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Días sin final

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análisis

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Mientras la gente se divierte de noche en la fiesta del hotel como Peter Sellers en El Guateque, o al menos lo fingen muy bien, yo bajo hasta la playa por unas viejas escaleras para buscar una roca en la que sentarme alejado de los humanos, caminando pensativo hasta donde la música se confunde con el sonido suave y tranquilo de las olas del mar al romper en la orilla, y su entrechocar de piedrecillas al retirarse, que es el mismo desde antes de que los dinosaurios dominaran la tierra, pues en este mundo todo cambia pero lo principal no.

Yo soy un tío divertido a mi manera e incluso tengo el don de que estando solo me siento acompañado y me lo paso bien conmigo mismo, como Tom Hanks en su isla hablando con Wilson, y al igual que Jeremias Johnson, casi siempre no quiero que me encuentren, ni necesito que me salven como al soldado Ryan, lo que pasa es que a veces la diversión de los demás no coincide con la mía ni en el espacio ni en el tiempo, ni siquiera en intensidad, y mientras ellos bailan estilo Travolta yo me escabullo discreto y sigiloso.

Mientras ellos se buscan para estar todos juntos como Gremlins que han comido después de medianoche, yo busco con ilusión encuentros en la tercera fase y observo el vasto cielo negro y estrellado como hacía E.T., imaginando que las lucecitas del firmamento son piedras preciosas. Y hago esto desde aquella lejana y alocada época de los vasos y los besos, historias de mi propio Kronen, en cambio, la de ahora es mejor, es la de los botellines y los abrazos, en la que ya he perdido el miedo a los pasillos tenebrosos de la facultad de Tesis, y me hace feliz tanto un buen silencio cómodo como una agradable conversación, donde por fin te quitas el absurdo filtro que el rebaño nos puso, y a la gente que quieres les dices te quiero antes de que se haga tarde y les abrazas sin que te dé vergüenza antes de que se te olvide.

Sólo le cojo cariño a las personas que lo merecen, tanto por lo que dicen como por lo que prefieren callar. Y si hay que cambiar, sólo cambio por ellos, como Kevin Costner viviendo con los Cheyennes.

Las buenas compañías dan y reciben y hacen que el dinero y lo material palidezcan ante la grandeza de las experiencias, y las malas son como esos niños que creen que son heroicos y fuertes, y sin embargo no son más que una piltrafa a los ojos de los demás. Cuando estoy con personas especiales, me hacen sentir a mí auténtico, convierten la vida en una aventura y son días que ojalá nunca tuvieran final. Y es que el orgullo que nos inculcaron es el desayuno de los necios, nos cuesta muy poco mandar a tomar viento fresco a alguien pero mostrar sentimientos positivos nos avergüenza porque pensamos que si te ven un poco el interior del alma es un síntoma de debilidad.

Huele a salitre y a algas en esta playa, todavía no he perdido la capacidad de asombro y me siento como Charlton Heston deteniendo su caballo frente a la estatua de libertad enterrada bajo la arena, confuso como el tráfico de El Cairo al darse cuenta de que ha viajado para nada pues todavía sigue en el punto de partida.

La brisa marina nocturna trae ecos musicales que no me aportan nada, mi alma necesita canciones que puedan curar a los heridos, busco letras que me duelan pero que con el paso de los años y al volverlas a escuchar pueda decir por fin, canción superada.

La vida son momentos y mucha gente ni siquiera se da cuenta cuando está en uno de ellos, y la felicidad son precisamente esos en los que no está pasando nada malo y eliges tu destino sin que nada ni nadie te lo imponga. Por eso no entiendo a los que, en vez de intentar al menos dejar un buen recuerdo como el teniente John Dunbar, intentan apagar la luz del otro para que brille la suya propia, malviven y van dejando cadáveres a su paso como el gran tiburón blanco.

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