierda estadounidense tras el asesinato de George Floyd, Dog Biscuits se ensaña con el cuerpo policial: los agentes caraculo son los malos del cuento, sádicos, viciosos y adictos a la metanfetamina. En su retrato de estas grotescas fuerzas del orden, la mala hostia de Alex Graham hace que El jueves parezca una revista infantil.

Y no solo en eso: la plasmación que hace la autora, sin inhibición ni filtro alguno, de las mecánicas del amor, el deseo y el sexo convierte a Dog Biscuits en un documento extraordinario, en clave de farsa, sobre el mapa emocional de nuestro tiempo. Los polvos que escenifica Graham con sus monigotes zoomorfos, recreándose en los detalles más gloriosamente sórdidos, merecen un lugar en una antología del cómic: follar es así pero nadie se atrevía a mostrarlo. La sensibilidad descarnada que rezuma Dog Biscuits es una brillante actualización de Bukowski a la era digital. De hecho, la obra nace conscientemente como un homenaje a Bukowski: en Factotum, su álter ego Henry Chinaski se tiene que ganar la vida trabajando hasta la madrugada en una fábrica de galletitas para perros; las reflexiones en las que se sume Chinaski a propósito de su trabajo, monótono y deprimente, son las mismas que se hacen los protagonistas de Dog Biscuits, en una encrucijada existencial donde ningún camino lleva a ninguna parte, donde la única fuerza redentora es el amor y se nos escapa entre los dedos, ahogado por el ruido ensordecedor de las redes sociales y el martilleo de nuestras propias neurosis: un alboroto amplificado por las medidas de aislamiento, las forzosas y las voluntarias, que han caído sobre nosotros con el puto COVID, como un castigo divino. La lúcida, amarga bufonada de Dog Biscuits nos invita a la autocrítica y a recuperar la cordura. Empezamos esta semana quitándonos las mascarillas: ¿servirá de algo o el daño ya está hecho?

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