Bruno Schulz es uno de esos personajes tan fronterizos que sus señas de identidad amenazan con desvanecerse, convirtiéndolo en residente del limbo. Nació, vivió y murió en la localidad de Drogóbich, que no sé muy bien si clasificar como pueblo grande o ciudad pequeña. En 1892, cuando Schulz vino al mundo, Drogóbich pertenecía al olvidado reino de Galitzia y Lodomeria, uno de tantas divisiones administrativas semiautónomas del Imperio Austrohúngaro. Tras la Gran Guerra, la zona fue absorbida por Polonia; luego, a sangre y fuego, pasó sucesivamente por las garras de Hitler y Stalin, y en la actualidad pertenece a Ucrania. Considerado polaco por los ucranianos y ucraniano por los polacos, ninguno de los dos modernos estados se ha encargado de tomarse las molestias institucionales para reivindicar su figura como es debido. Así pues, la identidad flotante de nuestro protagonista se aferra a sus raíces judías como a una tabla de náufrago.

Como creador también cuesta encasillar a Schulz, que hizo incursiones tanto en la literatura como en las artes plásticas. Sus colecciones de relatos (las más conocidas son Las tiendas de color canela y El sanatorio de la clepsidra) están impregnadas de un realismo mágico en el que constantemente encontramos vislumbres de ese mismo vertedero de imágenes en el que escarbaron otros ilustres judíos centroeuropeos de la época: el sinsentido de Kafka, lo sobrenatural de Meyrink, los colores chirriantes de Chagall. Sin embargo, a no ser que tengáis mucha curiosidad, no seré yo quien os anime a leer a Schulz; quizás en polaco sea una delicia, pero traducida al castellano su prosa se lee como una espesa selva de epítetos, recargada en exceso, ampulosa y farragosa. En cuanto a su obra gráfica, lo más conocido de él es un peculiar cuaderno de grabados que data de sus años de juventud: El libro idólatra (Xiega Balwochwalcza, 1920-22). En ellos es tan heterodoxa la técnica (un raro procedimiento llamado cliche-verre) como el contenido: se trata de una colección de estampas, con un aire a los Caprichos de Goya, cuya temática gravita obsesivamente en torno a escenas de hombres humillados bajo los pies de hermosas mujeres, femmes fatales cuya actitud destila soberbia y desidia a partes iguales.

040 b Undula de noche

Cuenta Jerzy Ficowski, biógrafo de Schulz y heraldo de su obra, que en las estampas de El libro idólatra no solo es perfectamente reconocible el entorno urbano de Drogóbich como telón de fondo en las composiciones, sino que se pueden identificar algunas de las protagonistas femeninas, mujeres locales que fascinaban y obsesionaban al tímido Schulz. Las amas implacables que, lámina tras lámina, pisan el cuello a sus víctimas podían ser fácilmente reconocidas por los conciudadanos del artista como Mila Lustig, Tynka Kupferberg, Kuzia la ucraniana o Fryderyka Wegner, que según Ficowski era “propietaria de las piernas mejor torneadas de todo Drogóbich”, y que aparece en los títulos de los grabados bajo el seudónimo de Úndula (que en latín quiere decir “olita”, aunque para la libido del artista esta chavala era más bien un tsunami). Schulz no necesita mostrar escenas sexualmente explícitas para representar en toda su crudeza la humillación del macho por la supermujer: una de las más impactantes representa a Úndula por la calle junto a su marido, sacando a pasear al perro; la expresión, entre terror y sometimiento, en el rictus del hombre indica claramente que en la jerarquía de ese hogar él está muy por debajo del perro.

La fascinación morbosa por figuras femeninas gélidas, dominadoras y despiadadas es un elemento típico de esa gangrena cultural que Mario Praz llamó “la agonía romántica”, y en concreto del imaginario del simbolismo. Pensad en las Salomés de Klimt, Beardsley o Moreau, o en el interés que suscitaron en la época figuras históricas de mujer fatal como Lucrecia Borgia, Cleopatra o la reina Fredegunda. Y en relación con este gusto decadente, la fantasía masculina de sumisión consistente en estar, literalmente, bajo los pies de una mujer es descrita con todo lujo de detalles psicológicos en la prosa decimonónica. No es casualidad que su máximo representante, Leopold von Sacher-Masoch, fuera compatriota de Schulz, súbdito también del poco conspicuo reino de Galitzia y Lodomeria. Aunque hoy Sacher-Masoch es inmensamente famoso por su novela La Venus de las pieles (1870) y por haber prestado su nombre al masoquismo, tampoco es muy querido como héroe cultural por los nacionalistas ucranianos, y no creo que tengan ninguna intención de poner su efigie en el anverso de los billetes de cincuenta grivnas.

040 c Peregrinos

Pero si, como apóstol de las fantasías sexuales de sometimiento, Sacher-Masoch es el autor favorito de los estudiantes de psicopatología, los amantes de la buena literatura prefieren con creces a Swinburne. Nada tiene que ver la prosa de diletante redicho con la que Sacher-Masoch describió los excesos de Wanda en La Venus de las pieles con la arrolladora fuerza poética del himno que Swinburne compuso a Dolores, Our Lady of Pain (en Poems and Ballads, 1866). Ambos, empero, tienen en común su insistencia en evocar esa sublime forma de voluptuosidad a la que se entrega el amante al morder el polvo bajo las plantas de la mujer amada. “Desearía que me pisotearas hasta la muerte, cariño”, dice uno de los personajes de Lesbia Brandon (1868), la controvertida novela de Swinburne. La amada aparece así como una encarnación del Juggernaut, aquella divinidad de los idólatras de Orissa descrita por John Mandeville: conducida en procesión en un carro, los fieles se arrojaban en éxtasis bajo las ruedas para morir aplastados como muestra de devoción.

En las estampas de El libro idólatra, Schulz da una vuelta de tuerca más a esta reinterpretación masoquista del eterno femenino, pues contrapone al icono simbolista de la mujer dominadora una representación del hombre sometido a tono con el expresionismo más descarnado. Los seres que guardan cola para besar los pies de las diosas de Schulz no pasan de grotescas caricaturas de humanos. Vemos desfilar hordas de hombres gusanescos, siempre autorretratos salvajemente distorsionados de Schulz: monstruos contrahechos, cuya fealdad y desproporción hace resaltar aún más la belleza ultramundana de la mujer que acuden a adorar. Parte esencial de la fantasía de sometimiento, complementaria a la divinización de quien domina, es la ridiculización de quien es dominado: la brecha entre ambas partes de esta relación asimétrica se hace así vertiginosamente insalvable.

Durante la ocupación por el Tercer Reich, Schulz fue confinado en el gueto de Drogóbich. Un día, volviendo de comprar el pan, un oficial de la Gestapo lo abatió de un tiro en la nuca. De este modo, el autor de El libro idólatra moría pisoteado y humillado: pero no, como hubiera querido, bajo los hermosos pies descalzos de una cocotte de provincias, sino aplastado como una cucaracha por la bota de la barbarie nazi.

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre