Delenda est Monarchia

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Arístides era el hombre hacia el cual todo el público volvió la mirada cuando una noche, en el teatro, un actor declamó ciertos versos de Esquilo que decían: “Él no pretende parecer justo, sino serlo”, pues cada uno vio en esta descripción su retrato. Hoy la ciudadanía no sabe hacia donde mirar en un ámbito político donde la apariencia tiene más valor que la realidad, donde el envés de lo verdadero no es la mentira sino la confusión, donde se ha implantado aquella consigna del padre del neoliberalismo económico, Milton Friedman, que apelaba a conseguir que lo imposible se convirtiera en inevitable, tomando por imposible empobrecer y excluir a las mayorías sociales para enriquecer a las élites económicas, sin que en la actualidad esas mayorías sociales tengan los instrumentos de legítima defensa que hagan ahora que lo inevitable sea imposible.

Los destrozos generados por las políticas conservadoras y los dueños de las finanzas pueden ser irreparables para el Estado democrático, singularmente en el caso español, donde el miedo y los instrumentos del miedo han separado a la sociedad de las condiciones reales de las cuales surgió mediante la simple fantasmagoría de sumergir la realidad de España como país en un continuo proceso de reemplazo hasta llegar a la suplantación. Los políticos de la derecha, jaleados por traficantes de ideas neoliberales, están poniendo el Estado al servicio de sus amigos, de banqueros y especuladores. Esta reprivatización de lo público a favor de los poderes económicos organizados, supone desactivar el conocimiento racional de los hechos y el respeto a una cultura de participación ciudadana para utilizar la democracia nominal como una herramienta para mantener sus intereses. Con sus actuaciones, esos gobernantes han quebrantado una parte sustancial de la tradición democrática, aquella que siempre puso el Estado al servicio de los ciudadanos y no en manos sólo de los amos del capital.

Si la nación sólo es el beneficio de esas empresas que vertebran al país, el Estado no puede ser sino un artefacto costoso e inútil, improductivo, parasitario que ha ido creciendo como un quiste purulento. El único Estado sostenible es el que preserva el poder económico y financiero, un Estado mínimo que mantiene el orden plutocrático en el vértice obsceno de la desigualdad. Seremos trabajadores, consumidores, desempleados o excluidos pero no ciudadanos, porque como afirma Philip Pettit, la ciudadanía como fuente de poder, exige la igualdad civil de todos sus miembros. Lo contrario produce descohesión y solipsismo, por eso la derecha tiene que actuar en una nueva versión de Tartuffe ou l’Imposteur.

Alguien tan poco sospechoso de afiliación izquierdista como Emilio Romero, ínclito falangista director del diario “Pueblo”, afirmó que la derecha para ganar unas elecciones tenía que mentir y la izquierda, sin embargo, no. Simplemente porque la derecha defendía los intereses de doscientas familias y eso no daba votos suficientes. Es evidente que no hay once millones de banqueros que se beneficien de la reforma financiera ni once millones de empresarios que se beneficien de la reforma laboral. La mentira, el equívoco, la confusión le es imprescindible a la derecha para que los ciudadanos no descubran, en palabras de Ezra Pound, que esclavo es aquel que espera por alguien que venga y lo libere.

Y ante ello, lo auténticamente paradójico es que la izquierda se desvista de su razón ideológica para opositar a una plaza en propiedad de partido-régimen en un sistema, como el de la Transición, vertebrado a las hechuras conservadoras y de doscientas familias. Vivimos hoy la quiebra del sistema del 78 y todos los dirigentes de todos los partidos están de acuerdo en que lo importante es que haya gobierno aunque sea un ejecutivo del partido que tanto ha agredido a las mayorías sociales antes de frustrar la continuidad de un régimen que está resultando tan dual e injusto.

Decía Azorín que vivir en España era hacer siempre lo mismo y es hasta tal punto cierta esta reflexión del escritor alicantino que puedo permitirme el terminar este artículo con el colofón que le dio Ortega al suyo histórico del famoso grito Delenda est Monarchia sin que resulte nada extemporáneo: somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

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