Dock of the bay 2016: Cuaderno de bitácora (I)

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Donosti, que es la ciudad de la que todos los cinéfilos andamos siempre algo enamorados o a la que debemos una parte relevante de nuestra pequeña biografía sentimental cinematográfica. Descender sobre ella, en un vuelo a mitad de mañana lleno de señoronas bien que disimulan su excitación sexual y económica al leer la entrevista a Bertin Osborne que se ha marcado la peña del Hola, revistón cuché lleno de fotos de gente tope guapa, infantas terribles y así.

Subirse al Dock of the bay en pleno enero es la excusa perfecta para tomar aire después de las inevitables cenas familiares y bajar el cordero rancio de la pose ultraconservadora de diciembre a base de cenas y encuentros con gente a la que uno escucha de verdad. El pequeño gran círculo de los amantes del documental musical enloquece y pasan cosas tan misteriosas como encontrarte al Kikol Grau explicando en la recepción de hotel a grito pelado el funcionamiento de un determinado plano inserto a las diez de la mañana. No se saca tiempo apenas para escribir la crónica reglamentaria, porque se visitan los bares hípster, se analizan los planos, se recomiendan discos y la vida, en fin, es demasiado urgente como para molestar ineludiblemente al ejercicio literario.

El jueves, el Dock of the bay ha ido –entre otras cosas–, de seminario para la chavalada que estudia audiovisuales, y así nos hemos bajado al nivel del aula (que es el mejor nivel para pensarlo y explicarlo todo), intentando poner un poco de orden confuso en el estado del pensamiento sobre el documental. Abrió la sesión Felipe Cabrerizo, que lo anda petando con su libro sobre Gainsbourg. Se nota la pasión desde el primer minuto: la ceremonia del pop, por allí pasa de refilón un guiño a los Who y apenas en un parpadeo después, un de Chirico se anda filtrando por el fondo de la sala. Toma el testigo Alejandro Díaz por la parte de los programadores de festivales. Apenas llevamos cuarenta minutos pero la cosa funciona: se proponen ideas, malestares, precauciones. Me interesa ver la cosa desde la barrera, y Díaz tiene la deferencia de no esconder sus cartas: el programador y sus gestos, los riesgos y las turbulencias entre el descubrimiento de joyas escondidas y la formación de públicos.

La entrada de Kikol Grau –que es, sin duda, uno de los mejores documentalistas activos en la escena actual- es un prodigio de libertad y de precisión. Con una descacharrante colección de anécdotas, Grau emociona a la chavalada que aplaude y jalea la actitud, rigurosa y punk, del creador de imágenes que ha transitado con un esfuerzo brutal la conquista de un lenguaje propio al margen de modas, de complicaciones legales y de genuflexiones ante el poder. Si Cabrerizo hablaba de la imposibilidad del Gainsbourg pintor de encontrar un lenguaje propio, Grau se desvela como el genio maligno, juguetón, perverso e inteligente que uno hubiera deseado como hermano mayor. Y la relación a la filiación, por cierto, no es baladí: después de lo vivido ayer, parece que una generación de futuros realizadores donostiarra tomará buena nota de su manera de apreciar y aproximarse a las imágenes.

Joan Pons -crítico, gestor, confesor y gurú, mente incisiva y enciclopédico canalla de la imagen-, acomete un análisis inmisericorde de los tics más habituales en la mala creación cinematográfica. Se acumulan tópicos, se destapan vergüenzas de grandes y pequeños, pero ante todo, se intuye la relación personal con los textos que analiza, las horas invertidas coleccionando canciones y frames. Para exigir tanto a una imagen es necesario primero mantener una relación personal con la construcción de historias, haber ido levantando una prodigiosa experiencia personal basada en la pasión y en la muy precisa topografía del terreno de combate.

También se habló de Bowie –fue, sin duda, lo de menos-, y se plantearon cuestiones al hilo de las relaciones entre autenticidad y estética, realismo y manipulación, realidad y ficción.

Caía la mundial sobre Donosti en la jornada de reflexión y se demostraba así la madurez del Dock of the bay, su interés por mantener un diálogo enriquecedor con todos los habitantes de la ciudad (melómanos, alumnos, profesores, profesionales de la imagen, curiosos en general…) potenciando sus contenidos no únicamente desde la exhibición, sino también desde la reflexión intelectual de altura. Poca broma para comenzar a vivir la fiesta.

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