Imagino que ya en los albores de la civilización humana, cuando un cazador se percató de la presencia de otro que perseguía la misma pieza, y en vez de proponerle colaborar en la caza y repartirse la carne, apuntó su primitiva lanza de palo contra él para quedarse con todo, fue cuando se manifestó la primera lucha competitiva del hombre, el propio concepto de competitividad.

Mucho tiempo ha transcurrido desde entonces. Las lanzas fueron dando paso a las espadas de metal, las espadas a los fusiles, los fusiles a los cañones y…. para que seguir, mejor no nombrar la capacidad destructiva que hoy hemos alcanzado.  Sin embargo, a lo largo de nuestro proceso evolutivo, siempre había quien alzaba la voz para proponer otra forma menos destructiva de conseguir nuestras necesidades básicas. Voces que proclamaban otro tipo de sociedad mas colaborativa y menos beligerante, más solidaria y menos competitiva. Postulados básicos sobre los que se fue asentando el ideario de las naciones que hoy denominaríamos como, socialmente, más avanzadas. Aunque hoy pregunto si esos nobles principios no se están relegando al mero papel de tarjeta de presentación, en la que se ensalza todas las virtudes de quién te la ofrece, aunque la tarjeta y su portador reflejen realidades cada vez más antagónicas.

Uno de los hechos que me invita a pensar que estamos dando pasos atrás, se manifiesta en la profusión de ciertos programas que ofertan la mayoría de los canales televisivos.  Y aún siendo cierto que, en principio,  lo emitido en televisión no tiene por qué ser un reflejo fiel de la sociedad a la que se dirige, ésta acaba mimetizándose con ella, tras tanta exposición a esa realidad virtual, interesadamente manipulada y al servicio de los poderes a los que sirve.  Basta poner como ejemplo esta especie de parto múltiple que en los últimos años ha experimentado el medio audiovisual, con la intención de convertirnos en canguros de sus neonatos programas basados en la lucha competitiva.  Lucha que se oferta sobre los temas más variopintos, usando todo tipo de métodos y, en bastantes casos, a cualquier precio. Así tenemos concursos de cocina, de canto,  de baile, de magia, de supervivencia, de haber quién adelgaza más o quién tiene el restaurante más guarro… por enumerar algunos. Y todo esto en sus versiones sénior, junior o incluso infantil (para que aprendan pronto a sacar codos). Ya solo falta un concurso de fetos para ver quién da la patadita más bestia en la barriguita de mama. La cuestión es ser el primero, el primero en algo, famosamente primero; en una apología del ganador donde el morbo, el sentido de vergüenza, ajena o propia, y en muchos casos incluso la humillación, es un reto más que tiene que afrontar quien compite.

Me pregunto si con este obsesivo afán de competencia nos quieren convencer de que, los que están arriba, en la punta de la pirámide social, los supuestos “números uno”, los “ganadores”,  son los que tienen derecho a todo, a todas las loas y excesos, a vivir en la abundancia, a los reconocimientos, mientras que los siguientes: los perdedores, los fracasados (como suelen ser nombrados en tantas películas americanas), deben conformarse con seguir esperando en la lista de espera para la operación, en la lista del paro o con el contrato basura, aceptando su papel de eterno segundón, de actor de reparto anónimo, en ésta tragicomedia que todos representamos.

Pero no debemos afligirnos,  que para eso están esos concursos, para darnos la posibilidad, aunque sea por unos momentos, de ser aspirantes a Cenicientas que, aunque maltratadas,  sueñan que al llegar las doce de su abnegada vida dejará de sufrir los agravios de esas hermanastras que ostentan el poder: los “números uno”, para acabar calzando el zapatito de cristal que la reconoce, al fin, como “ganadora”, de este Talent Show en que quieren convertir la vida.

Tal vez porque nunca fui ganador de nada, porque en mi familia fui el último de los hermanos, o porque el número uno no lo consigo ni en la cola de la frutería, sea lo que me lleve a rebelarme contra este “¡competid, competid, malditos!” que nos quieren imponer, y solidarizarme con los segundos, terceros, cuartos…..hasta el último, y el motivo por el que, últimamente, cuando me dispongo a almorzar en cualquier bar o restaurante y llega el camarero con su típica pregunta: ¿de primero?…. el cuerpo me pide contestarle: de primero, un segundo.

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