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Degradación y endiosamiento

“El egocentrismo que genera el sistema actual hace que los que nos dirigen antepongan muchas veces su interés personal a su compromiso social”

Víctor Corcoba Herrero
Víctor Corcoba Herrero
Licenciado en Derecho y Profesor de EGB. Tiene varios libros publicados, sobre poesía, biografía y otros de ensayo y cuentos diversos. Colabora con asiduidad en diversos medios de comunicación de Europa, América Latina y también del territorio español.
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análisis

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Está visto que el ser humano cuando se encumbra de egoísmo, se desequilibra totalmente  y no piensa en nadie, nada más que en sí mismo, repitiendo la misma historia de siempre. Es una pena que no aprendemos del camino recorrido, que prosigamos los días sin aunar voluntades que favorezcan, mediante un diálogo fecundo, los sentimientos vinculantes de unidad y unión entre las naciones. Por desgracia, tenemos una degradación humana verdaderamente preocupante, que no respeta nada ni a nadie, incluido el medio ambiente. Deberíamos saber que todo está interconectado; lo que requiere una mayor protección entre sí y con el ambiente natural. Lógicamente, esta inhumanidad que sufrimos por todos los rincones del mundo, nos está dejando sin palabras; y, lo que es peor, sin alma para poder avivar la cultura del encuentro, tan necesaria como imprescindible. Personalmente, deseo caminar en el curso de los mansos y sencillos, uniendo mis pulsos a sus pausas, con la nívea autonomía del benigno.

En cualquier caso, nos merecemos otros gobiernos más ejemplarizantes, con la defensa de la ciudadanía y el planeta, con el aire que inhalamos, el agua que nos llevamos a los labios y los alimentos que consumimos. El egocentrismo que genera el sistema actual hace que los que nos dirigen antepongan muchas veces su interés personal a su compromiso social. La irresponsabilidad de muchos líderes es manifiesta. Multitud de políticos han hecho de la acción política el mayor negocio. En lugar de servir, se han servido de esa ciudadanía a la que suelen adoctrinar, a sus intereses propios para que bailen con su lenguaje. Urge, por tanto, mejorar el ambiente humano, con menos pedestales y más solidaridad, con vocación de entrega y generosidad. Al fin y al cabo, todos tenemos que tener esa actitud de servicio, cada cual desde su misión, a la vez que una moralidad a toda prueba, que es lo que nos está fallando muchas veces.

En efecto, es cuestión de principios, o si quieren de derechos humanos, de valores que nos hagan tomar conciencia del aluvión de enfermedades que padecemos y que nos están deshumanizando por completo. Me refiero a esos huracanas excluyentes, a esos injustos vientos que marginan, a esa falta de socorro a los más débiles, que hace del contexto una atmósfera irrespirable. La opción preferencial por los desfavorecidos ha de estar en todos los Estados sociales y de derecho. Cuando no hay humildad y sencillez, todo se envilece, también las personas. De ahí, que uno deba ser tan auténtico como esa fuente cristalina, que nos sorprende para calmarnos en medio del valle, donándonos su propia sabiduría de grandeza, haciéndonos más cauce que caudal, más vida que virus, más humanidad que barbarie en suma. Quizás sea clemente, entonces, que repensemos sobre este adicto tormento que suele presidir nuestros andares, el apego al dinero y al poder.

Es evidente que no podemos resistir por más tiempo esta época degradante que nos tritura, en la que únicamente triunfan las falsedades. Requerimos de otros espacios luminosos más considerados con el linaje, más entusiasmados con la propia vida, más esperanzadores con el vivir. El futuro, por el cual me afano y me desvelo, es de cada cual. Nos pertenece por sí mismo y en conjunto, pero lo nefasto es que lo estamos destruyendo. Sea como fuere, tenemos que despojarnos de esta crisis malévola, con afectos interesados y efectos malignos persistentes. Nos merecemos como especie pensante, desde luego escucharnos más, compartir mejor, universalizarnos de sueños y no caer en este espectáculo mundano de caos continuo. Siempre nos hará bien reflexionar en familia, abrir los ojos para no creernos que seamos el punto más alto, cuando con otros nos comparamos, pues el gozo sólo viene de la fidelidad a ese vínculo de generosidad que ha de unirnos. No olvidemos que de la unión de palabras surge la poética, y de esta mística de anhelos, el estimulante vital para no morir en el intento por vivir. Meditémoslo.

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1 COMENTARIO

  1. El trascenderse de la mismidad del yo. Desde la degradación (depresiva) hasta el endiosamiento (maníaco).

    …Como afectado por una patología de la afectividad –la afectividad trasroscada que padezco como trastornado bipolar– estoy dándole vueltas a eso de la trascendencia de “la mismidad del yo”. (¿Egocentrismo? ¿Ombliguismo? ¿Endiosamiento? No lo sé, quizás sí…) Y como resultado de tal reflexión, rumia o maquinación, o pensamiento ensimismado y hermético, o popurrí de ideas, obtengo que aquella mismidad del yo, la que, justa suficiente y necesariamente, ha de trascenderse –ya se refiera a la realización del individuo pragmático, o a la gobernanza de la persona vital, o a la dignificación del ser humano existente, o a la apropiación del dasein ontológico, o a la salvación de cierta subjetividad teológica– está fracasada: Yo he fracasado tanto en el mundo –y en mi (mundanidad de) mundo–, como según la vida, y ante la nada, y bajo lo divino y tras el ser.

    La autodeterminación de mi individualidad –no sé si me refiero a la definida entre Hegel y Dewey– está obsoleta: soy un diplomado en ingeniería, en paro, que no ha sabido sacar profesionalmente adelante sus estudios y, con ello, se siente carente de poder estar en el mundo, no sabe si adecuada, o segura, o veraz, o clara, o correcta, o abiertamente. La voluntad, la dedicación y la iniciativa en mí son escasas y, por ello, la verdad acerca de mí mismo es ridícula. Ay, la verdad con la que uno mismo trasciende hasta sí mismo a través del mundo.

    La gobernanza de mi persona, la que Sócrates reclamaba a Teéteto, en lo que se refiere al tensor [humores, afectos, templanzas], se encuentra rota por los episodios de manía. Mal-humor, desafectos y destemplanzas rigen mi percepción entendimiento e interpretación. Busco, unas veces angustiosamente, e histriónicamente otras, abandonado de mí mismo, la serenidad que me permita dirigir mi vida con solvencia y autodominio. Ay, el dominio de uno mismo que conduce (a) la trascendencia.

    La dignificación de mi existencia, debido a la depresión, no sucede desde hace años, y soy, y me siento, un ser humano precario, instalado en una pobreza que lo arroja a sentir una inhospitalidad insidiosa y constante, desaparecido de sus diferentes ambientes entornos paisajes y claros, olvidado en sus ya derruidos contextos. Ay, la dignificación de uno mismo que constituye la trascendencia.

    En cuanto a la autenticidad del dasein, por la que se preguntan Hegel y Heidegger, no la alcanzo, ni siquiera la intuyo, ni siquiera soy capaz de plantearla como inquiriente que, en su preguntarse por sí mismo, se cuestiona destructivamente. Soy un ausente de sí mismo: no me conozco, no me apropio, ni me cuido. Me siento un Don Nadie, un don uno de tantos, un dasman. Ay, la autentificación de la mismidad que (se) abre (a) la trascendencia propia y apropiante.

    Y mi subjetividad, la que tengo que superar nietzscheanamente, o la que debería salvar orteguianamente, o la que tendría que hacer trascender según Husserl, o a la que tendría que llegar a ser pindáricamente, es incapaz de tales cuidados proyecciones y autoestimas para consigo misma: Estoy disgregado de mí mismo. Y el esquizoanalisis deleuziano no me ayuda a aceptar tal desintegración, o desmoronamiento, como oportunidad de ser. E incluso el maestro Eckhart me condena a sufrir esa acedia que desasosiega a todo desasido anonadado y perplejo. Ah, la solidez de mi mismidad, la que se lanza a la trascendencia, qué atomizada y perdida se encuentra…

    Así, mi trascendencia descartesiana en las fábulas del mundo, no es la odisea del héroe que aborda retos y desafíos. No habito cosmovisión o mundanidad de mundo alguna, sino que, más bien, estoy encerrado en una intracotidianidad rutinaria y vacía que me aísla asola y desuela. Mi trascendencia husserliana, según los dramas de la vida, no es la entrega del cuerdo y saludable doliente que lucha la afronta y la consuma, sino la futilidad de un dolorido que desiste de querer [llegar a, dejar de] ser sí mismo. Soy un desesperado: Kierkegaard lo sabe. Y Frankl también. Mi trascendencia nietzscheana ante la sátira del imperio de la nada no es el abstruso afrontamiento que ejerce Sartre, ni siquiera es la resignada asimilación irónica con la que Cioran soporta la existencia. Es más bien esta patética turbia y torpe lucidez que apenas sí alcanza a comunicar lo que le pasa. Mi trascendencia ontológica, ese trágico devenir del estar-siendo tras el ser, lo que Heidegger hace aparecer dejándolo mostrar en sus obras, queda reducido a una mera presencia paciente que está-estando entre las cosas y las cosificaciones como otra más. En cuanto a la trascendencia teológica de poder aparecer bajo la comedia de lo divino, ay, me produce un espantado recato –o un recatado espanto, no lo sé– que tengo que medicar si no quiero que la psicosis se apodere de mí. Un fervoroso delirio religioso acerca de la trascendencia se apodera de mí y llega a endiosarme o a negarme. En conclusión: La degradación se ha apoderado de mi mismidad…

    Ah, la trascendencia de la mismidad, del yo, inserta en los procelosos ámbitos del trastorno bipolar: en qué consistirá. El trastornado bipolar como residuo de esos afanes por trascender. Ah, esa exigencia a cuidarse a conocerse y a realizarse, la que remane desde tiempos del Oráculo de Delfos, ¿es lo que funda esta época que nos tritura?, y cómo afecta al antes degradado y depuesto, y endiosado después, trastornado afectivo. Cómo sigue interpelándonos hasta hoy tal imperativo que nos lanza a tener que querer ser, ya estemos considerándonos pragmáticos individuos por determinar, o personas vitalistas por gobernarse, o seres humanos a edificar dignamente, o animales racionales que están por pensarse a sí mismos, o ser-ahí de horizontes apropiados por funda[menta]r, u homos patiens por salvar insertos en su panorama pathos-lógico, o sujetos trascendentales por habitar en lo fronterizo, u homos viator que, en camino, acaban dotados de sentido y finalidad.

    Ah, las exigencias por la autodeterminación, cuántas luchas y odiseas inauguran en todo individuo por trascenderse. Ah, las exigencias por la autogobernanza de la persona, qué panaceas y curas elaboran y sintetizan. Ah, las exigencias por la dignificación del ser humano, qué quimeras y utopías le hacen soñar. Ah, las exigencias por la autentificación del dasein, qué espacios funda[menta]n. Ah, las exigencias por la superación, trascendencia y salvación del sujeto de las que hablan Nietzsche, Husserl y Ortega, con qué entrega y devoción nos hacen llegar a (sentir-) ser lo que somos. Y lo que no. Ah, exigencias de la trascendencia, cómo nos endiosan.

    Ah, la obsolescencia del individuo pragmático perdido por indefinidas fábulas del mundo, hallado en su finita mundanidad de mundo e instalado entre sus ínfimas y anodinas rutinas cotidianas. Ah, abandono de la persona en los dramas de la vida. Oh, olvido del ser humano eks-sistente ante la sátira de la nada. Ay, ausencia del ser-ahí ontológico tras la tragedia del ser. Ah, disgregación del sujeto no superado intrascendente e insalvable bajo la comedia de lo divino. Ah, exigencias de la trascendencia, cómo nos degradan.

    Obsolescencia, abandono, olvido, ausencia y disgregación: He ahí los hitos que anuncian una trascendencia frustrada, tanto para el degradado trastornado que ansía poseerse a sí mismo hasta alcanzar la verdad del endiosamiento, como para el divino cuerdo acomodado en su adecuada coherente y consensuada apropiación: la irrealización pragmática del individuo, la desgobernanza vital de la persona, la indignidad existencial del ser humano, la desapropiación ontológica del ser-ahí y la condena onto[teo]sófica del sujeto: ¿Son estos los jalones de la identidad de los que tendríamos que despojarnos?, ¿es en esto en lo que consiste la crisis malévola que nos acucia desde Píndaro y el Oráculo de Delfos?

    Ah, la trascendencia de la desquiciada mismidad [individuo, persona, ser humano, ser-ahí, sujeto]. Oh, las exigencias que llevan al endiosamiento. Y, ay, la frustración que nos deja en la degradación. Ah, pero la frustración provocada por una maníaca exigencia de trascendencia, dónde deja al individuo degradado, ¿¡en el ombliguismo desesperado de la acedia!? Ah, y la subsiguiente exigencia que rezuma aquella melancólica frustración, dónde abandona a la persona endiosada ¿¡en un egocentrismo omnipotente y megalomaníaco!? Ay, el ser humano latiendo entre el endiosamiento y la degradación. Ay, el dasein, con qué temple conseguirá evitar tal ambivalencia para inaugurar un claro de ser más original y propio que adecuado coherente y consensuado. Ah, y el sujeto ¿será capaz de superar la intencionalidad que tal ambivalencia le impone?

    Ah, desquiciada mismidad milenaria maniaco-depresiva ¿estás condenada a la intrascendencia de la degradación o a la trascendencia del endiosamiento?

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